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AcordeónCOVID-19: Por qué no es una guerra y sí el fin de...

COVID-19: Por qué no es una guerra y sí el fin de un mundo

 

1. Reflexiones antibélicas para un tiempo de crisis y fiebre

Tiene uno tentaciones de utilizar el título de una gran novela de Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, para empezar estas reflexiones. Tras cerca de dos semanas de encierro, y sabiendo que nos esperan algunas más, incluso meses para salir de esta situación, me he puesto a escribir, sin ningún fin definido, tal vez para pasar el tiempo.

Fui uno de los que no le di al principio tanta importancia, creyendo que era una especie de gripe, que eso sí, se transmitía más rápido y con posibles complicaciones para los que tenían menos defensas y otras patologías. Como muchos, pensé que esa liturgia del miedo extendido tenía extraños fines, intereses espurios, oscuras intenciones de poderes ocultos, movimientos de ajedrez de las grandes potencias donde nosotros somos solamente piezas del tablero, operaciones económicas de grandes farmacéuticas que iban a hacer el agosto con algún remedio, como ya ocurrió en el pasado (y cómo harán ahora si logran la vacuna). Puede, desde luego, que haya habido algo de eso, e incluso que poderes, potencias, estados o grupos hayan tenido esas tentaciones (o que aprovechen ahora para extender su influencia con la excusa de la ayuda, cuando no para sacar beneficio económico), pero creo que todo lo que está ocurriendo traspasa ya esa categoría. El miedo cabalga, como si fuera otro de los jinetes del apocalipsis (que eran la conquista, la guerra, el hambre y la muerte, cada uno con sus colores). Un miedo irracional, libre, que, si ha ayudado a la humanidad en su evolución, ahora se puede considerar destructivo, porque el miedo es fundamentalmente egoísta (¿cómo tener miedo a lo que no se ve?, y, sin embargo, es tan real). Miedo a perder la vida, pero también a lo que rodea o rodeaba nuestra vida, una vida que no nos olvidemos, y a pesar de la diferencia de clases sociales, era una vida de confort, comparada con el resto del mundo doliente. La angustia, la ansiedad, viene no tanto por el virus, con su estela letal, sino por lo que está ocasionando, los empleos que destruirá, la incertidumbre de una crisis sobre otra crisis. España, con su apuesta por el turismo, es especialmente sensible. Somos un país que ha preferido apostar por el ladrillo y los servicios, en vez de I+D, un país de graves carencias (la primera, unos políticos de altura, todos se han revelado nefastos en esta crisis, empezando por una parte del gobierno y toda la oposición, incluyendo una gran porción de independentistas catalanes, que se han revelado como personas miserables, tan miserables como los de Vox). Si nuestra clase política tiene ese nivel, y la empresarial está viendo cómo sacar partido de la crisis –sí, ya sé, hay notables excepciones y buenos ejemplos que, al contrario, están ayudando–, creo que lo mejor, para los próximos años, es seguir la senda del gran Benito Arias Montano y buscar un lugar apartado para confinarse, eso sí, voluntariamente, y escapar de tanta mediocridad y podredumbre. Ahora, más que nunca son necesarias la cultura y el pensamiento, la reflexión y el amor, no los execrables incendiarios de turno.

Volviendo al miedo. Me he enfrentado a ese nuevo jinete ya varias veces a lo largo de mi vida, de manera más aguda cuando fui reportero de guerra. He vivido varias guerras, y por supuesto, he visto en ellas ese miedo, y también lo mejor de la condición humana. Pero también he visto lo peor. Quien comercia con la desgracia, quien sólo piensa en la propia salvación, quien da rienda suelta al odio porque siempre hay un culpable, no solo de la guerra, sino del miedo que uno sufre. Cada vez que regresaba de cada una de esas guerras, donde he vivido en primera persona el peligro de perder la vida, donde he visto el sufrimiento y la muerte, muchas veces frente a mis ojos, me parecía que mi país, la sociedad a la que volvía, era un mundo banal, frívolo, que no era sensible a los conflictos que vivía otra parte del mundo (sigo pensándolo más o menos). Sin embargo, acababa acostumbrándome, no solo por la inevitable levedad del ser, que diría Milan Kundera, sino porque no puedes ser un amargado, un aguafiestas, y porque uno, al final, vive en un entorno y tiene que resolver las dificultades diarias de una vida que a veces, nos pasa por encima, a pesar de nuestros sentimientos o emociones.

