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Mientras tantoespía contra espía

espía contra espía

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

para la historiadora Agadi Bedu y el profesor Julio Valdivieso,

enganches infalibles, volantes de supremo tino

 

Quien me conoce sabe que no soy aficionado a las mesas de novedades de las librerías, excepto si alguien de mi plena confianza me recomienda tal o cual libro recién publicado, o si se trata de una autor o autora que he leído y me ha gustado tanto como para cambiarme si no la vida, si algunas ideas o de plano prejuicios. Soy lo que en no sé qué galaxia llaman: un lector conservador de gustos liberales.

Debo, por lo tanto, a Julio Valdivieso haberme enviado un lindo y exacto pase al hueco al ponerme, no en los pies sino en las manos pues todavía no compraba mi propio ejemplar del tomazo al que no le sobra ni una sola de sus 655 páginas, Antes que nada, de Martín Caparrós, de quien como todo lector que se respete, desde luego había leído otros tochos de densidad respetable, por ejemplo esa gran crónica, Ñamérica, que es a la vez historia, reflexión histórica que los Scholars de toga y birrete llaman, pretenciosa y ridículamente, “comparatista”, y a no dudarlo un muy detallado, lleno de minucias y observaciones que medio ―o todo― mundo difícilmente registra y cuya lectura, que para mí que primero hice la América a bordo de cientos de autobuses Greyhound, a los dieciséis o diecisiete años, me puso el mundo de cabeza, un poco como dicen que hizo Marx con Hegel; está en un singularísimo lugar El hambre, otras más de 600 páginas que como otros lectores del libro con quienes conversé la experiencia, contiene información que, como “humanidad, nos debería ser indigerible; ya no cuento las correspondientes a El interior, el tipo de libro de viajes de tal único y peculiar carácter, que casi me mandó al exterior, a olvidarme para siempre de autores como Bruce Chatwin, Paul Theroux y compañía.

Y claro, o quizás, ya con La guerra moderna. Nuevas crónicas de larga distancia, empieza el descenso de los Himalayas; me refiero al no menos cuantioso cuerpo de sus novelas: Los Living, imprescindible al igual que A quien corresponda, la cual debió haber sido la primera de sus novelas que leí hace otra vida ―si la memoria no me falla pero ocurre que a la mía le llamo igual que el título de una novela de primer orden de Horacio Castellanos Moya, Tirana memoria, es decir que me falla todo el tiempo: no tengo ningún mando sobre ella, todo lo contrario; y está, desde luego, otra novela de Martín que me parece tan bien armada que, tengo para mí, es el modelo de lo que es o debería ser una novela: Todo por la patria, y la historia contraria me ocurrió con Echeverría, ese sí no un volado de Juan Valdivieso, sino un obsequio una noche que se presentó con S. para cenar en el piso que ocupo desde hace apenas unos meses: yo con los ingredientes listos pero con la cabeza metida de lleno en la conversación de Julio y S., que se extienden y ramifican como las del Doctor Johnson, por lo que terminamos saliendo en busca de unos tacos cuando las tripas apretaban y sin embargo no ocluían, en absoluto, el goce de la conversación.

Antes de hacer mención de otra novela de Caparrós que también tiene su propia historia, no sé si esto resulte oportuno o no, pero el punto aquí es que hace apenas una semana, infringiendo mis costumbres y prejuicios, fui y metí las manos en una mesa de novedades, ya lo dice la gente de bien, el ocio es la madre de todos los vicios, pero también de algunos buenos, en ocasiones excelentes descubrimientos.

Tal fue el caso de un librito de apenas cien páginas, escrito, por decirlo de alguna manera, por un autor, Sam Shepard ―más exacto sería llamarlo Artista, pues fue también un espléndido actor que se inició como tal con Michelangelo Antonioni, un prolífico dramaturgo, más de setenta obras de teatro, premio Pulitzer en 1979 por Buried Child y un sinnúmero de nominaciones a lo largo de cuatro décadas― que me resulta imprescindible y del cual he leído desde sus Crónicas de motel hasta sus desgarbadas crónicas, relatos, conversaciones y confesiones, Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera, sin duda alguna una obra y un personaje, Sam Shepard, esenciales para quien empezó a escuchar a Bob Dylan a los doce años, hace cuatro décadas, y considera su premio Nobel más que merecido.

