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AcordeónEl negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II

El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II

 

Destino y azar se acompañan muchas veces en la historia. Una irrelevancia entra inesperadamente en la escena y el destino corre hacia lo imposible. Es la teoría del “cisne negro”, esos sucesos minúsculos y silenciosos que llegan sin anunciarse y originan catástrofes gigantescas. 1914 es el primer “cisne negro” de Europa. La irrelevancia minúscula se llamó en esta ocasión Gavrilo Princip, el terrorista adolescente: 19 años, estatura diminuta, cetrino, famélico, aspecto débil e indefenso. Pero fue precisamente esa fragilidad la que desencadenó el siglo más cruento de la historia humana. Su azar apareció en el escenario enmascarado y travestido en el casquillo de una bala fanática e irredenta. Esa bala abrió una guerra de dimensiones desconocidas, la muerte masiva de millones de ciudadanos, y la brutalización de las sociedades europeas para el resto del siglo XX, como señaló muy acertadamente el historiador George L. Mosse. Ese disparo movilizó a 65 millones de soldados, hizo que muriesen 20 millones de personas y causó 21 millones de heridos. Lo entendió muy bien el satán Hitler: “la piedra había empezado a rodar, y ya no sería posible pararla”. En su movimiento correría hasta ir a parar a sus propios pies. Después vendría el infierno.

 

Pero en la historia el azar nunca actúa solo. Necesita atmósfera, trasfondo, mayordomos y condiciones. Sin eso, el azar se queda en nada. La atmósfera la anticipó muy bien, ya en 1908, el barón Piotr Wrangel: “Estamos en vísperas de unos acontecimientos que el mundo no ha visto desde las invasiones bárbaras… Está a punto de comenzar un período de barbarie que durará décadas”. Y así fue. Esta vez el azar tampoco iba a actuar solo. Sin una Europa convertida en un casino político en el que se jugaba a la ruleta rusa de la guerra, Sarajevo sólo habría sido una bala. Sin Serbia y su nacionalismo-terrorismo endémico, nadie habría exigido reparaciones imposibles por el atentado. Sin el llamado “enfermo de Europa”, el Imperio Austro-Húngaro, un barullo de etnias en medio de una decadencia como se han visto muy pocas en la larga historia humana, probablemente no se habría llegado a las armas. Fue de ese espíritu enfermo de negligencia y ligereza, fue de ese imperio banal y frívolo, fue de ese “alegre apocalipsis” de donde esa bala extrajo su poder y su veneno. Y así hizo saltar las puertas y los muros para que Europa comenzase a derrumbarse.

 

Uno de los austriacos más preclaros, Robert Musil, escribió un texto soberbio en el que explica la energía oculta que dio alas a la bala maldita de Sarajevo: “Así que no nos queda para explicar la pasión del estallido de la guerra más que una premisa, que estamos ante una catástrofe, ante la última explosión de una situación europea que se había ido gestando desde hacía mucho tiempo y existía”. Y unas líneas más adelante: “Lo mismo que causó la guerra, lo causó también ella: la ausencia de un contenido para la vida. Se puede reducir la guerra a una frase: se muere por los ideales porque no vale la pena vivir para ellos. O también: como idealista es más fácil morir que vivir. Una parálisis gigantesca cubría Europa y se sentía de forma especialmente abrumadora en Alemania. La religión muerta. El arte y la ciencia una cosa esotérica. La filosofía convertida solamente en teoría del conocimiento. La vida familiar, para bostezar (dicho sinceramente). Las diversiones tumultuosas, como para aislarse antes de irse a dormir. Cada persona un trabajador de precisión que sólo sabe realizar un par de tareas… ¿Qué hay de valioso en una vida así? El hombre de 1914 se aburría literalmente ¡a muerte! Por eso la guerra cayó sobre él con su delirio de aventura, con el resplandor de espacios lejanos por descubrir. Por eso la llamaron aquellos que no tenían ninguna fe una experiencia religiosa… Fue la revolución de una evolución atascada… Que el militarismo avanzase a ideal alemán no es, como hemos visto, un fallo alemán, sino europeo”.