Leí hace tiempo en alguna parte que el verdadero heroísmo consiste en aguantar un minuto más cuando todo parece perdido. Algunos han comparado esto con una guerra, sólo que el enemigo es invisible y nos afecta a todos. No hay bandos (en teoría, luego resulta que sí los hay, siempre los hay) ni frente, y el heroísmo es pasivo: quedarse en casa para no saturar los hospitales. Esos hospitales donde el personal sanitario (cuyos sueldos no llegan ni a la décima parte de cualquier ejecutivo) lucha en un combate contra el tiempo. Esos hospitales atacados por los apóstoles del nuevo orden neoliberal que desmantelaban la sanidad, como la educación pública, que troceaban lo común en pedazos para lanzarse sobre los despojos con ánimo de presa carroñera, mientras que una parte de la población les votaba por aquello de la patria amenazada. No sigo por ahí, el encierro hace que a menudo uno divague: me centro en lo de la guerra. Supongo que en esto estarán de acuerdo los colegas que han cubierto guerras y conflictos. No, no se parece a una guerra. No es una guerra, ni nosotros somos soldados, ni creo que sea bueno utilizar esas metáforas bélicas, banalizamos ese elemento tan terrible de la condición humana. En la guerra hay treguas, momentos de descanso, sitios donde te puedes refugiar de las bombas o los francotiradores, así sean huecos en la tierra, profundos sótanos o defensas naturales. En una guerra, al menos en las que he vivido, hay mucha más muerte y dolor, y no solo caen soldados, más bien caen civiles, indiscriminadamente. Y la muerte y la destrucción son causadas por la voluntad humana, por ideología, religión o intereses económicos.

Aquí, por mucho que te escondas, si estás infectado y señalado con el dedo de la muerte, si eres anciano, tienes alguna otra patología, y has nacido en el lugar de máximo recorte sanitario, tienes muchas papeletas para ir p´alante. Que afortunadamente son muchos menos que una guerra. En una cosa sí se parece: son los débiles los que mueren antes, los más viejos, los que no pueden hurtar su cuerpo fácilmente al peligro. También se parece en que el terremoto que provocan las guerras tarda tiempo en pasar y produce cambios en los seres humanos que la viven y que sobreviven a ella. Pero tampoco, por fuerza, los hace mejores. No, la guerra no trae nada bueno, como el coronavirus, por más que nos empeñemos, tampoco va a traer cosas buenas. Sí, la contaminación ha bajado y bajará, por fuerza. Pero subirá mucho más cuando se venza la pandemia, cuando la economía, las grandes empresas, reemprendan su velocidad de crucero. Dice Curzio Malaparte, a quien estoy releyendo estos días, en La piel que después de las guerras y las pestes hay una relajación moral, una relajación de las costumbres. Como si el miedo justificara luego todos los excesos posibles. Sí, la sociedad, frenética por no poder salir de casa, saldrá con furor consumista. Sí, daremos besos y abrazos, celebraremos la vida y pasaremos –al menos durante un rato– al derroche y a la desmesura, porque de ese material está hecho también la condición humana, y todo se quedará como una horrenda pesadilla de la que se habrá salido, con algunas bajas, es cierto, pero con la sensación de haber sido indultados, de que la vida nos concedió otra oportunidad. Se alzarán voces, claro está, reclamando que lo bueno que ha surgido en estos días se mantenga, que la solidaridad, el apoyo mutuo, el consuelo, la compasión, la fraternidad, se impongan frente al egoísmo, pero, ¿alguien se cree que si se logra la vacuna se distribuirá gratis, los ricos donarán sus fortunas, que los países ricos dejarán abiertas sus fronteras para que entren los más desfavorecidos por la guerra o la miseria de otras partes, que las guerras pararán, que cambiará el sistema político y económico, que el ser humano se volverá bueno? Pocos creerán en que ese cambio se produzca. El mirar al abismo no supone superación del vértigo. Es sabido que quien se expone a su influjo a menudo es devorado por él.

Una cosa sí creo a este respecto. Tanto las políticas neoliberales como el ajuste del déficit han perdido. Este virus es un golpe de muerte para ese pensamiento insolidario e irreal. Se abre un periodo de incertidumbre, indefinición y crisis profunda, palabra que como todos sabemos, significa cambio. Se reforzará el poder del Estado, de los Estados (no sé si de Europa, porque la actuación insolidaria e injusta de Alemania y Holanda, entre otros, puede acabar con ese sueño europeo) y de momento, triunfarán las políticas socialdemócratas. He leído estos días que ya es suficiente milagro que los capitalistas salvajes neoliberales se vuelvan keynesianos. Supongo que se replanteará el sistema, limando las aristas más duras, y se cambiará algo para que nada profundo en el fondo cambie, tal y como diría Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El gatopardo. Los ricos, los bancos, las grandes corporaciones donarán parte de sus beneficios y sus fortunas, porque también es parte de la propaganda y porque ya han hecho sus cálculos y prefieren seguir ganando, aunque sea menos, a perder mucho más por colapso del sistema.

Otra de las características de este nuevo virus, y de la que quería hablar, es la fiebre. En mi camino vital he vivido varias veces el infierno de la fiebre, de la enfermedad que puede acabar con tu vida o dejarte tocado para el resto de la existencia. He vivido tres: fiebres reumáticas a los siete años, fiebres de malta o brucelosis, a los 14 años, y la malaria, a los 35. De las tres que he padecido, la peor sin duda ha sido la malaria, contraída en una de las selvas sudamericanas que tanto amo. La diferencia de la malaria con el coronavirus es que no se contagia por vía aérea, sino por la inoculación de un mosquito.

