Acaba de caer en mis manos un fantástico libro de viajes y viendo sus fotos me han entrado unos deseos tremendos de volver a viajar. Viajar se ha convertido en todo un lujo que pocas veces me puedo permitir y sin embargo, dispongo de muchísimo tiempo vacío para hacerlo. Así que recurro a la imaginación… E imaginación es imaginar, crear imágenes y encima con la ventaja que al ser gratis, mi cuenta corriente no se resiente… Viajar por el Danubio como Magris o sin billete de vuelta como Tabucchi o como Manuel Chaves Nogales “uno se mete la mano en los bolsillos y se va…”, viajar, viajar, viajar…
…Una vez leí que había ciudades femeninas, así como las hay también masculinas. A Estambul siempre la imaginé masculina, viril y musculosa, con un fuerte olor a día trabajado. Madrid es mujer madura y veterana, la amante experimentada, sensible e inteligente. Y también veo femeninas a Paris o a Roma. Si lo piensas bien, todas las ciudades tienen un algo de femenino y un algo más viril, depende de la sensibilidad con la que las contemples. No me preguntéis por qué, pero mi corazón siempre se inclinó por las ciudades femeninas, tal vez con la excepción de Londres, desenmarañado y enérgico adolescente. Pero incluso si de géneros hablamos hay ciudades únicas: a Nápoles la imagino como una vieja madre, que te cocina cosas buenas, a la que pese a los pesares, siempre quieres volver, a su encuentro, sin ninguna explicación que dar… Madre numerosa, siempre atareada y liada, confusa y confundida. Una ciudad donde impera el caos, el desorden, la suciedad. Esa Italia profunda de las películas de la Loren y de Totó, con un encanto especial, único, encanto desesperante. Ese encanto hay que pelearlo y encontrarlo y sacarlo de entre toda esa algarabía napolitana. Aún tengo grabadas a fuego en la memoria mis primeras horas en Nápoles: la imagen del taxista conduciendo hasta el hotel, perdido entre las callejas estrechas y maltrechas del barrio della Stella, maldiciendo en un italiano loco, casi incomprensible. Nerviosa como todos nos ponemos frente a la novedad, frente a lo desconocido, insegura, le mostraba el mapa desde el asiento trasero, negándomelo él con un barrunto despectivo. Recuerdo que llegué a ofrecerle mi teléfono para que él mismo llamara de una vez al hotel, esperando las indicaciones correctas, indicaciones que por fin acabó admitiendo de un vejete lugareño, impasible, que llevaría ahí plantado, manos y mentón sobre la cabeza del bastón, más tiempo que las desvencijadas baldosas de la acera. El hotel, que a la larga se descubrió encantador, estaba incrustado en una calle estrecha, repleta de capillitas con difuntos y sus correspondientes flores y ofrendas… Mamma mia!, pensé al bajar del taxi y ver la corrala donde me había metido.
Familias numerosas se apilaban en viviendas de una sola habitación, la ropa tendida entre pared y pared, atravesando la calle, gente joven sin oficio ni beneficio aparente, mujeres gritando de ventana a ventana, niños sucios y traviesos mirándome, extasiados… La vida en estado puro. Vida de verdad, sin edulcorantes ni conservantes.
Poco a poco vas acostumbrándote y aceptas como también un poco tuyas toda esa cochambre, todo ese caos, la dejadez… Los semáforos son un mero objeto decorativo, uno en verde sirve tanto como la iluminación en Navidad. Tráfico de locos, escandaloso y desbocado, vas comprendiendo que para salir indemne sólo queda fundirte con él, que tus movimientos fluyan entre coches y autobuses al ritmo descabellado que ellos van marcando. Hay quien dice haber visto a un ciego en moto mientras un perro-guía corría exhausto delante, marcándole el camino. Leyendas urbanas, leyendas napolitanas. Como la empeñada en otorgarse la invención de la auténtica Pizza italiana y -nada de leyendas, lo dice una experta en arroces- su famoso risotto alla pescatora, que nada tiene que envidiar al mejor arroz a banda alicantino… Y es que es en esas cosas, en los arroces, aceites o en su maravillosa luz, dónde compruebas que sólo el Mediterráneo nos separa -o mejor, nos une- a unos y otros.
Pero te duele, casi ya como una napolitana, que siendo una ciudad con una tan vastísima y extraordinaria riqueza cultural, artística, esté así, abandonada y decadente, casi ruinosa. Y aunque parezca mentira después de leer todo lo anterior, hay barrios también residenciales, encantadores y tranquilos y plazas preciosas como la del Pleibiscito, que te recuerdan al Panteón de Roma… Tesoros mezclados, varados ahí durante siglos, compartiendo esa maravillosa vida de vidas del Nápoles profundo.
Y es una pena que las agencias de viajes pasen por alto esta ciudad, cerradas en su tristemente famosa inseguridad y, como mucho, le dediquen un día antes de tirar para Sorrento o Positano… Unos días en Nápoles, madre vieja y desordenada, vividos allí con abandono y sin resistencia, son una experiencia única. Así que bueno, bien mirado, para nosotros, visitantes, mejor está que las agencias la den la espalda, ahuyentado así a esas masas de molestos turistas japoneses o americanos que tanto abundan en otras partes de Italia.
Y paro ya, porque si sigo, pasaría también a contaros los viajes que ahora, con tiempo y sin dinero, hago volando con las líneas aéreas de mi imaginación… y eso mejor, lo dejo ya para vosotros porque, no me digáis, viajar, aunque sea con los ojos cerrados, siempre es un placer… ¿a que sí?
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Foto: Sofía Loren