 

 

Al encuentro del destino

 

El azar comenzó con un movimiento natural en aquel “escapismo institucionalizado” que era Austria. Una ocurrencia caprichosa puso en marcha la bala que iniciaría una concatenación increíble de casualidades. El archiduque Francisco Fernando, sobrino y heredero casual de la doble monarquía Austro-Húngara, y su lustrosa esposa morganática por ser de desigual condición al carecer de sangre real, la aristócrata de Bohemia Sophie Chotek von Chotkowa o Sophie von Hohenberg, decidieron viajar, contra toda prudencia, a un lugar especialmente turbulento, Sarajevo. Conviene recordar que ya Bismarck había profetizado que un día estallaría una guerra europea por culpa de un simple incidente en los Balcanes. Las fechas del viaje no eran además las más adecuadas y, encima, se anunciaron con meses de antelación. La fecha elegida era un día especialmente marcado por el destino: el 28 de junio. Día del muy simbólico aniversario de la traumática aniquilación de los serbios por los turcos en 1389 en Kosovo, lo que supuso el fin del imperio serbio y de sus sueños. Era, por añadidura, el día del aniversario de la boda de los archiduques.

 

No acabaron ahí los guiños del destino. Hubo más: cuando iban a emprender el viaje se recalentaron los ejes del coche que debía llevarlos. Así que pasaron del automóvil al tren. El archiduque hace un comentario sarcástico sin ser consciente del contenido profético de lo que dice: “nuestro viaje comienza con un augurio muy prometedor. Aquí se nos quema el coche, y allá abajo nos lanzarán bombas”. Por mucho menos que eso Julio César no se habría movido de casa.  

 

Tampoco se carecía de nefastas experiencias anteriores. Ya en 1910 un serbio había intentado matar en Mostar, antes de ir a Sarajevo, al emperador Francisco José. Y unos años antes, en 1898, un anarquista italiano había clavado, a la orilla del Lago Lehman en Ginebra, un mortal estilete a su esposa, la famosísima emperatriz Elizabeth, la Sissi cinematográfica de tantos sueños. Al archiduque se le había advertido repetidamente que existía casi certeza de que se preparaba un atentado contra él. Pero, con esa osadía propia de aquel reino autista, siguió con su viaje al “estado canalla”. Así que, en un día presidido –como casi todos los días decisivos de aquel año– por la hermosura, el archiduque heredero de la monarquía del Danubio y del Imperio Austro-Húngaro, y su esposa, no muy bien aceptada por el emperador ni por el resto de casas reales europeas, llegan a la estación de Sarajevo desde la cercana ciudad termal de Ilidza, donde habían pasado un par de días y en la noche anterior habían sido agasajados con un banquete cena en el Hotel Bosna. El archiduque vestía uniforme azul, cinta dorada y casco con plumas verdes; la archiduquesa adornada con un vistoso sombrero blanco, y cinta rosa, en sus mejores galas. Antes de partir camino de la muerte y tras haber asistido a la misa de nueve, el archiduque de 51 años telegrafía a su hija: “Estado mío y de mamá muy bueno. El tiempo caluroso y hermoso. Ayer asistimos a una gran fiesta-banquete y hoy a mediodía la gran recepción en Sarajevo. Por la tarde nuevamente un gran banquete y, después, el regreso. Os abrazo a todos cariñosísimamente. Martes. Papi”. El telegrama da muy bien el tono de la relación del archiduque con su familia: haberse casado con su Sofía “era su entera felicidad” y sus hijos “todo su gozo y su orgullo”: “estoy sentado con ellos y les admiro todo el día porque les quiero mucho”.

