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Arthur Koestler y el servil sometimiento de la sociedad francesa al poder instituido. ‘Escoria de la tierra’

He pedido a mis amigos de fronterad que ilustren esta reseña con un cuadro de Komar y Melamid titulado La musa Clio entrega el libro de la Historia a Stalin para que lo corrija. Es una pintura que me gusta tanto por su contenido como por la irónica perfección con que los autores consiguieron recrear el tono repollo característico del realismo socialista. Mirarla con atención nos ayudará a tener presente algo que a estas alturas sólo las inteligencias más obtusas se niegan a admitir: el extraordinario grado de manipulación a que fueron sometidas todas las cosas durante el mandato del líder soviético. Stalin –un déspota oriental que firmaba sentencias de muerte como quien hace solitarios en una mesa camilla– no estaba dispuesto a permitir que nadie cuestionara sus planes, ni siquiera la realidad –ese estorbo que dificulta la sagrada misión de los ideócratas–, y obró en consecuencia. Cómo se las arregló para ser el único responsable de los éxitos de su gobierno y no tener en cambio nada que ver con ninguno de sus abusos y fracasos es un enigma superado únicamente por la extrema facilidad con que miles de personas, entre ellas intelectuales de prestigio (como los juristas de nuestro Tribunal Constitucional), fueron capaces de tragarse las burdas mentiras con que él y sus seguidores enmascararon la interminable lista de abominables crímenes que hoy se le atribuyen.

Arthur Koestler tiene el honor de haber sido uno de los primeros comunistas en advertir que Rusia estaba muy lejos de ser la tierra prometida. Le bastó para saberlo con darse una vuelta por allí en la década de los treinta y comprobar con sus propios ojos de qué forma los sucesivos planes quinquenales la habían convertido en el suburbio más miserable de Europa. El sacrificio del presente por un futuro perpetuamente aplazado no deparó en ningún momento prosperidad y libertad, sino todo lo contrario: hambrunas, purgas, campos de concentración, terror de Estado, en definitiva, el totalitarismo en su peor versión. La evolución del régimen comunista, escribió en su Autobiografía, fue tan rápida que en sólo en tres generaciones se pasó de los apóstoles a los Borgia. Consciente del abismo existente entre la realidad y los ideales que debían transformarla, abismo que se hizo más profundo cuando Stalin pasó de encabezar la lucha contra el “fascismo” a pactar con Hitler la invasión de Polonia y la conquista de los países bálticos (luego, como es sabido, luchó contra él y “liberó” media Europa integrándola como colonia en la Unión Soviética), rompió tras un largo período de reflexión con el partido, algo que sigue pagando hoy, cuarenta años después de muerto, pues los réprobos del comunismo parecen condenados a no descansar jamás en paz.

Como a otros escritores que abandonaron en algún momento la órbita revolucionaria, Kis o Kundera, por ejemplo, el descrédito no le ha venido a Koestler de la impugnación de sus textos. Todos los intentos por demostrar que sus memorias –obra demoledora que, además de criticar ferozmente el movimiento comunista, aunque no sólo él, ofrece un fascinante fresco de la Europa de la primera mitad del siglo XX– son el producto falaz de un resentido han fracasado. El esfuerzo por neutralizarlo como crítico se ha desarrollado sin embargo posteriormente en otra dirección, menos científica, más acorde con el espíritu de nuestro tiempo. Si la dialéctica marxista permitía a cualquier idiota parecer inteligente, razón fundamental de su popularidad académica, eso que llamamos “corrección política” proporciona hoy a cualquier simplón la oportunidad de pasar por bueno. El procedimiento es tan sencillo como arcaico: se trata de desviar la atención de las tesis defendidas por alguien a su conducta, de modo que, si esta resulta por algún motivo reprobable, y los motivos han proliferado sobremanera en los últimos tiempos, aquellas quedan refutadas. La cultura de la cancelación ha convertido este método en la vara de medir el mérito de pensadores, artistas, literatos o científicos. Y como los biógrafos de Koestler –Ian Hamilton, David Cesarini o Michael Scammell, por ejemplo– coinciden en que fue un depredador sexual, un maltratador de mujeres, incluso un “violador en serie”, no vale la pena molestarse en continuar discutiendo: sus análisis sobre Israel, la Unión Soviética, el comunismo, la Guerra Civil Española y, en general, los múltiples asuntos que abordó en los cinco volúmenes que forman su Autobiografía y en muchas de sus novelas, entre ellas El cero y el infinito, quizá la más famosa de todas, pueden darse por cancelados. Lo curioso e inquietante, para alguien que tenga en cuenta los efectos generales de la cancelación, es que la mayor parte de los refutados o cancelados, si no todos, se mueven fuera del horizonte ideológico de los censores –mayoritariamente adscritos al posmodernismo derivado del colapso del relato marxista– y que la misma persona que protesta a las puertas del cine cuando un “presunto” pedófilo como Woody Allen estrena película exhibe con orgullo en el salón de su casa una fotografía tamaño fresco de iglesia de una abierta partidaria de este género de prácticas como Simone de Beauvoir.