Afortunadamente, la malaria o el paludismo brotó cuando ya estaba de vuelta en Madrid. No habían servido en este caso las pastillas de compuestos de quinina, o tal vez no tomara las suficientes. Temblores de frío e intenso calor, imposibles de controlar, fiebre que llegaba a los 39º. Afortunadamente podía respirar, lo que es una diferencia capital con el coronavirus. El paludismo, la malaria, han sido la peor enfermedad a la que me enfrentado nunca, y su fiebre no es comparable a ninguna otra. No se la deseo ni a mi peor enemigo. Con ella sí me he sentido morir, y lo que es peor, desear la muerte para que la tortura acabara. Gracias al antiguo hospital del Rey, el Carlos III –que se llamaba en aquel entonces, creo recordar, el hospital de infecciosos–, y a dos análisis, pude tener un tratamiento. Ahora resulta que la cloroquina e hidroxicloroquina, dos medicamentos existentes para combatir el VIH y la artritis reumática, pero sobre todo la malaria –y que yo tomé para eliminar el virus de mi sangre, el plasmodium vivax–, se están probando como tratamientos para el COVID-19. En cualquier caso, sí fueron eficaces para combatir mi infección, y gracias a ellos, dos o tres días después de tomarlos, empecé a ver la luz, y aunque todo fue lento, pude recuperarme en un tiempo prudencial.

Comprendo, pues, el sufrimiento de los que están ahora luchando con ese virus a vida o muerte, e incluso a los que ha tocado ligeramente con su ala febril y les ha dejado transidos y desechos en la cama y en casa durante una, dos semanas. Tengo varios amigos afectados por el virus, algunos en hospitales, y a otros se les ha muerto por esa causa su padre o madre.

La malaria, como ahora todos los que han padecido el coronavirus, deja muy presente y durante mucho tiempo la sensación de muerte. Esa es otra de las cosas que me parece necesario hablar: sí, de la bendita, la igualadora, la democrática muerte. Algo de lo que esta sociedad de eternos adolescentes ha huido, como si fuéramos a vivir eternamente. La muerte se siente con más presencia, claro está, en el tercer mundo que en este primero, de donde parece haber sido desterrada. En el llamado tercer mundo se muere individual y colectivamente, por hambre, miseria, guerras y enfermedades endémicas. Quizá este dolor que ahora sufrimos nos hermane con esa parte del planeta mucho más desfavorecida. Es una tragedia no poder despedirse de los seres queridos, que el duelo se tenga que hacer a distancia, entre otros cientos de duelos que no solo no consuelan, sino que elevan el nivel de congoja, pero eso es lo que ocurre todos los días en el tercer mundo: morir sin descanso ni tregua, sin tiempo acaso para el duelo ni para la despedida.

Puede que el haber experimentado muchos trances extáticos en mi vida me otorgue cierta perspectiva, o quizá es la filosofía castellana y campesina de mis abuelos, en especial mi abuelo Valentín, el herrero, pero pienso que hay que aceptar la muerte como aceptamos la vida (“cuando llegue, llorar y sentir lo justo, la carrera ya está hecha”, decía). Es posible, además (nadie lo sabe), que existan otras realidades, otros universos, a los que se accede después de la muerte, eso sí, sin ego (no desde luego el paraíso de las religiones). Nadie lo puede afirmar. Por supuesto hay que intentar evitar la pérdida de la vida por estas causas epidémicas, agravadas por la incompetencia de los que se suponen que nos tienen que cuidar, los gobernantes actuales y pasados, o lo que es peor, por su interés económico o partidista. Espero que los votantes tomen buena nota de todos esos irresponsables campeones de los recortes sanitarios y la privatización de un sector que no debería estar sujeto al fin económico, sino al de asistencia, como un derecho básico, pero ya no tengo demasiada confianza en la especie, y cada vez menos en los que habitan mi propio país. De ser un optimista irredento he pasado a creer solo en unos cuantos seres humanos. De momento me basta para seguir en esta andadura de la vida, y celebrar este milagro cotidiano de la existencia.

Esa idea de la muerte, ahora tan presente, compañera del miedo, prima hermana de la incertidumbre sobre el porvenir, trae asimismo algo para mi fundamental: la sensación de fragilidad de la vida, de que todo cambia, y que, por supuesto, todo puede ir a peor. Y que hay que aprovechar cada minuto, que hay que amar, a todos los niveles, lo único realmente liberador. A uno mismo y a las demás criaturas. Claro que hay que vivir, y el dinero es necesario. Pero en lo importante hay que hacer las cosas por amor y no por dinero, por afecto, no por interés. Por solidaridad, no por beneficio. Porque todos estamos hermanados en esta aventura, y no podemos desentendernos de la suerte de los que no tienen nuestra suerte.