 

Siete terroristas de la organización revolucionaria Jóvenes Bosnios, que habían sido entrenados por los servicios secretos serbios y por la organización terrorista La Mano Negra, los esperaban apostados en una ciudad convertida en una auténtica “avenida de asesinos”. La caravana archiducal salió de la estación en seis vehículos. Los archiduques iban en el segundo, un descapotable que recorría un itinerario anunciado urbi et orbi, y con una escolta más que deficiente. Un primer terrorista, Muhamed Mehmedbasic, se dispuso a sacar su bomba de la faltriquera para lanzarla, pero creyó tener a su espalda un policía, y optó por no hacer nada. El siguiente terrorista, Nedeljko Cabrinovic, de 19 años, sí lanzó su bomba contra el coche de los archiduques, pero un rebote afortunado hizo que el artefacto fuese a caer tras el automóvil y estallase al pasar el vehículo siguiente, hiriendo de consideración a los ayudantes del archiduque. Tras el atentado fallido, el terrorista huye e intenta suicidarse tomando una pastilla de cianuro y tirándose al río, pero ni el veneno funciona, ni el río lleva casi agua. Así que cae en manos de la policía. Tres terroristas más, que esperaban su turno, no llegaron a actuar, unos dicen que porque se asustaron, o por darse por satisfechos con la explosión; otros dicen que por la sorpresa de encontrarse con la archiduquesa sentada gloriosamente en el vehículo. Eran Vaso Cubrilovic, Cvjetko Popovic y Trifun Grabez. En vez de variar el recorrido, el archiduque insiste, tras el atentado frustrado, en dirigirse como estaba previsto al Ayuntamiento. Allí se suscita un incidente con el archiduque, que se irrita, porque el alcalde lee, sin variación alguna, el pesado discurso que tenía preparado como si no hubiese pasado nada.

 

Si no fuera por la inmensa tragedia que iba a desatarse, podría decirse que, a partir de aquí, ya todo es como una opereta de las que tanto gustaban en Viena. El azar y el mal fario iban a hacer una demostración fastuosa de poder. El archiduque se niega terminantemente a lo único que parecía lógico: suspender la visita y volver de inmediato a Viena. No contento con rechazar esa opción, expresa, además, el deseo de ir al hospital militar a visitar a sus ayudantes heridos. La archiduquesa decide no seguir el programa que le habían preparado exclusivamente para ella y le dice a su marido: “Yo viajo contigo al hospital”. Así que la columna de vehículos se pone de nuevo en marcha en medio del sofocante calor. Sucede entonces otra casualidad: nadie había indicado al conductor del primer automóvil que, por precaución, se había cambiado el recorrido. Pero a todo ello hay que sumar el error de dirección seguramente más fatal de la historia humana: los dos vehículos se adentran en la calle del itinerario inicialmente elegido. Como pueden les avisan de la equivocación, y les indican que deben volver atrás. El conductor del archiduque pone el coche en punto muerto. Le empujan para que retroceda y así, como si fuera la bola de una ruleta, va a detenerse prácticamente a los pies de Gavrilo Princip, el terrorista adolescente. Éste intenta lanzar la bomba. No lo logra. Recurre entonces a la pistola. Dispara dos veces a bocajarro. Al principio parece que ha fallado. En realidad ha herido de muerte al archiduque en el cuello, por donde se desangra, y ha metido otra bala en el vientre de Sofía. Cuando la comitiva regresa a toda velocidad al Palacio del Gobernador, el archiduque susurra unas palabras hoy famosas: “Sofiíta, Sofiíta, no te mueras, sigue viva para estar con nuestros hijos”. Cuando llega al Palacio Konak y le preguntan si tiene dolores, el archiduque responde: “no es nada”.  Pero pierde la consciencia. Pasaban unos minutos de las 11 de la mañana. Tocan –a muerto– todas las campanas de Sarajevo. Europa se ponía en marcha hacia la guerra.

 

