Ayer salí dos veces de mi zona de confort y creo que eso no lo recomiendan en los libros de autoayuda. Empecé fuerte yendo a darme de alta a la seguridad social de no se cuántas historias. Buscaba un certificado pero no me había quedado claro cuál era y pensaba que me lo podrían aclarar ellos mismos. El tema es que siempre que hago cualquiera de estos trámites me siento como si fuera a una frutería y pidiera una fruta desconocida de la que solo sé, pongamos por caso, que es amarilla.
Cómo montar una Brompton y no morir en el intento
Ayer salí dos veces de mi zona de confort y creo que eso no lo recomiendan en los libros de autoayuda. Empecé fuerte yendo a darme de alta a la seguridad social de no se cuántas historias. Buscaba un certificado pero no me había quedado claro cuál era y pensaba que me lo podrían aclarar ellos mismos. El tema es que siempre que hago cualquiera de estos trámites me siento como si fuera a una frutería y pidiera una fruta desconocida de la que solo sé, pongamos por caso, que es amarilla. Conversación imaginaria:
—Quiero una fruta de color amarillo.
Extrañamiento del frutero
—¿Cuál?
—No se. Me han dicho que es amarilla.
—¿Plátano? ¿Limón?
—No sé.
—Es alargada… ¿redonda?
—¿Cuántas formas hay?
Ansiedad. Esa es la palabra que resume mi relación con la burocracia, las facturas de la luz o las llamadas a Movistar para cambiar el nombre del titular de la linea. En fin. Después de salir de la frutería sin saber si había comprado fruta al final, si me llevaba un melón, una papaya o un huevo kinder y con la mirada inquisidora de la mujer que me había atendido, preguntándose, seguro, de qué guindo me había caído, me fui a la oficina –zona de confort- y respiré hondo rodeada de libros. Uf. Qué difícil es todo.
Pero ayer fue un día doblemente arriesgado. Por la tarde, unos amigos me dejaron una bici. Hace poco, decidí que quería una bici: una Brompton, claro, no vayamos a ser menos que la princesa no quiere una bici cualquiera sino una muy mona que se pueda plegar. Total que salí de la oficina ilusionada, como una niña con zapatos nuevos. Qué bien me iba a venir la bici, pensaba mientras iba cociéndome en el metro. Me imaginaba yo a mi misma como esas chicas rubias y esbeltas que vi Copenhagen en esas bicis tan aparentemente cómodas y veloces. El pelo al viento como en un anuncio de champú. En fin: necesitaba la bici. Pero luego miré mi bolso y dije: ¿qué hace una con el bolso y los libros en la bici? Empezábamos mal.
Mis amigos me lo explicaron bien: montar, desmontar. Parecía un juego de niños. Perfecto. Me sentía la reina del bricolaje y estaba orgullosa de que todo pareciera tan fácil. Así que me llevé la bici y crucé Barcelona hasta llegar a casa. Descarté lo del pelo al viento: llegué a casa sudando como un pollo pero eso sí: sin haberme saltado semáforos, ningún frenazo peligroso y ningún niño atropellado. Bien, Laura, bien. Llegué a casa y vi los mil whatsapps de mi madre: 1. “Laura, vete por la acera por favor”. 2. “Avísanos cuando llegues”. 3. ¿Has llegado ya?. Qué poca fe, me dije. Con el orgullo de los campeones que superan la primera prueba, entré en el portal de casa para desmontar la bici y de repente: tachán: no me acordaba absolutamente de nada. Pero yo, muy resolutiva, me dije que seguro que si empezaba a tocar todas esas palanquitas tan graciosas al final la bici acabaría por plegarse de una u otra manera. Autoengaño, ingenuidad, ¿magia? Sí todas esas cosas. Después de diez minutos de estar tirada en el suelo del portal me acordé de la cámaras e seguridad que han puesto: pasaba de que mis intentos torpes de montaje acabaran viralizándose en internet. Así que me escondí en el cuarto de la portera a ver si sabía hacerlo. De repente escuché voces en el portal: el vecino guapo. Tenía que actuar rápido y salir en cuanto antes del cuarto de la portera y así lo hice, arrastrando un amasijo de hierros descolocados que más que una bici parecían piezas del desguacé. Me metí rápido en el montacargas y el vecino guapo me vio huyendo por el montacargas y a mi –grasa en la cara, sudada- aplastada contra una bici maligna que no quería plegarse. «¿Laura? ¿estás bien? dijo mientras el montacargas ya empezaba a elevarse. “Sí, sí, creo que se hay una pieza que no va …”.
Llegué a casa y abandoné el amasijo de hierros en la cocina y decidí que la vida moderna es demasiado moderna para mí. Luego, me bajé un tutorial de youtube y conseguí montarla. El secreto es el orden, eso de que el orden de los factores no altera el producto aquí no vale. Ay. Me tumbé sobre la cama y descarté definitivamente la imagen de la rubia maravillosa con tacones avanzando plácidamente por la ciudad. Ay, Laura, cuánto Sexo en Nueva York has visto.