Con todo esto, soy muy pesimista sobre el futuro. Los que abjuraban de su rutina, de su trabajo, de su jefe o jefa cabrón/na querrán, suplicarán volver, no cuestionarán el injusto orden social, la relación de poder, la bajada de sueldos, la dejación de derechos. Porque eso vendrá, el peligro de las sociedades o los sistemas totalitarios será mucho más cierto, sobre todo al comparar el régimen de China (lo peor del capitalismo y del comunismo) con nuestro sistema (por supuesto, con graves defectos de justicia social, y con una libertad más aparente que real). Y la verdad, tampoco ha habido tanta diferencia. China cometió errores capitales al principio, como no reconocer la gravedad de la epidemia. Aquí, en Europa, se han cometido errores parecidos. Pero la tentación está ahí, la utilización de nuestros datos para el control social. Ya están hablando, lo más increíble desde organismos que se supone que son órganos de pensamiento, de cómo hacer aplicaciones para tener ese control, de igual forma que en China: a dónde vas, con quien te ves, qué haces, etcétera, con la excusa de los contagios. Si ese es el mundo que nos espera, cada vez menos humano y más totalitario, no sé si valdrá la pena vivir en él. He escrito alguna vez que cada generación asiste a un mundo que se pierde. Yo he vivido grandes cambios en mi vida, como toda mi generación: la mecanización del campo, el éxodo rural a la ciudad, el paso de una dictadura a una democracia, de la máquina de escribir al ordenador, de una sociedad analógica a digital. No creía, desde luego, que iba a vivir una nueva peste, pero a todo se acostumbra el ser humano. Quizá esto solo sea un ensayo de algo peor. Yo ruego encarecidamente no verlo, y si es así, que me pille en el campo, ante un bonito atardecer en primavera.

Redescubrir la cotidianeidad: la maravilla de la que todo el mundo renegaba (yo puedo decir que nunca me he quejado de la vida que llevaba) y que ahora añora. Esto puede ser una oportunidad fallida e incluso un paso atrás, el tiempo lo dirá. Las redes de solidaridad y ayuda que hoy se tejen volverán a saltar por los aires cuando todo, más o menos se normalice (que pasará tiempo, hasta incluso años, con la pandemia de la mal llamada gripe española hace un siglo se tardó más de dos años) y todos nuestros buenos deseos se quedarán en eso. La naturaleza, o el planeta, si nos quiere regular, si nos quiere frenar para que no acabemos con la vida sobre la tierra, tendrá que inventar algo más fuerte. Sólo ante el precipicio reaccionamos, pero yo creo que ya ni siquiera eso. Frente al precipicio, y tras un momento de pensamiento y vértigo, se suele dar un paso al frente.

2. Vecinos, esos extraños y ahora amigos

Hoy voy a hablar de esas personas que conozco, que hacen que aún piense en la esperanza, en la fraternidad, en que la vida tiene un sentido a pesar de todas las tribulaciones. Hablaré de esa mujer ya entrada en años que sale al balcón cuando oye la música, media hora antes de las ocho, y enciende una velita, porque ya se le acabaron las bengalas que debía tener de un cumpleaños atrasado. De ese vecino que creía antipático y que ahora, desde el balcón, se interesa por mi salud y la de los míos. Por aquel otro que desde la ventana de un primero se agita con movimientos espasmódicos, y al que de seguro uno no llevaría a ningún baile. Del que, en un piso de la esquina, ha montado un chiringuito de luces, que destellan como si fuera una estrambótica navidad. De esa joven rubia que saca a dos perros y se pone a bailar en plena calle vacía, seguido de los animales, que saltan y hacen fiestas, alegrando la vista. De esa niña que, a esa hora, gana la calle con sus padres en la puerta, y que, en la soledad de la acera, hace un sprint de 20 metros hasta la farola y vuelve, con agitación y alegría en la cara, como si hubiera batido el récord de los 100 metros lisos.

Del que saca los bafles al balcón y lamentablemente, algún día le da por el reguetón, pero que, en esa cita obligada, levanta el ánimo y hace que todos salgamos a aplaudir con fuerza. Y aplaudimos a los que luchan, a los que han caído, a los que se empeñan en resistir, a la vida. De las que, a su lado, se han inventado una especie de movimientos de ballet, acompasados, que siguen la música, con más voluntad que acierto, pero que agitan las manos en un saludo ritual que uno no tiene más remedio que contestar desde las alturas del balcón al que me asomo.

Seguramente cuando todo acabe, ese día, tomaremos la calle, sacaremos vino y comida, y celebraremos la vida. O no, iremos a los parques, y nos esparciremos por ellos, conquistando ese espacio que perdimos por un tiempo. Es posible que nada cambie al final, que todo sea una burbuja, pero hoy soñamos desde el balcón, viendo increíbles atardeceres, con ese día.

No sé sus nombres, y tal vez no lo sepa nunca, pero a todos ellos los conozco. Son como yo.

3. Agravios y envidias

Como esto va para largo, es mejor desmenuzar elementos poco a poco. Una de las cosas que he observado ha sido el agravio comparativo. Algo que comprobé en directo cuando –hace tantos años ya– fui enlace sindical de Diario 16 Andalucía y negociamos con la empresa la equiparación de sueldos con los que se pagaban en Madrid. Una de las cosas que surgía inevitablemente al hablar con los trabajadores es que sí, era importante, igualar la diferencia salarial con los de Madrid, pero sobre todo era más importante mantener la distancia de sueldos con los otros compañeros, porque eso era lo básico, ganar más que el de al lado. Es decir, la cuestión de la envidia. El famoso chiste de la lámpara que encuentra un tuerto granadino (puede ser de cualquier lugar de España) y de la que sale el genio que le concede un deseo y le pregunta: “¿Querrás recuperar la vista de los dos ojos, no?”. “No –le responde el tuerto–, lo que quiero es que ciegues a mi vecino”. Bueno, así somos y la envidia es nuestro pecado nacional. Nunca como hasta estos días hemos envidiado a los habitantes de la España vaciada, de los pueblos, que tienen campo, o de aquellos que tienen jardín, o incluso terraza, o también de los que tienen perro, mientras que antes abominábamos de ellos. Se lanzan rayos y truenos contra los que se creen que contravienen las formas, a veces cometiendo errores tremendos, como aquellos que increpan a los autistas que pasean acompañados por la calle porque lo necesitan, o al enfermo de cáncer que necesita caminar por prescripción facultativa. También el agravio comparativo anidaba entre los que jaleaban a la policía que arrestaban a una joven en el parque: “¡Nosotros jodidos y ella tan pancha!”. Junto con el agravio comparativo está la delación, la vocación de vieja del visillo, parafraseando a José Mota, la vocación de controlador y justiciero, claro está, que se ha dado en algunos lugares y que tiene que ver con la inquina y la envidia, mezclado con el síndrome de policía vocacional. El vigilante desde el balcón, especie infame.