En Espía de la primera persona, del cual no tenía ni la más remota noticia hasta que incurrí en la oportuna transgresión de mis testarudas ideas fijas, Sam Shepard recorre el camino que lleva a la enfermedad:

“Me hicieron todas esas pruebas. En mitad del desierto. El Desierto Pintado. La tierra de los apaches. Me hicieron análisis de sangre, claro está. Todo tipo de análisis para valorar mis glóbulos blancos, mis glóbulos rojos, el equilibrio entre unos y otros. Después me hicieron una prueba en la médula espinal. Me hicieron una punición lumbar. Me hicieron resonancias magnéticas. Me metieron en máquinas de resonancia magnética que les permitían explorar todo mi cuerpo para comprobar si había algún tipo de parálisis en huesos o músculos. Secciones transversales, capturas de varias capas de tejido. Rayos X. Imágenes fantasmagóricas. Buscaron signos degenerativos y todo tipo de cosas sin lograr dar con una respuesta, hasta que por fin un tipo, creo que era un neurocirujano, con cabello negro, bata blanca y gafas, me sometió a estímulos eléctricos con unas varillas de acero. Me inyectó una en cada brazo y a través de ellas pasaba la corriente eléctrica y yo sentía los calambres en los brazos. Él fue que explicó que algo no iba bien. Y yo le dije, bueno, ya sé que algo no va bien. ¿Por qué cree que estoy aquí? Él se limitó a mirarme con expresión neutra.

Por las mañanas desayuno en un garito mexicano. Enchiladas. Queso y huevos, Chile verde.”

El espía de Sam Shepard, la sombra de sí mismo, sin duda alguna el observador participante, experimenta algunas contrariedades al seguir y descifrar sus movimientos, cosa que por cierto le ocurre a cualquiera que utilice su cabeza para pensar, no para retacarla de mierda ultra-contemporánea, algo parecido a intentar ver a través de la memoria y los recuerdos y sacar algunas conclusiones ―cuando la memoria es un pozo de aguas turbias y los recuerdos son peces amorfos que ni siquiera Borges alcanzó a vislumbrar en su Manual de zoología fantástica: “él se pasa el día meciéndose. Eso es todo. Contando historias de un tipo u otro, pequeñas historias. Historias de batallas. De vez en cuando aparecen algunas personas y lo ve sentado en el porche en su mecedora, murmurando para sí mismo. Y se acercas y se sientan. Tal vez sea su hijo. Alto y desgarbado. Otro acaso sea su hija. Otras dos podrían ser sus hermanas. Entran y salen de las profundidades de la casa, pero desde esta distancia resulta difícil dilucidar qué tan profunda es la casa.”

Regreso a la novela, quizá el libro de menos extensión entre los de Martín Caparrós ―lo cual en sí no quiere decir nada: debí haber anotado eso desde el principio: ahora me siento el personaje aquel de la novela de Bohumil Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa, un pobre tipo cuyo trabajo consistía en triturar los libros que más le gustaban―, Una luna. Diario de hiperviaje, que yo pude leer en 2009, en su edición original después de intentar robármelo de una conocida feria del libro de la ciudad de México que no mencionaré porque la (des)república de las letras mexicanas tiene una memoria burocrática, posee un archivo que concentra lo mismo alguna cosa que se dijo en una presentación de un libro, que invenciones y fantasías que solamente existen en la sesera de algunos tristes y violentados sociópatas.

Una luna: con excepción del primer capítulo, los ocho restantes llevan por título el nombre de las ciudades en un par de continentes donde Caparrós ha trabajado, vivido y que por lo tanto le resultan familiares.