El escritor Arthur Schnitzler, que había soñado cuatro semanas antes que los jesuitas le habían encargado asesinar al archiduque, recibe por teléfono la noticia de esa muerte. El gran Karl Kraus escribe entonces, en Die Fackel [La antorcha], su revista, una frase inmortal: “lo que su vida callaba, lo desveló su muerte”. En Praga, Franz Kafka no hace en su Diario una sola alusión al atentado. Sí la hace Stefan Zweig, que describe en sus Memorias el rumor del viento, el trino de los pájaros y el sonido de la música que se interrumpe precipitadamente en medio de un acorde en aquel mismo momento en el que se rompe la vida de Europa. El mundo político oficial tampoco parece haber dado al trágico suceso, quizá por el shock recibido, la enorme importancia que tenía, ni parece que nadie sintiese en exceso la desaparición del archiduque. El emperador Francisco José recibe la noticia en su retiro de Ischl y prácticamente no hace comentarios. El káiser Guillermo II estaba preparándose para participar, con su yate Meteor en la Regata de Kiel cuando se acerca un barco y un almirante le comunica, en voz alta, la noticia, y, tras una breve reunión en el mismo yate, se decide que el káiser vuelva a Berlín para “hacerse cargo personalmente de la situación y mantener la paz en Europa”. René Poincaré, el presidente de Francia, estaba en el hipódromo de Longchamps asistiendo a las carreras, y no creyó oportuno interrumpirlas. La prensa sí habla de “golpe del destino”. Al heredero casual de Austria se le despide con un funeral exento de cualquier pompa o manifestación nacional profunda de dolor: la ceremonia en la iglesia de los Capuchinos dura 15 escasos minutos, y no asiste el emperador. No extraña, pues, que el corresponsal del Times saque la impresión de que “había sido enterrado como un perro”.

 

Comenzaba el drama europeo, con el destino tejiendo su tela y el azar haciendo su tarea. En un mes todos estarían dentro de un mundo en guerra. Quizá quien más claramente captó la importancia de esa hora fuera Adolf Hitler, que está en su modesta habitación alquilada de Múnich cuando le dan la noticia: “Igual que para cualquier otro alemán, comenzó para mí la época más grande e inolvidable de mi existencia terrenal. Frente a los acontecimientos de esta lucha poderosa todo el pasado se volvió una nada”. De esta forma, el atentado de Sarajevo consumaba una de esas crueles ironías que tanto gustan a la historia. Los terroristas matan al único miembro de la familia real austriaca que siempre advertía: “no juguemos a los guerreros balcánicos”. Pero jugaron. Y al único que además había asegurado lo evidente: “jamás comandaré una guerra contra Rusia… Una guerra entre Austria y Rusia acabaría con el derrocamiento de los Romanov o de los Habsburgo, o tal vez de ambos”. Precisamente eso es lo que ocurriría y lo que consumaría esa arrebatada bala nacionalista. En 1913 Lenin le había escrito a Gorki una carta en la que le decía: “una guerra entre Austria y Rusia sería muy provechosa para la revolución en Europa. Sin embargo, es difícil pensar que Francisco José y Nicolás vayan a hacernos ese favor”. Pues se lo hicieron.

 

Procede aquí un breve excursus sobre otro azar aún más transcendente que los anteriores para el entonces futuro de Europa. En dos ocasiones, que sepamos, intervino el azar en esa Guerra de 1914 para evitar que Hitler, el chusquero, perdiese su vida, posibilitando así, voluntaria o involuntariamente, la inmensa barbarie futura del nazismo. Como relata una reciente biografía alemana de Hitler, dos veces tuvo que haber muerto, inevitablemente, ese Satán en las contingencias del combate, y las dos veces salió, inconcebiblemente, ileso. En octubre del 14 todo su batallón murió en una sangrienta batalla con una única excepción: él (“como por un milagro salí sano y salvo”, escribió). Un mes después, en noviembre, los oficiales de su regimiento se habían reunido en una tienda de campaña para decidir si le concedían a él, Hitler, la Cruz de Hierro por su valentía en el combate. Cae entonces sobre la tienda una granada. Y mueren prácticamente todos. Menos de dos minutos antes había abandonado Hitler esa tienda que había saltado por los aires. Se cumple aquí aquel terrible refrán castellano: “al potro que ha de ir a la guerra, ni lo aborta la yegua, ni lo come el lobo”. Dos veces, por lo menos, tuvo en su mano la historia la oportunidad de abortar a aquel demonio, y dos veces impidió que lo comieran los lobos de las balas o de las granadas.