4. La bolsa y la vida

Como uno tiene amigos hasta en el infierno, también estos días he hablado con un pequeño inversor en la bolsa, y experto en esos temas bursátiles. Lo primero que me ha aclarado es que el coronavirus es un gran negocio. Las grandes compañías, los grandes inversionistas de la bolsa se están forrando. Grupos que pueden aguantar el tirón, que no se ponen nerviosos ante las bajadas enormes, porque tienen fondos y reservas suficientes, y en poco tiempo no sólo remontan, sino que ganan mucho más dinero. Sin embargo, este virus es la ruina para los pequeños inversores, para los que han metido allí algunos ahorrillos. Como en otros aspectos de la vida, el pez grande se come al chico. Y por supuesto, las que van a salir muy reforzadas de las crisis van a ser las comunicaciones, las farmacéuticas, todas las empresas que desarrollen algo a distancia, sin contacto humano.

Frente a los de la bolsa están los de la vida: la España solidaria, desde luego, lo mejor, y lo único que merece la pena. No la España carroñera, que intenta sacar partido. Veremos a ver lo que dura. Lo que demuestran estos tiempos es que los seres humanos somos muchos y podemos ser muy peligrosos. En las colas de los mercados, la gente está al borde de la histeria, del estallido social y de las lágrimas. No es descartable un estallido social en algunos puntos. Todos los que pensamos un poco y tenemos un poco de perspectiva sabemos que esta sociedad, tal y como estaba hasta ahora, es inviable, pero de momento no hay recambio. Si se deja de explotar la naturaleza como se hace (los brotes de variantes de corona –SARS, ERS, COVID-19–, así como la gripe porcina, la enfermedad de las vacas locas, influenza aviar, diversos virus de pollos y patos, toxoplasmosis, del cerdo y cordero, el ébola del murciélago de la fruta, E. coli de la carne vacuna, etcétera, todos tienen una cosa en común, la trasmisión de animal a humano causada por el consumo y explotación de animales: a lo mejor hay que hacerse vegetariano), la economía se va al garete. Tendríamos que ser capaces de decrecer, cambiar de sistema y pensar de otra forma, cosa para la que creo, modestamente, que no estamos preparados. Así que la bolsa nos costará la vida.

5. Bulos y bulas

Todos hemos caído estos días en algún bulo, llegado a través del whatsapp de un amigo, o uno de esos innumerables grupos a los que pertenecemos y que son como una peste. Nunca mejor dicho, porque te infectan y vampirizan tu tiempo. Es el contrapunto viral o virtual del virus real, el espejo intangible al que nos miramos y que nos informa con su voz interna de que somos los más rápidos y los mejor informados. Bueno, una vez más, aunque sufra nuestro ego, hemos de admitir que hemos sido infectados por algún bulo, y lo hemos sido por amigos, familiares y compañeros. En estos tiempos en los que la velocidad ha descendido en todo, y la actividad parece ralentizarse en todos los órdenes, el móvil ha tomado el relevo a la velocidad, y todos hemos querido ser los más veloces a este lado del Misisipi. Afortunadamente, esta especie de fiebre ha bajado, y ahora es difícil que pasemos un bulo que nos han pasado, o cualquier mensaje alarmista y apocalíptico.

Y si hablamos de bulos, tenemos que hablar de bulas. El día 26 de pronto llegan imágenes y vídeos desde varios lugares, de curas que se han echado a la calle, con casulla, santísimo sacramento y procesión de acólitos que, aunque no sean muchos, suponen concentración de personas en la calle, a veces sin respetar siquiera las distancias aconsejadas. Ha debido ser una acción coordinada, la Iglesia también tiene sus canales, que no son tan intangibles como el espíritu santo, sino por telefonía móvil y correos. Una amiga de Alto de Extremadura que iba a la compra se encontró al párroco de su zona en la calle, y llegaron fotos y vídeos de otros sacerdotes que habían hecho lo mismo en otras partes de Madrid, en una estampa que nos retrotraía a tiempos medievales de pestes y castigos divinos por los pecados, como se decía en aquella época. Sin embargo, no ha habido reconvención por parte policial de que lo que estaban haciendo era contraproducente. Prestan mucha más atención a los que pasean perros (en mi calle uno lo pasea ocho veces al día, el pobre can está exhausto), a los que están sin motivo por la calle y nula actuación con los curas. Parece ser que tenían bula papal, como las indulgencias que el papa Francisco ha proclamado para los que mueran del coronavirus estos días sin poder confesarse y demás. Se ignora por qué el resto de los mortales (es decir, los que mueren estos días de otras causas) no tienen esa bula papal.