La ideología produce en el que la profesa una ofuscación similar a la que produce la fe en el creyente: uno sólo ve lo que necesita ver. Hace falta al menos una pizca de escepticismo para que funcionen nuestras capacidades críticas, de las cuales podemos decir que sólo funcionan de verdad cuando lo hacen contra uno mismo. Cuando Koestler escribe al inicio de Euforia y utopía, tercer volumen de su Autobiografía: “Fui hacia el comunismo como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé el comunismo como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río cubierto por los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres de ahogados”, está contando una experiencia interior, la lucha de años contra su propia ceguera. Que no era un enemigo de la revolución, un traidor al servicio del capital, como sostuvieron de acuerdo con las clásicas directrices del partido sus antiguos camaradas, lo demuestra el libro que voy a comentar, una de las críticas más feroces que se haya hecho jamás a la sociedad francesa y especialmente a sus gobernantes y militares.

Escoria de la tierra fue escrito año y medio después de su ruptura con el partido, en 1938. Koestler tenía treinta y cinco años y vivía en Francia cuando primero Hitler y dos semanas más tarde Stalin, su aliado, invadieron Polonia. Este episodio asombrosamente borrado de la memoria de la izquierda, tan memoriosa en otras ocasiones, lo describe el escritor húngaro-británico con estas palabras: “las tropas del Ejército Rojo irrumpieron en Polonia para liberar al proletariado polaco llamando esponsales a una violación”. Pero no es de esto de lo que trata la obra, sino del suicidio de Francia, de su bochornosa incapacidad para oponerse a los alemanes, de la traición de que fue objeto por su casta dirigente, algo que Koestler atribuye a la condescendencia de unos con el antisemitismo nazi y la subordinación de otros a las consignas de Moscú. Pese a su carácter autobiográfico –Escoria de la tierra bien podría ser el sexto libro de su Autobiografía, la obra describe con rigor periodístico y altísima calidad literaria las condiciones en que se hallaba el país en los meses previos a su derrumbe. ¿Cuáles fueron las razones de aquel desastre que a punto estuvo de significar el triunfo absoluto del nazismo? Descartado el punto de vista de los vencedores –la degeneración racial de un pueblo atontado, perezoso, hedonista e irresponsable– y la siempre socorrida e inútil apelación al fatalismo económico marxista, Koestler encuentra un motivo fundamental: la incapacidad de la Tercera República francesa para adoptar medidas que le permitieran prepararse en aras a preservar la paz. Interesada únicamente en que la dejaran en paz, optó tras la Gran Guerra por una actitud defensiva, la línea Maginot, una suerte de Muralla China que resultó anacrónica y completamente inútil. El conservadurismo se impuso en un país materialmente rico e idílicamente asentado en sus tradiciones mientras sus vecinos, resentidos por el duro trato recibido en Versalles, desarrollaban una industria agresiva que sellaría su destino posterior. El hilo evolutivo de la nación lo resume Koestler con esta cadena de palabras: “riquezas naturales, saturación, individualismo, atraso provinciano, estancamiento, aislamiento, miedo neurótico de ser molestado, psicosis de la Muralla China”.

