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ArpaEl Molinón y el Sporting. Melancolías del fútbol en Gijón

El Molinón y el Sporting. Melancolías del fútbol en Gijón

 

Es Gijón una extraña contracción de cinco letras. Un umbral lleno de misterios, o el paso siempre turbulento del mar a la tierra. Pertenecemos a un mar de pescadores, copia minúscula de todos los mares del mundo. Estamos hechos de barro marítimo y nacemos con los pies hundidos en unas olas frías, espumosas y refrescantes como el champán. Nuestra cuna es la fina arena. Nos rodean montes lejanos y cercanos, hijos grandes o pequeños de la madre Naturaleza. Ella nos dio en herencia un paisaje verde que en su húmedo resplandor ciega. Vivimos desde mil generaciones en esa intensidad verde. Y para nosotros no existe otro cielo. Somos una ciudad de nubes que van y vienen vagabundeando entre las estrellas. Sobre esa cuna hay una nube, heterodoxa y quieta, que derrama sobre nosotros un efluvio invisible que nos empapa el alma. A esa nube roja y blanca la llamamos Sporting, quizá porque vino de Inglaterra, y es un amor en el que ingresamos antes de comenzar a hablar. Ese amor no se apaga nunca con nada: ni con ridículos, ni con derrotas, ni con injusticias, ni con engaños, ni con incompetencias, ni con incapacidades, ni con traiciones. Es un amor inmortal que vive incluso más allá de la muerte.

 

El amor se llama Gijón. Que quiere decir contradicción. Y como el alma no puede vivir sin su cuerpo, tampoco Gijón puede vivir sin esa piel roja y blanca. El Sporting es como la constitución no escrita de una patria que no tiene título de ciudad, ni menos de capital, ni es nación, ni quiere ser otra cosa que lo que es: una península recóndita detrás de una imponente cadena de montañas y anclada a la orilla de un mar bravío por el que navegaron mil piratas. Para nosotros, esa patria es única. Lo que no quiere decir mejor, ni superior, ni siquiera más bella que otras. Quiere decir solamente inconmensurable, o sea, que no la sometemos a comparación. Sabemos muy bien que hay ficciones mejores que ésta en muchos lugares del mundo. Pero eso es el Sporting, nuestra ficción, la ficción de nuestra perfección. Nuestra más íntima exageración. Y el sueño de nuestras leyendas. Naturalmente, nuestra realidad es sólo la madera torcida de esa hermosa ficción.

 

Crece esa ficción en una pila bautismal rectangular y verde que se llama El Molinón, nombre vintage o aumentativo antiguo que manifiesta el anacronismo de una fe profundamente metalúrgica. En ese estadio sagrado, tanto como un tabernáculo judío, recibimos las aguas de una religión secular, el sportinguismo. Secularidad que nada tiene que ver con el tontuno laicismo actual. El sportinguismo es una religión secular de obreros, linimento, tacos de cuero y ascética modestia que algunos quieren convertir en una vanidad estulta, el grandonismo gijonés. Pero el Sporting es una religión que brota de las boinas de los aldeanos y de los monos azules de los obreros en una ciudad en la que sonaban más las sirenas de las fábricas que las campanas de las iglesias. Es una religión de lo sólido y no de lo líquido, de lo profundo más que de lo superficial, de lo auténtico más que de lo falso. Un reducto casi último de lo mejor del proletariado antiguo –que sostenía al mundo– forjado en una recia ascética de sudores y de sacrificios. Es una religión dura como el pedernal y auténtica como el diamante.