 

 

La crisis de julio: 37 días sin tiempo

 

Como se ha repetido tantas veces, las balas de Sarajevo son los primeros disparos de la Guerra de 1914. 37 días después, sólo 37 días más tarde el mundo se encontraría, casi sin pensarlo, en la más atroz guerra. Y pasaría del más frívolo verano a la más enorme tragedia. En 37 días los ciudadanos se encontrarían en medio de un escenario dantesco de horror, terror, hambres, destrucciones, mutilaciones y miles de muertos. A esos 37 días de incertidumbres, inconsciencias, irresponsabilidades y atrevimientos que llevan  a la guerra la historia los conoce como la crisis de julio.

 

Esa crisis de julio es el intento de resolver problemas muy viejos en un tiempo cortísimo. Problemas acumulados y enquistados durante decenios tuvieron que resolverse en quince míseros días. Fue imposible. La crisis de julio es como una partida múltiple de ajedrez, en la que los cada vez más estresados jugadores van haciendo compulsivamente movimientos sin saber ellos mismos a qué juegan. Se aproximaron tanto y tantas veces al abismo que acabaron despeñándose. Esa crisis tuvo tres fases. Una primera, de análisis por Austria de posibles respuestas a Serbia. Una segunda, de aparente parálisis, pero en la que Austria decidió secretamente la respuesta. Y la última, de unos 7 días, en la que, entre acciones y reacciones, ocurre lo que ocurre siempre en estos casos: que las maquinarias bélicas adelantan a las acciones diplomáticas y la movilización militar lo vuelve todo irreversible.

 

 

Las cuatro irreversibilidades

 

En cuatro momentos fue posible todo: paz o guerra. En cuatro momentos existió, en diversas ocasiones, la posibilidad de evitar la Gran Guerra. En cuatro ocasiones las decisiones de los dirigentes contribuyeron, en virtud de determinados principios políticos, visiones nacionales, pompas históricas, soberbias personales, anacronismos estatales, pulsos o arbitrariedades, a echarle más gasolina al fuego. La bala de Sarajevo fue sólo el casquillo de la tragedia. La pólvora salió de ese complejo magma de propósitos y actitudes. No fue el azar, fue la necesidad impuesta por ese trasfondo lo que llevó a la inmensa tragedia. En cuatro momentos fue posible volver atrás, pero en cada uno de esos momentos los países saltaron hacia adelante cegados por una cruel y absurda fantasía: la esperanza de que la guerra resolvería todo cuanto no había resuelto la paz. La gran pregunta es: ¿qué los llevó a esa funesta decisión? Puede responderse muy clara y brevemente: su mala cabeza, su mala filosofía, sus malos sistemas, su desorientación histórica y sus malísimas decisiones.

 

 

Primera irreversibilidad: el cheque en blanco

 

Al día siguiente del atentado de Sarajevo, el jefe del ejército austriaco, el conde Franz Conrad von Hötzendorf, y el ministro de Exteriores, Leopold von Berchtold, se reúnen para decidir cómo responder a ese acto de terror. Conrad considera el asesinato razón suficiente para declarar la guerra a Serbia. Berchtold, más cauto, cree que deben evitarse decisiones precipitadas. Coinciden los dos, sin embargo, en un punto: hay que consultar a Alemania para saber si ella les proporcionaría protección en caso de que Rusia se mostrase dispuesta a ir hasta el final en su apoyo a Serbia. Aparecen aquí ya los dos jugadores principales de este peligroso juego y los dos grandes culpables: Alemania y Rusia. Sin ellos, no se hubiera llegado a la guerra.

 

En ese dilema, Alemania da un primer paso transcendente: asegura al hermano pequeño, Austria, que, haga lo que haga (“incluso aunque llegue a una guerra con Rusia”), puede contar con su apoyo incondicional. El káiser Guillermo II suelta entonces uno de sus repentinos exabruptos: “hay que acabar con los serbios, y rápido”. A esa incondicionalidad de Alemania se la conoce como el cheque en blanco. En un telegrama  –que confirma aquella frase genial de Kraus de que en esta guerra los telegramas eran armas– el canciller alemán escribe a los austriacos: “El Emperador Francisco José puede estar seguro de que Su Majestad (el Káiser) está en su línea y de que en virtud de su antigua amistad se mantendrá fiel al lado de Austria”. 

