Leo en la revista SModa, el suplemento del sábado de El País –una publicación bastante prescindible, aunque siempre hay algo que rescatar- un artículo en el que, hablando de los usos y abusos de la Viagra, el doctor San Martín ironiza que “en el sistema de valores de este patriarcado en el que vivimos, los hombres aún tenemos la autoestima en la entrepierna y en la cartera”. Y las mujeres, me digo yo, en la belleza, siempre con sus ideales imposibles, y en ese ideal de virtud, también tan inalcanzable que todas hemos sido o seremos alguna vez tildadas de putas, como recuerda oportunamente la periodista Maite Garrido en el reportaje sobre la prostitución que publica en Números Rojos.
Pocas horas antes, esta mañana de sol de final de invierno madrileño fui al Museo del Prado a ver la exposición del Hermitage –muy recomendable, sobre todo si se evita el hacinamiento del fin de semana que nosotros sufrimos-, me quedé pensando lo mismo cuando vi, entre las joyas del museo de los zares, uno de esos hermosísimos trajes femeninos que dibujan una cintura imposible. Me quedé pensando en cuántos sufrimientos han padecido las mujeres para alcanzar, o aproximarse, a cánones concebidos para nunca ser democráticos. Cuando las hambrunas eran la tónica en Europa, se llevaban las carnes generosas; cuando mejoró el nivel de vida y la alimentación, se puso de moda una delgadez al borde de la enfermedad. Entre lo uno y lo otro, millones de mujeres sufrieron el martirio de los tacones, de las dietas, de la celulitis, de las arrugas y el botox. Cada imperfección que las aleja del canon se impone como un golpe mortal a la autoestima, así como para millones de hombres un pene pequeño o una cuenta corriente modesta parece una afronta a su masculinidad.
Y me pregunto, tal vez ingenuamente, o tal vez lúcidamente, cómo nos hemos podido alejar tanto de nosotros mismos como para que nuestra autoestima y nuestra felicidad dependan de cosas tan secundarias, tan absurdas, tan lejanas de aquellas que pueden hacernos realmente felices…