Mucho tardaba la iglesia en salir e intentar ofrecer consuelo. A mí me gustaría que ofreciera más bien dinero, pero eso, desde luego, sería un milagro. Y no estamos para milagros en los tiempos del cólera.

6. Tempus fugit

Aprendí en el bachillerato que la velocidad era igual a espacio partido por tiempo. Como se ha achicado el espacio y se ha multiplicado el tiempo la resultante es que la velocidad es bastante escasa, por no decir prácticamente inexistente. Casi estamos en estado de reposo. Al menos corporal, porque otra cosa es el tiempo interior, la velocidad de la mente, que, al contrario de la del cuerpo, se dispara. Se dispara hacia el futuro, cuando en realidad hemos vuelto al pasado, al pasado que ha vivido, de una u otra manera, la humanidad a lo largo de los siglos, con grandes pestes que han asolado al género humano, la última hace cien años, la mal llamada gripe española, que vino en realidad de Alaska y que dejó 50 millones de muertos, casi como la Segunda Guerra mundial. Hablar de la velocidad, del tiempo, es algo recurrente estos días. La humanidad, o por decirlo mejor, la sociedad ha dado un frenazo en seco. Un frenazo que casi hace que salgamos rompiendo el cristal del parabrisas, porque para esta pandemia no había cinturón de seguridad, ni airbags. La economía, la vida en ralentí, el descubrimiento de la lentitud, de la cual se habla, título de una novela sobre los buques de la época de las grandes navegaciones, imagen que yo he utilizado asimismo en mi libro La serpiente líquida, un libro de viajes por los ríos de la selva. Frente a esta lentitud, esta cámara lenta (el tiempo es subjetivo y uno descubre alucinado cómo se nos ha ido el día, ocupado en tantas cosas, muchas de las cuales antes no hacíamos), se habla de rapidez de contagio, progresión geométrica del virus, cálculos para intentar prever cuándo volveremos a alcanzar la velocidad de crucero que llevábamos… Sí, deberíamos redescubrir otra manera de hacer las cosas, otra velocidad, es decir, espacio partido por tiempo, pero no por imposición, sino por convencimiento.

El tiempo. La vida, hace mucho tiempo que lo sé, es sólo tiempo. Quizá, como decía Agustín de Hipona: “Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. En cualquier caso, es un pensamiento que acude a menudo en esta situación. He pensado en el tiempo de los que mueren, ese tiempo de las personas mayores que nos dejan, ese tiempo que parece que se quita a los muertos para dárselo a los vivos. Somos tiempo, este es un combate para ganar tiempo y precisamente, lo que ya apenas tenemos, es tiempo, granos de arena que se nos escapan de entre los dedos.

7. Capitalismo y bacterias intestinales

Los que me conocen saben que, desde hace tiempo, y en tono de broma, he dicho muchas veces, frente a los problemas del mundo, que la culpa la tenía el capitalismo y las bacterias intestinales.

Desde algunos pensadores se ha lanzado la pregunta de a qué se debe esta pérdida de la inmunidad del homo sapiens. Quizá nunca hemos sido inmunes, sobre todo a las agresiones a la naturaleza. En cualquier cosa, este es un reto evolutivo que se plantea a la humanidad, y no me refiero al coronavirus, esto solo es la consecuencia de algo que viene de más atrás. Habría que aprender de las otras pandemias, de las pestes sufridas a lo largo de la historia, pero una vez más, eso no va suceder. Eso sí, hemos mejorado, en las pestes se marcaba las casas con unas cruces rojas, se les tapiaban puertas y ventanas y si sobrevivían, cuarenta días después, eran puros esqueletos humanos. También se acusaba de provocarla a los judíos: caían menos, porque se lavaban más y tenían mejores médicos.

El premio Nobel Jacques Monod escribió un ensayo hace 50 años basándose en un cita de Demócrito, para el cual “todo cuanto existe en el universo es fruto del azar y la necesidad”. También es aplicable en estos momentos. Algo ocurre hoy en el ser humano, es un reto que se debate entre la oportunidad y la esperanza de cambio, entre la continuidad y la mejora, entre la revolución individual, la toma de conciencia y la necesidad de cambiar el actual mundo injusto en el que vivimos (y del que todos, somos, de una u otra manera, responsables). Los virus puede que hayan estado ahí desde el principio de los tiempos, si no es una bacteria, un bacilo, un virus: la enfermedad nos recuerda nuestra condición mortal. Es curioso cómo toda la humanidad está ahora preocupada por una criatura invisible, de la que solo percibimos sus efectos, aunque su imagen microscópica siempre me ha parecido extrañamente semejante a las minas submarinas de la primera y la segunda guerras mundiales, y algo así ha sido, ha torpedeado nuestra línea de flotación, la línea de flotación de un mundo que ahora se antoja irreal (y que ahora como nunca, muchos añoran, a pesar de todo).

