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Mientras tantoEl amor y los domingos

El amor y los domingos


 

 

 

El domingo me volví a enamorar del amor. Mira que dije –y lo avisé públicamente– que con los treinta todas esas tonterías de la media naranja se me iban a acabar. Sin embargo, el domingo, cuando me vi entre mantas, a las 11 de la noche, con Carver y yo, el libro que reconstruye la relación literaria y personal entre Tess Gallagher y Raymond Carver, me dije “Uy”. Y cuando a los cinco minutos estaba subrayando cada una de las frases melancólicas que encontraba, lo constaté: “Ya estamos, Laura”. ¿Cómo era aquello… mala hierba nunca muere? Bueno, pues un poco eso. Pero sin ser del todo mala hierba, ya me entendéis.

 

Empecemos por el principio. Raymond Carver comentaba que había tenido dos vidas, la primera, la mala, terminó antes de su cuarenta cumpleaños. El 2 de julio de 1977 es la fecha que marca la última copa se que se tomó. En aquellos años, a Carver, un amigo suyo le recuerda como “el hombre más triste que conocí”. Parece ser que Carver había hecho un pacto con la tristeza y con el alcohol. Se casó una vez, fracasó una vez “fracasé diez mil y aun así alzo mi copa hacia el cielo”, que diría Nacho Vegas. Porque a Carver, los años se le fueron entre borracheras infames, entre esa inconsciencia que lo abocó lentamente a la nada. Pero su segunda vida empezó con una promesa: la de estar sobrio. Y a los seis meses conoció a la que sería la compañera del resto de su vida, de los diez años que le quedaban, y esa era Tess Gallagher. No sé si cuándo uno conoce al compañero-de-su-vida le suenan alarmas o hay un rayo fulgurante que nos parte en dos, como decía Cortázar. No lo sé. Solo creo que Carver y Gallagher lo supieron.

 

Cuando empezaron a estar juntos, ambos dejaban atrás, como dice Tess “algo así como treinta años de fracaso matrimonial”. Y eso, creo que son muchos años. Ambos habían pasado por circunstancias muy traumáticas y Carver, ya enfermo de cáncer, temía la muerte en cualquier momento. Le dieron poco tiempo de vida y, sin embargo, vivió diez años más, como él decía “pura propina”. Cada día era para él un regalo. “No lloréis por mí” les decía a sus amigos: “He vivido diez años más de los que yo o cualquiera esperaba. Una propina. Y no lo olvido”. Sabríamos poco de Carver si no hubiera vivido esos años de más que fueron los que le convirtieron en este tipo maravilloso que definió en un poema lo que era el miedo o quien nos enseñó, en Catedral, que la ceguera no la tienen los ciegos sino los que nos creemos que lo vemos todo.

 

No sé si el amor es la felicidad, si la felicidad es el amor. Qué se yo. Los domingos por la tarde siempre creo que sí y los que me conocéis, sabéis que es difícil convencerme de lo contrario. Entonces leo que Gallagher y Carver siempre se preguntaban entre ellos una cosa: “¿Qué es lo que realmente importa?”. No sé si se lo llegaron a contestar. Para mí, desde fuera, cosas como la que tenían ellos es lo que realmente importa. Por eso, me dieron ganas de sentarme con ellos en un bar y de preguntarles eso mismo.

 

Una vez, a Simone de Beauvoir, las feministas le preguntaron –medio enfadadas, claro- por su adoración por Sartre y ella simplemente respondió: “Es que me gusta trabajar en el jardín que está al lado del mío”. A Gallagher le pasaba lo mismo. Y a Carver también. No sé si hay que acumular treinta años de desastres para que pasen esas cosas de los jardines. Esas cosas de las propinas o para escribir ese “último fragmento” de Carver que tantas veces me ha estado a punto de hacer llorar, tantas que ni lo voy a escribir aquí. Pero de todas sus frases, me quedo al final con una tontería, con una anécdota que escribió Raymond Carver después de conocer a su mujer: “Perdona si me emociona la idea, pero creo que cada poema que he escrito debería titularse felicidad”. Eso señores, eso se llama amor. Y hoy ya no es domingo: es martes.

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