 

Ese cheque anima a Austria –ya bastante cegada y animada– a empecinarse aún más en el ansiado camino funesto. El 7 de julio el gobierno austriaco decide, en sesión histórica, emprender acciones militares contra Serbia, que debían comenzar con un ultimátum redactado en términos que fuesen totalmente inaceptables para los serbios. El 15 de julio el conde Alexander Hoyos, de antiguo y rancio origen español y jefe de gabinete de Exteriores, dice: “si de todo esto se deriva una guerra mundial, nos da igual”. Las armas debían acabar con los desafíos constantes de los Balcanes.

 

Pero entonces, durante unos quince días, del 10 al 25 de julio, la crisis se paraliza. Podría decirse que es la calma que precede a la tormenta. No se trata propiamente de una parálisis, sino de una teatralización. Para mantener secreta su estrategia, Alemania y Austria –en su alabada “lealtad nibelunga”– fingen que no va a haber respuesta. Deciden por tanto atrasar la entrega del ultimátum hasta el momento oportuno: que será cuando finalice el viaje que está haciendo el presidente francés, Poincaré, y su séquito, precisamente a San Petersburgo en visita a sus aliados rusos. Se hace eso con el fin de que los dos aliados no tengan ocasión de hablar personalmente sobre el ultimátum. El final de ese viaje estaba previsto para el 29 de julio, fecha en la que iban a regresar y regresaron a Francia por mar, con lo que les resultaría mucho más difícil mantenerse comunicados. Como así fue. Lo que causó no pocos problemas. Para disimular aún más, varios personajes importantes de la trama deciden irse de vacaciones: por ejemplo, el ministro de Guerra austriaco (Alexander von Krobatin) y el jefe del Estado Mayor del Ejército (Conrad). Desaparecen también las figuras centrales alemanas. El káiser Guillermo II navega en su yate, nada menos que del 6 al 27 de julio, por el Mar del Norte. El jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, Helmut Johannes Ludwig von Moltke, el joven Moltke, se va de cura al balneario de Karlsbad. Y muchos otros dirigentes europeos se van de vacaciones pensando –con esa frivolidad e inconsciencia únicas y propias de la época– que, como había ocurrido tantas veces, al final no pasaría nada.

 

Durante unos 15 días no se hizo nada, sólo corrían todo tipo de hipótesis, enigmas y rumores sobre cuál sería la reacción de Austria. Pero nadie fue capaz de darse cuenta de que, en sólo 15 días, toda Europa viviría una guerra de dimensiones nunca vistas. Gran lección sobre las capacidades de previsión humana en las crisis. En todas. También, como se ha visto, en las nuestras.

 

Especial cuidado procede tener en estos casos con los oráculos de los economistas, los aficionados a la economía o los cercanos a ella. Nada menos que el gobernador del Banco de Inglaterra, Walter Cunliffe, dijo en aquellas fechas que una gran guerra era imposible porque los alemanes carecían de crédito y no iban a encontrarlo. También el periodista inglés Norman Angell anunció, en un famoso y vendidísimo libro de 1911, La gran ilusión, que nunca podía volver a estallar una guerra, y lo vuelve a repetir en 1913 en una carta a los estudiantes alemanes, ya que en la era de la internacionalización, la estrecha unión económica y el entramado financiero era imposible que estallasen guerras mundiales, dada la intensa conexión económica existente entre los países potencialmente contendientes. Y más osado todavía fue el presidente de la prestigiosa Universidad de Stanford, David Starr Jordan, quien animado por las opiniones de Angell, dice poco después: “la gran guerra en Europa, que amenaza desde hace una eternidad, no llegará. Los banqueros no reunirán el dinero necesario para semejante guerra, la industria no la mantendrá viva, los estadistas no lo harán. No estallará una gran guerra”. Maravillosa capacidad de previsión de los humanos, especialmente de los más capacitados y especializados. En el fondo, se trata simplemente de falta de respeto a la historia. Y, seguramente, de miedo.