 

Aprendimos esa religión en una vieja grada de cemento, la del antiguo marcador, con vistas a Las Mestas, aguantando a pie firme mojaduras, fríos e insolaciones hasta que pasamos a cubierto, a la Tribunona, aquella vieja tribuna de madera de nuestros sueños. Esperábamos en ella, con una excitación que no puede describirse, un milagro llamado fútbol, lo mismo que otros creyentes esperan impacientes la venida final de Jesucristo. Por supuesto, aquella grada no era Eton, ni tampoco Oxford. Era una escuelilla de barrio entre playas y prados rabiosamente verdes. Pero en ella se adoraba la excelencia y se transmitía la sabiduría de unos rapsodas que no habían ido a la escuela. Nos sentábamos en silencio al lado de aquellos maestros sin titulación, pero que habían visto a Kubala y Di Stéfano, a Belmonte y a Manolete, y enseguida nos advertían quién era un futbolista y quién un chiquilicuatre. Aprendimos así el catecismo del fútbol. Que no hemos olvidado nunca. Aquellos analfabetos nos enseñaron a distinguir lo que es arte de lo que es sólo prestidigitación, nos enseñaron a distinguir a los grandes futbolistas de los jugadorinos. Sabemos desde entonces lo que es una genialidad y lo que es un postureo. Sabemos lo que es un regate y lo que es un churro. Sabemos lo que es un guerrero y lo que es un criminal. Sabemos lo que es un dios y quien no llega más que a ídolo. El Molinón nos enseñó a amar el rigor y a odiar las cuchufletas, nos enseñaron a viviseccionar, nos enseñaron a exigir y nos enseñaron a criticar. Y sin haber oído nunca nada de La crítica de la razón pura. Hemos visto glorias que brillan, todavía incandescentes, en el firmamento y están inscritas en los anales del estilo. Hemos sentido emociones indescriptibles, y hemos visto artistas que ni la imaginación podía soñar. Vimos a Puskas volver loco un día a nuestro portero, a Cruyff haciendo de Napoleón en el campo, a Marcial tocando el violín, a Pirri que era sólo un niño y se los comió a todos, a Amancio haciendo filigranas, a Maradona inventando magias. Vimos a todos los Ronaldinhos y Romarios del mundo en una lista infinita de artistas y de majestuosas representaciones. No es posible citarlos a todos. En aquella Tribunona aprendimos a venerar a los artistas y a todo el que hacía algo grande. A los maletas les concedíamos un denso silencio. Los viejos maestros nunca nos dejaron aplaudir obviedades, ni nos permitieron considerar genialidad a las tonterías. Se enfurecían. Sólo se aplaudía el arte, que es lo que empieza cuando alguien pone un pie en el misterio. Y todo lo demás es trabajo, cosa de operarios. Y nos explicaron también que el arte nos lo regala la vida para emocionarnos.

 

Eso era el viejo Molinón, un aula de estética y de ética. Un sitio en el que pintar sueños y entregarse a héroes y leyendas. Ha ido pasando el tiempo, que todo lo carcome, y de aquello sólo queda un resto desfigurado y maltrecho. El sagrado Molinón ya no es un tabernáculo judío sino un escenario donde reina el ruido más ruidoso y la espectacularidad del espectáculo. Una trivialización lógica: el viejo estadio, colocado en una desembocadura, es punto de decantación de todas las modas-desechos del mundo que vienen a parar a la mar. Hemos vivido desde entonces tiempos muy diversos. Épocas, muchas, de vacas flacas y épocas, pocas, de vacas gordas. Hemos conocido la gloria del equipo de Quini o de Ablanedo y hemos vivido los tiempos infernales de los peores tuercebotas. Por un milagro de la Virgen de Covadonga estamos inexplicablemente vivos después de habernos visto arrastrados a la nada por alamedas perdidas, gestores infames, demagogos mediocres, y por las memeces de los más ignaros gurús de las emisoras y televisoras. En este año de gracia de 2015 una inesperada ola de la fortuna nos rescató del penoso naufragio, y nos devolvió, con su fuerza, a uno de esos resplandores, escasos y cíclicos, que a veces nos tocan. Hemos vuelto, gracias a los atletas locales, por citar al clásico, a Primera. Milagros como éste sólo ha habido siete en nuestra historia, número que marca el ciclo bíblico de la prosperidad y de la ruina. Ahora estamos en la euforia. No vamos a recordar aquí pasados tenebrosos, ni errores tremebundos, ni frivolidades infantiles, ni héroes de plástico, ni memorias falseadas que dejaron casi muerta a esta nube roja y blanca que cubre y mece a nuestras olas.