Se trata de una novela-diario fragmentaria, donde por ejemplo en el hiperviaje a París cohabitan pasajes de crónicas con las reflexiones y consideraciones al margen que va apuntando Caparrós: “Uno lo sabe, pero es molesto recordar que la vida es la potencia destructora […] cuando vengo a estas ciudades donde viví ―París, Madrid, Nueva York― me resulta cada vez más difícil de los circuitos que el tiempo y la costumbre me fueron imponiendo. Parece como si, en ellas, sólo pudiera repetir, revisar, respirar, ¿revivir? Pura melancolía.”

En su paso por Ámsterdam proveniente de Monrovia, intercala pasajes de historias de la inmigración norafricana, las dificultades, o mejor dicho las formas de confrontación y falta de integración entre los inmigrantes y los habitantes de la ciudad, Martín hace un apunte personal que es tan verídico como fáctico, una nota que puede ser motivo de aliento y ánimo ―ir en busca de esperanza es jalar el asunto más de la cuentas, ir demasiado legos―, e igualmente una  severa deriva hacia el pavor y el miedo ante el futuro, la definición misma de la incertidumbre que se encuentra allá, más adelante: “Ver cómo se transforma algo que parecía inmutable es muy impresionante. Y me sirve para aprender ―para seguir aprendiendo― que nada es inmutable de verdad: que todo siempre muta.”

Sin pretender subrayar el sufrimiento que causa la mutación en su modalidad de enfermedad crónica, hay un co-relato, duro y áspero como la matazón en un frente de guerra, entre Caparrós ―quien antes, muchos años antes, escribió en Una Luna: “No hay nada más brutal, más cruel que entender que podría haber sido tantos otros.” ― y aquello que observa el espía desde el otro lado de la calle, que registra casi hasta el morbo o la irreparable irrealidad, los pocos y dolorosos movimientos que con muchs dificultades intenta Sam Shepard:

“Se pasa el día comiendo queso y galletas saladas. Té helado, lo bebe a sorbos. Pero tiene algún problema en las manos y en los brazos. Me he fijado en eso. Manos y brazos no le funcionan bien. Utiliza las piernas, las rodillas y los muslos para acercarse los brazos y las manos a la cara para poder comer el queso y las galletas saladas. Parece que tiene que ir al baño o algo así e nforma periódica. Se pone en pie. Cuando lo hace se tambalea. Parece que va a caerse. Amenaza con desmoronarse […] Se tambalea de un lado a otro. Hace señas. Parece que va a caerse en cualquier momento, pero eso no llega a suceder […] Cuando vuelve a salir, a menudo por la misma persona, cogidos del brazo, le suben o le bajan la cremallera. Le suben la cremallera de los pantalones. En otras palabras, ha realizado un acto muy íntimo […] Lo ayudan a recomponerse y lo vuelven a dejar en la mecedora. Lo ayudan a sentarse con suma delicadeza, aunque hay un momento en que se deja caer hacia atrás, jadeando y boqueando. Dice: Cuánto más incapacitado estoy, más alejado de todo me siento. ¿Estoy viendo todo esto? […] Por qué estoy tan interesado en todo esto. ¿Es pura curiosidad o hay algún otro motivo? Por ejemplo, ¿me ha contratado una misteriosa agencia de detectives? ¿O es todo esto puro azar?”

El observador de ambos observadores ―no lo llamaré detective salvaje porque esa distinción les pertenece de manera exclusiva a Serge González Rodríguez y Roberto Bolaño― piensa, opina que sí, que ambas posibilidades ocurren: de hecho, ambos personajes comienzan a fundirse en uno solo: “No puedo evitar percibir cierta similitud entre él y yo. No sé muy bien de qué se trata. A veces parece que somos la misma persona. Un gemelo perdido. Las cejas. El mentón. Una oreja retorcida. Las manos en los bolsillos. El modo en que los ojos parecen al mismo tiempo seguros y perdidos.”