Francia podría haberse salvado si sus dirigentes hubieran optado tras la costosa victoria de la Primera Guerra Mundial por la cooperación en vez de por la humillación del rival derrotado. Lo peor, además, es que cuando Alemania comenzó a recuperarse, parte de la sociedad francesa miró con simpatía las ideas y procedimientos de Hitler pensando que eso era precisamente lo que necesitaban. Abolir los sindicatos, disolver los partidos de izquierda, garantizar el status quo, sonó a música celestial en los oídos de una amplia clase media que lo único que deseaba era tranquilidad. Koestler presta especial atención en su libro a la estrecha conexión existente entre progreso político y educación de las masas, algo que el lector actual, testigo del auge de los movimientos populistas y de la intoxicación de ese espíritu en quienes presumen de rechazarlo (recuerden, por ejemplo, esa sospechosa cantinela según la cual nunca antes hubo jóvenes tan bien preparados), comprende sin necesidad de demasiadas aclaraciones. La indiferencia de los franceses por el destino de los republicanos españoles derrotados por Franco o de los exiliados alemanes refugiados en Francia debido a su oposición al régimen nazi no constituye solamente una prueba manifiesta de hasta qué punto la política avanza ciega sin la luz de la cultura, sino que resulta ser también uno de los episodios más bochornosos de la historia gala. Tratados como escoria por una burocracia kafkiana que allanó el camino a los alemanes que iban a conquistarlos –Koestler ve en la celosa colaboración posterior de los funcionarios de la Tercera República algo más que cobardía: el servil sometimiento de la sociedad francesa al poder instituido–, su destino fue un trágico anticipo del que sufrirían millones de personas en los siguientes años.

Koestler puede hablar de todo esto con conocimiento de causa porque, como extranjero sospechoso de actividades políticas clandestinas –sus relaciones con el partido comunista y su papel en la Guerra Civil Española eran conocidos por las autoridades–, fue recluido sin cargos al igual que otros muchos en el campo de concentración de Le Vernet (el mismo donde estuvo Max Aub, quien sacó de allí las experiencias que inspiraron Morir por cerrar los ojos), un día después de que Hitler invadiera Polonia. Las condiciones del campo eran particularmente malas, peores a su juicio que la de los campos nazis o la cárcel de Sevilla donde estuvo recluido a la espera de ser fusilado. Los internados carecían de cualquier derecho y, a fuerza de humillaciones, tardaban poco en perder su sustancia humana, una de las siniestras peculiaridades de este tipo de lugares que tiznan siniestramente el siglo XX y vuelve ridícula la confianza ciega en el progreso humano. Cómo sería la cosa que incluso la prensa alemana hablaba irónicamente de lo que acontecía en ellos, preguntándose si esa era la libertad de la que presumían los regímenes democráticos. La magistral descripción que hace Koestler en primera persona de lo que vio y vivió allí no le impide sacar al genial periodista que lleva dentro y completar con su propia experiencia la historia de las Brigadas Internacionales creadas por la Comitern para luchar contra Franco. El destino de los cruzados del comunismo tras la firma del pacto entre Hitler y Stalin fue pavoroso, aunque, como tantas otras cosas horribles ocultas tras el fantástico decorado cartón piedra de la ideología, se hable muy poco de ello o simplemente no se hable. Arrojados a los campos de concentración franceses, Le Vernet entre otros, dejaron de recibir ayuda de Rusia, que incluso prohibió a los que conseguían escapar la entrada en el país.

Las experiencias narradas por Koestler en el volumen que acaba de publicar Ladera Norte ofrecen una visión directa, y no de memoria histórica, de algo que a los franceses les ha costado reconocer y encierran una lección que disgustará a la mayor parte de los lectores actuales, pero que al autor, un hombre que padeció en sus carnes el ocaso de la Razón, le parecía evidente: que propugnar un pacifismo de carpeta de instituto contra un enemigo agresivo es un suicidio. Arrojar las armas y entregarse al matón que no vacila en darles uso a fin de menguar hipotéticamente los sufrimientos de la mayoría puede parecer a nivel teórico un remedio mejor que la guerra, pero no hay que olvidarse de que en la práctica esto nunca es gratis, sino a costa de los sufrimientos de una minoría, esas minorías avasalladas que en cada momento de la historia forman la escoria de la tierra.

Escoria de la tierra, de Arthur Koestler. Editorial Ladera Norte. Epílogo de Sergio Campos Cacho.

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