 

 

La segunda irreversibilidad: la nota/ultimátum de Austria a Serbia

 

Pasado ese tiempo muerto, Austria decide ejecutar lo que silenciosamente ya había decidido el 7 de julio y había transmitido secretamente a Alemania: presentar el ultimátum a Serbia. El 23 de julio a las 6 de la tarde un funcionario austriaco entrega, en mano, su hoy famosa nota/ultimátum, en la que en diez puntos enumera sus exigencias, casi todas de dificilísima aceptación. Y concede a Serbia 48 horas para responder. El ministro de Exteriores británico, Edward Grey, dijo que esa nota superaba todo cuanto él había visto hasta entonces. Y el ministro de Exteriores ruso, Sazonov, exclama: “es la guerra europea”. El 24 de julio circulan rumores de que Serbia va a aceptar el ultimátum. Muchos políticos en Europa terminan el día con la sensación de que la crisis se resolverá. El 25 de julio, sábado, el primer ministro de Serbia entrega personalmente a Austria su respuesta, que, en apariencia, expresa la aceptación de todas las exigencias, pero en realidad rechaza varias de las satisfacciones exigidas. Dos horas más tarde, el embajador de Austria y el personal de la embajada abandonan Belgrado. Grey hace distintos intentos de mediación, hasta cinco, con el fin de evitar la guerra. Pero el 28 de julio el emperador Francisco José, a pocos días de cumplir 84 años, firma, con una elegante pluma de avestruz, la Declaración de Guerra a Serbia, titulada A mis pueblos: “Era mi más ansiado deseo consagrar los años que por la Gracia de Dios me fuesen todavía concedidos a la tarea de la paz y a guardar a mi pueblo de los duros sacrificios y cargas de la guerra. Pero los Planes de la Providencia eran otros. Las provocaciones de un enemigo lleno de odio me obligan, por la salvaguarda del honor de mi monarquía, por la protección de su prestigio y posición de poder, por  asegurar sus posesiones, a tomar, tras largos años de paz, la espada”. Y finaliza así: “En este instante tan grave, soy totalmente consciente de las consecuencias de mi decisión y de mi responsabilidad ante el Todopoderoso. Lo he evaluado y sopesado todo. Con conciencia tranquila inicio el camino que me marca mi deber”. Lo sorprendente, una vez más, es que, siendo consciente de todo, no lo fuera de que en ese mismo instante estaba firmando la sentencia de muerte del propio Imperio Austro-Húngaro. El 29 de julio Austria bombardea Belgrado.

 

 

La tercera irreversibilidad: la movilización de Rusia

 

Rusia da, entonces, un paso irreparable. El 29 de julio el jefe de Estado ruso da la orden de movilización general. Cuando están a punto de transmitirla, el zar, dudoso tras recibir un telegrama de Guillermo II (uno de los famosos telegramas Willy-Nicky, es decir, Wilhelm y Nicholas), ordena paralizar el envío: “no quiero ser responsable de esta monstruosa matanza”. En vez de la movilización general ordena una parcial. Pero tras la intervención de sus asesores, especialmente el ministro de Exteriores Sazonov, el zar se vuelve, de nuevo, atrás: “tiene Ud. razón, no nos queda otro remedio que prepararnos para un ataque. Transmita mis órdenes de movilización”. Es el 30 de julio. Esa decisión desata respuestas que llevarán al estallido irreversible. El 31 de julio el consejo de ministros francés decreta, como aliado de Rusia que es, la movilización de Francia. Correspondientemente, el 1 de agosto, sábado, el káiser Guillermo II firma, a las 5 de la tarde, la movilización de Alemania. “Los franceses son una raza femenina, no varonil como los anglosajones o los teutones”. Ese mismo día, Alemania declara la guerra a Rusia. Días antes había afirmado a propósito de los intentos de mediación: “en cuestiones de honor y vitales no se consulta a otros”.