El capitalismo está inmerso en la velocidad y el vértigo y los instintos consumistas de poder, dinero, éxito y sexo, satisfacciones materiales garantizadas, que son anestesias para la conciencia y la comprensión. Sólo el cuerpo merece atención, no el espíritu o alma, es decir, esa conciencia que en realidad es lo único que nos hace humanos. Adrenalina a raudales, puro movimiento exterior, nulo desarrollo interno: no interesa la meditación, las preguntas, solo las experiencias de riesgo y navegación, que además puedan ser trasmitidas por los móviles de última generación para producir envidia en el desplazamiento.

Para sicólogos como Manuel Almendro esa falta de inmunidad se debe a haber roto el equilibrio entre lo interior y lo de fuera. Estamos de acuerdo en que estamos en el final de una civilización anclada en la mecánica, en la que el individuo se convierte en robot, en piezas recambiables, se ha roto el equilibrio ecológico del planeta.

Una nueva sociedad, un nuevo desarrollo llevaría aparejado la redistribución de la riqueza y las rentas, y a eso el capitalismo no está dispuesto a sacrificarse, como tampoco las clases medias o bajas de los países occidentales van a permitir que los emigrantes del tercer mundo acudan a disputarles los mendrugos. El sistema económico ha pensado siempre en la naturaleza como un almacén, algo para explotar, para sacar de ahí, no como algo a lo que pertenecemos y que tiene un equilibrio.

No hay conciencia de totalidad, de que todo lo que pasa en el planeta nos afecta. Por un lado, estamos muy informados, en esta época es cuando mejores comunicaciones hay, mejor continente y menos contenido, es decir, poco mensaje real, auténtico. Nos ha ganado la ficción, el artificio: pues bueno, ya estamos en una ficción real, permítanme el uso de este juego de palabras. Una mezcla de La isla, Supervivientes, Apocalipsis y Contagio. Lo que viene a ser la nueva peste negra (que afortunadamente no es tan letal).

Estamos obligados a parar, a conectar con el latido del mundo, de la naturaleza doliente. Compartir, no competir. Conciencia frente a vértigo. Lo que se pone en cuestión es el sentido último de la existencia. Hay que saber oír, escuchar, y para eso se ha hecho el silencio a nuestro alrededor, hemos dejado lo que aturde y embrutece. La sabiduría antigua tiene ahora, tal vez, una oportunidad. Aunque incluso esa manera occidental de explotación haya llegado a la medicina ancestral (los neocuranderos o neochamanes que dispensan plantas maestras sin preparación, buscando el lucro e incluso el poder). Por ahí, como por el yoga, la meditación, las religiones orientales, hay una esperanza para superar este desafío global. Para arreglar el mundo externo primero hay que cambiar nuestro mundo interior. No hay revolución global sin revolución interna. Para acabar con el capitalismo hay que ponerse de acuerdo con las bacterias intestinales.

8. Van a acabar con la ‘curtura’

Es una frase que en plena Guerra Civil dijo Pastora Imperio ante la cantidad de actos benéficos para la causa republicana a los que tenía que acudir: “Con tantos actos, van a acabar con la curtura”. Además de los sanitarios, la sociedad está empezando a valorar lo que suponen la educación (benditos maestros y profesores, proclaman ahora los padres) y la cultura, el sector más generoso en esta crisis, pues los músicos, documentalistas, artistas, han puesto gratis y al servicio de todo el mundo, horas y horas de contenidos. La cultura y el arte son fundamentales para un país que se precie, y aquí, como la sanidad y la educación, ha sido un sector machacado por los poderes públicos, al contrario que en otros países europeos. La cultura no sólo es imprescindible para entretener en tiempos de confinamiento, para evadirse, sino también para pensar, crear una conciencia crítica y aprender historias. Después de que pase todo, seguirá siendo la cenicienta. La gente no comprará más libros, ni irá más veces al teatro, a conciertos, a espectáculos. En tiempos de crisis –y la que se avecina es gorda– la cultura es de lo primero que se prescinde. Y el poder –ojalá me equivoque– la relegará a último término, más preocupado por recobrar el pulso económico de otros sectores. Sí, el COVID 19, puede acabar también con la curtura.

9. Los ángulos muertos

Escribí una novela inédita que se titulaba Los ángulos muertos. Ahora quizá sería mejor hablar de ángulos ciegos o ángulos no visibles. Mejor transcribo una parte, a raíz de lo que sucede ahora, la lectura parece que tiene otro sentido:

“¿Nunca has tenido ángulos muertos?