Incluso el espía de sí mismo, en sus afanes detectivescos, determinados quizá por el azar, por ese trasunto vital e haber podido ser otro u otros, hace evocaciones que recuerdan a Arturo Belano, por ejemplo de Pancho Villa:

“Hay un bulevar Dolores del Río en el centro de Durango. Por si a alguien le interesa saberlo. En cualquier caso, justo después de terminar la Revolución mexicana, Pancho Villa se retiró a una hacienda a las afueras de Durango. Resultó que ya no representaba el corazón de la revolución. En el sur había un indio llamado Emiliano Zapata que tenía más relevancia política. Pancho Villa tenía su hacienda y un Dodge marrón con chófer y un montón de guarda espaldas. Villa iba regularmente a la ciudad para sacar oro del banco con el que pagar a la gran cantidad de peones y de gente que trabajaba para él en la hacienda. Así que un día decidió ir al banco. De modo que partieron en el Dodge y llegaron a la ciudad de Durango, México, y fueron al banco y salieron con sacos de oro para pagar a los peones. Y de pronto apareció un chaval de nueve o diez años […] Se plantó ante el Dodge agitando los brazos huesudos y diciendo: «¡Pancho Villa, Pancho Villa! ¡Saludos Pancho Villa!». Y esa era la señal para que los asesinos saliesen de su escondrijo y disparasen a Pancho Villa en su Dodge marrón hasta matarlo. Fue la última vez que se oyó mencionar su nombre.

Durango sigue ahí, el desierto sigue ahí, México sigue ahí, pero todo ha cambiado.”

Vaya qué si las cosas han cambiado, al menos en mi caso vivo, como céleremente escribió Quevedo: “soy un fue, y un será, y un es cansado”, si bien no enfrento ―no todavía― el fallo de mi destino, las fallas crónicas que, lo sé bien, me esperan como zopilotes volando y dando giros en los cielos azules del desierto, a la espera de una buena carroña.

Hay en Una luna, una micro-macro-cápsula, que nadie vaya a creer que se trata de una síntesis ni un comprimido como si se tratara de una aspirina, de muchas cosas dichas y escritas y alargadas, en Antes que nada y cuyo planteamiento mismo, el recio y valiente carácter que mantiene en pie ese vasto libro, encuentro también en este Diario de un hiperviaje como una invitación a dejarse ya de niñerías: “Adultarse es eso: adulterarse, empezar a saber que lo que uno ha supuesto para su vida no va a ser su vida. Que uno se imagina que tal o cual van a durar y no duran. Que cualquier pena se va desdibujando, aunque parezca eterna.”

Adulterarse significaría, entonces, que hay quebrantos y cavidades al interior de uno, donde anida la destrucción ―forever and ever, siempre y para siempre.

Tanto Martín Caparrós como Sam Shepard, cada uno a su manera, eligieron ponerle frente a su desaparición, o bien fue el azar, quien siempre lleva razón en casos tan semejantes como disímiles. Soluciones distintas que, pasada la tormenta, son una y la misma.

Al final del que se anuncia como el testamento literario ―vaya ridiculez, como si Espía de la primera persona estuviera escrito en piedra y no tuviera en cada uno de sus lectores a una multiplicidad de albaceas―, quienes se encargaron de lograr este libro de Sam Shepard, hecho, montado, ensamblado con luces y sombras, principalmente, escribieron no un epitafio o inscripción en una lápida, sino su inicio y su fin simultáneos. Todo muta, de ida y vuelta, al menos hasta que lleguemos al extremo último del infinito:

“Sam Shepard empezó a trabajar en Espía de la primera persona en 2016. Escribió las primeras páginas a mano, dado que ya no podía utilizar la máquina de escribir debido a las ulio de 20complicaciones de la ELA. Cuando le resultó imposible seguir escribiendo a mano, grabó partes del libro, que después transcribió su familia. Dictó las últimas páginas cuando grabar empezó a resultarle demasiado difícil. Patti Smith, la amiga de toda la vida de Sam, lo ayudó en la revisión del manuscrito. Sam repaso el libro con su familia y dictó las últimas correcciones unos días antes de fallecer el 27 de julio de 2017.”

Sea. Es tiempo de adultarse, precisamente porque no hay más tiempo. O cuánto tiempo queda. Imposible adivinarlo.

 

 

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