 

Vuelve el viejo molino a ser otra vez escuela de ética y de estética. Vuelve el arte que necesita el fútbol para ser una ficción de la vida y para que Gijón sea, otra vez, escenario de sueños. Estamos de nuevo en la gran pasarela del fútbol. Una vez más desfilarán por esa inmaculada pradera verde, que parece sacada del palacio de un lord inglés, los nuevos artistas del balompié: Kroos, el metrónomo; Messi, supuestamente el mejor jugador de la historia, sobre todo para quienes no han visto la historia; Ronaldo, la ambición de mejora sin fin y la máquina futbolística perfecta; Varane, un nuevo Beckenbauer, y otros muchos etcéteras. Otros niños y muchos jóvenes volverán a aprender en esa vieja escuela –cuando ya no quedan maestros analfabetos, que ahora todos son grandes epistemólogos explicándonos su mendaz cháchara pipera– lo que es el arte o lo que es un artista. Los niños volverán a ver hazañas y observarán boquiabiertos cómo de unas botas salen unas volutas artísticas que parecen filigranas dóricas. Y los nombres y las hazañas de esas botas quedarán grabadas para siempre en sus asombradas pupilas hasta el día del último suspiro. Vuelve el Sporting a ser la ficción de la perfección soñada. No se trata de ganar, que eso es sólo el adorno que acompaña al triunfo, se trata de ver cómo unos atletas pisan el misterio y nos regalan a los demás un regate tan bello como el mejor verso de un poema homérico.

 

Hastiados del mundo no sabemos ya cómo soportar los dogmas y milongas de esta exangüe contemporaneidad. Está el mundo haciéndose, a la vez, dogmático y ateo, lógica incongruencia de nuestros desvaríos. Pero, en medio de ese ocaso, una modesta ficción resiste, más dura que el acero, el peso gigantesco de nuestro escepticismo y de nuestro desasosiego histórico: esa nube roja y blanca que el cielo puso encima de nuestra cuna de arena. Cada vez que oímos la palabra Sporting, cada vez que vemos una foto de aquella tribuna desaparecida, cada vez que recordamos a aquellos maestros analfabetos sentimos la brisa olorosa de la tierra amada, oímos la voz de nuestros padres, y renacen en la memoria vivísimos recuerdos de esa desembocadura que para nosotros lo es, sencillamente, todo. La vida. La misma vida que sentimos en un furioso acorde de Beethoven, en un texto críptico del gran Kraus, o en el esplendor de las hojas de Whitman. Renace entonces el amor a la belleza que nació en aquella pobre pila bautismal donde nos amueblaron el gusto y la cabeza utilizando la tontería de un balón que representa el azar del mundo y de la existencia. Eso es El Molinón, lugar de revelaciones, escenario donde se les aparece el arte a quienes no tienen un Velázquez en el salón de su casa, el valle de Elah en el que quizá pueda repetirse, un domingo cualquiera, la mágica historia de David y de Goliat. Eso es el Sporting: el cuerpo que nos cubre el alma. Por decirlo con el clásico: polvo, seguramente solo polvo, mas polvo enamorado. De amor eterno a Gijón y de recuerdo a las infinitas lágrimas de su historia.

 

 

 

 

Una versión reducida de este artículo se publicó en el diario asturiano La Nueva España.

 

 

 

 

Luis Meana, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini. En FronteraD, entre otros, ha publicado Günter Grass en la hora del tiempo, y una serie de artículos sobre la Primera Guerra Mundial:

 

Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I

El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II

La guerra de las élites. La Gran Guerra de 1914, III

Cesarismo e imperialismo. La Gran Guerra de 1914, IV

La gran guerra del espíritu o los profetas de la religión nacional. La Gran Gerra de 1914, V

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