Siempre ha habido ángulos muertos. Agua remansada, instante dulce. Disfrute del equilibrio, lejos de la exaltación y la euforia, distante asimismo de la sedante melancolía. Vencer al tiempo, detenerlo: cuando todo parece suspenderse, abismarse, ajenos a todo. Fuera de foco, esquinados del mundo, inmunes a los relojes. (…)

Pueden ocurrir en cualquier parte, en las calles de la ciudad, en la soledad de una habitación, pero la naturaleza es más propensa a ellos, porque son más favorables a mostrarse en el silencio. El ruido, la vibración sonora no armónica, la confusión, no hacen fácil el ángulo muerto. (…)

En el ángulo muerto rigen otra especie de reglas, más allá de la contemplación. Experiencia extática, pero con los pies en tierra. En la línea de sombra, el punto de fuga. Vibrar de un diapasón: en el aire junto entre los vértices, así el ángulo muerto. (…)

Acontece, pues, cuando olvidamos quién somos y lo qué somos, cuando sentimos despreocupadamente, cuando oímos el latido del mundo. En principio esos instantes extraños no se pueden provocar: suceden. Imprevisiblemente, es su carácter. Aparecen tan de pronto como desaparecen, de la misma manera, aunque su perfume puede resistir una considerable porción de tiempo. Puede, no obstante, propiciarse que se abra la puerta, la grieta por donde deslizarse en su seno. Funciona con la confusión visual, el desnorte, cuando se han roto todos los hilos de araña que nos sujetan a lo que consideramos realidad. Hay que vencer el pánico, ese miedo atávico a lo que flota, a lo que divaga, a lo que vuela, y abrazar el desapego, condición que favorece el ángulo muerto. (…)

No son mecanismos de compensación, ni fantasía creadora, necesarios para vivir en este valle de lágrimas. No, los ángulos muertos son otra cosa. Son espacios. O tiempos. Son las dos cosas, la dimensión donde se funden y confunden, elementos independientes pero interrelacionados entre sí. ¿Quién lo sabe? Un soplo de serenidad. O tal vez alegría serena, si es que se puede definir así, fuerza para el camino. Esos serían los límites, las coordenadas, las líneas que los enmarcan. (…)

En realidad, el ángulo muerto podría interpretarse como el balcón, la plataforma donde observar el gran secreto de la vida, un secreto tan simple que su solo conocimiento nos hiciera sabios, y que pálidamente se puede definir como la perpetuidad de lo efímero. Verdad sagrada susurrada en todos los grandes libros que se enfrentan a los misterios vitales con afán de desvelarlos. Los ángulos muertos son, paradójicamente, donde se observan los manantiales de la vida, las fuentes de la eterna juventud. Y también el misterio del Hades profundo.

El ángulo muerto no es hueco donde nos sentimos abrazados de dicha, con sobredosis de felicidad, sino el incierto territorio donde la vida, con su tráfico de locos, con su tráfago, nos aparta a un lado, nos empuja como esos papeles que el viento concentra en esquinas precisas, allí donde se cruzan los vientos de la existencia. (…)

A veces la vida se estanca, meandros de un río que no busca el cauce donde desembocar, y caracolea hasta detenerse, inmóvil en su desarrollo, abismada. Otras veces las cosas parecen destilarse en el abanico de la vida, caer gota a gota, esencia pura que se evapora al menor descuido, leve e intangible, sutil éter. Y otras veces la vida golpea como una ráfaga de viento nada más abrir la puerta, y sorprende y desarbola nuestra guardia y defensas, rompe las barreras, las vallas, irrumpe impertinente e incontinente en nuestro orden y rutina, voltea objetos y cifras, confunde nombres, trae recuerdos empaquetados con gasas, cuidadosamente fijados en el mural de nuestra existencia”.

10. Tiempo de añoranzas, tiempo de elefantes

Tiempo de resurrecciones, de acordarse de amigos que no veías en años, ex de las que te habías distanciado, gente que habías olvidado, afectos y efectos de la necesidad de desengrasar vínculos, desempolvar recuerdos, hacer inventario de querencias y momentos. Es tiempo de añoranzas. Siempre se extraña lo que no se tiene, lo que se ha perdido. Lo que considerábamos ganado, como la libertad. Es otra lección: malos tiempos en los que hay que luchar por lo evidente.

11. Final de peluquería

Lo dicen muchos, no he sido sólo yo el que lo ha predicho. El día en el que salgamos de la cuarentena el único lugar donde va a haber colas será en la peluquería. Además de que nos han crecido las greñas, todo el mundo querrá estar perfecto para la presentación en sociedad. No hablaremos de esos kilos de más (abandonadas las costumbres saludables en algo más de una semana), fruto de la angustia y la ansiedad, y de la cantidad de cerveza ingerida (en el supermercado uno de los empleados se extrañaba del volumen de cerveza y Coca-Cola que tenía que reponer cada día, se preguntaba de forma retórica y me preguntaba si eran artículos de primera necesidad), sino de que queremos estar presentables tras salir del campo de concentración de nuestros domicilios. De todas maneras, no crean ustedes que todo va a acabar cuando salgamos de la cuarentena, olvidemos por fin “resistiré”, la canción del Dúo Dinámico, y “volvamos a pisar las calles nuevamente”. No, ahora es cuando todo vuelve a empezar ¿El qué? Nadie lo sabe, nadie lo puede prever. Veremos a ver qué es lo que ha cambiado en el interior de nosotros mismos. Yo solo digo, y en ello me aplico: mucho amor, mucho humor, mucha calma y algo de literatura (o música, pintura, teatro, arte en general). Han sido mis mantras durante muchos años. Puedo añadir otro: que la fuerza nos acompañe. La luz necesita de la oscuridad para nacer y la vida del caos. 

 

Unos cuantos documentales de acceso libre:

Melchor Rodríguez, el ángel rojo

La serpiente líquida

Gloria Fuertes, poeta de guardia (corto documental de Mar Olmedilla)

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