 

 

La cuarta irreversibilidad: el casus belli

 

Pero faltaba todavía el paso que volvería la situación absolutamente insalvable. El 2 de agosto Alemania supera la línea más roja de todas las líneas rojas de esa crisis. Exige a Bélgica derecho de paso hacia Francia. Para invadirla. El 3 de agosto, lunes, Bélgica rechaza esa petición alemana. Ese mismo día Grey habla por primera vez de la crisis ante la Cámara de los Comunes. Pide defender “los intereses británicos, el honor británico y las obligaciones británicas”. De pronto, y ante la inminencia de la violación del territorio belga, añade con ese punto de hipocresía que tienen siempre los británicos en estos grandes momentos: “¿Acaso nuestro país podría permanecer inmóvil mientras contempla el más espantoso crimen que jamás haya manchado el rostro de la historia, convirtiéndose así en partícipe del pecado?”. Y, enseguida, muestra la verdadera razón de su postura y decisiones. Gran Bretaña tiene que tomar medidas “contra cualquier engrandecimiento desmesurado de cualquier potencia, sea la que sea”. “Ni por un segundo creo que, si nos mantenemos al margen de esta guerra, seamos capaces, cuando acabe, de… impedir que toda Europa occidental caiga bajo el dominio de una sola potencia…, eso supondría sacrificar nuestro respeto, buen nombre y reputación ante el mundo, y comportaría las consecuencias más serias y graves”. La cámara responde con una aclamación atronadora. El día 3 el Times había escrito: “Europa será el escenario de la guerra más terrible jamás vista desde la caída del Imperio Romano”.

 

El 4 agosto, martes, tropas alemanas entran en Bélgica a las 8 de la mañana por Gemmerich. Ese acto marca la acción real de guerra. Primero, porque los ingleses habían señalado, repetidas veces, que el caso Bélgica pondría fin a su neutralidad, aunque los alemanes nunca acabasen de creerlo, incluso a pesar de que había montones de indicios y hasta hechos para pensar y estar hasta seguros de que eso sería lo que sucedería; después, porque empuja a muchos políticos británicos, aún indecisos, a inclinarse a la guerra, entre ellos Lloyd George, futuro premier en 1916; por fin, porque ese acontecimiento da a los británicos la convicción moral de que deben ir a la guerra. El rey Alberto de Bélgica solicita formalmente a mediodía a Gran Bretaña su apoyo en cuanto garante de la neutralidad de Bélgica. Después se dirige a sus parlamentarios: “Caballeros, ¿están irrevocablemente decididos a preservar intactos los sagrados bienes que nos legaron nuestros antepasados”. Todos contestan tres veces, “oui, oui, oui”.

 

En esa crisis de julio, Bélgica es el casus belli. Dicho de otra forma, es el Pearl Harbor de esta Primera Guerra Mundial: la acción sorprendent que decide la entrada definitiva de los británicos en la contienda, lo mismo que Pearl Harbor empujó a los estadounidenses a la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo día el káiser Guillermo II convoca a los diputados del Reichstag a su palacio. Se presenta con el envoltorio que más le gustaba, con sus mejores galas militares de caudillo supremo de Alemania: “Desenvainaremos la espada con la conciencia clara y las manos limpias”. El 4 de agosto se lee en la Cámara de los Comunes la orden de movilización dictada por el rey Jorge V. Y se presenta también el ultimátum del primer ministro Herbert Henry Asquith a Alemania, concediéndole hasta la medianoche del 4 al 5 para salir de Bélgica. Como cuenta Winston Churchill, con su habitual maestría narrativa en estas y otras situaciones, desde aquella misma sala en la que Nelson recibía sus órdenes se oye a la multitud cantar en la calle el God save the King. Luego, cuando en el carillón del Big Ben suenan las 11, se envía a todos los navíos británicos esta orden-telegrama: “Empiezan las hostilidades contra Alemania”. Se iniciaba con carácter general la Gran Guerra de 1914. Toda Europa, ricos o pobres, ancianos, jóvenes o niños, proletarios o burgueses, pesimistas u optimistas, iban a comprobar la verdad profundísima del bellísimo diagnóstico de Tocqueville: “en una revolución, como en una novela, lo más difícil de todo es inventar el final”.

 

 

 

 

 

Luis Meana Menéndez, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Entrevistó a Ernst Jünger con motivo de sus 100 años y ha traducido numerosos ensayos de los principales escritores y pensadores alemanes de los últimos decenios. Ha hecho ediciones de ensayos de Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger. Asimismo, es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini.

 

 

 

 

La Gran Guerra, por Luis Meana

 

Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I

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