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ArpaFinal de viaje en Trieste

Final de viaje en Trieste

He recorrido cientos de veces el trayecto desde Barcelona a Cerbère en tren regional. Lo mío son los lugares frontera. Me encanta cruzar esas líneas, en ocasiones, imaginarias; en otras, reales y físicas. Hace mucho, volvía del Festival de fotoperiodismo Visa pour la Image, en Perpignan, y me ocurrió algo que me ha venido a la memoria. En una de las huelgas de cheminots, la SNCF (Société Nationale des Chemins de Fer Français) puso autocares a disposición de los viajeros hasta la frontera. En Cerbère, la gendarmerie hacía el ingrato trabajo de registrar a quienes seguían camino hacia España. Al hombre que había viajado a mi lado y con quien había charlado amigablemente le encontraron, en el bolsillo interior de la cazadora, un paquete rectangular envuelto en un papel opaco. No opuso resistencia cuando se lo llevaron, al paquete y a él. Me quedé estupefacta. “Le van a caer unos cuantos años”, musitó otro hombre más joven que había seguido la escena de cerca y con quien anduve después por las montañas hasta Portbou porque o no existía servicio de taxi en aquel momento o no teníamos dinero para pagarlo, que es lo más probable. Lo alucinante de aquella vuelta fue el relato del joven. Se dedicaba al desembarco de migrantes que llegaban a Italia procedentes de diferentes puntos de África. No existía, entonces, ni Open Arms ni otras oenegés que han hecho visible una lacra de la humanidad: el tráfico de personas. Trabajaba para las mafias y lo contaba como el que ficha cada mañana en una oficina gris y anodina. Evoco la anécdota para subrayar que entonces y todavía hoy es posible viajar con incertezas, guiados por el azar del destino.

Después del regional hasta la frontera, existe un tren nocturno a París y se pueden escoger literas, solo mujeres o, en un descuido a la hora de adquirir el billete, que el compartimento sea mixto, como fue el caso. La SNCF tiene el detalle de regalar una bolsita de tela con un cepillo de dientes, unos anteojos, una toallita húmeda y, lo mejor, unos tapones de espuma para los oídos. Se puede dormir bien.

París preolímpico con el centro sitiado. Los turistas y no turistas muestran un pase para acceder a los aledaños de Nôtre Dame. Una peluquera, en un receso, enciende un cigarrillo en la calle. “Ni los comerciantes de la zona hemos recibido una notificación clara con las restricciones de paso. No sabemos cuándo nos tocará cerrar. Nosotros todavía, porque acordamos las citas con nuestra clientela día a día, pero los restaurantes están desesperados porque no pueden hacer previsiones de compras para preparar los plats du jour”.

Bello monumento gótico, imagen inconfundible de la ciudad con permiso de la Torre Eiffel, 700 millones de euros invertidos en la reconstrucción… Consuela saber que durante cinco años 2.000 familias se han alimentado de las obras.

Desde la capital francesa, viaje en tren hasta Bruselas. Visita al Consejo de la Unión Europea y el Parlamento, de la mano de Sanda, de 47 años, rumana, funcionaria de la Unión a quien conocí en la lectura de tesis de una amiga común, sobre Jorge Semprún, presentada entre otros por el historiador Antonio Elorza. “Nunca volveré a vivir en Rumanía –reveló–. Allí sería vista como una rica, una privilegiada. No lo soportaría”.

Hace una década que Sanda reside en Bruselas. Cruzamos salas y estancias vacías de unas instituciones sin actividad parlamentaria ese día y de dudosa función pública viendo cómo está el mundo. La experiencia es tan interesante como apabullante: intuir el ingente capital destinado a mantener edificios de la política europea produce cierto estupor. “Francia no quería renunciar a tener sede en el país y presionó para que doce veces al año la maquinaria parlamentaria se traslade a Estrasburgo”, cuenta. En consecuencia, durante tres o cuatro días se reúnen allí cientos de diputados y funcionarios, con gastos pagados. Cierto es que la UE ha hecho posible acuerdos como Schengen (justamente Rumanía y Bulgaria han ingresado en este espacio) o una moneda única, pero también lo es que las condiciones no son las mismas para los 27 estados miembros. De hecho, Bulgaria, Chequia, Hungría, Polonia, Rumanía y Suecia conservan una moneda propia. La UE ha facilitado el desarrollo de bastantes países; sin ir más lejos, España, en su momento. Mi amiga denuncia un trato desigual entre el cuerpo de funcionarios, según el origen territorial: “alemanes y franceses tienen más posibilidades de promoción que personas como yo, de los antiguos países del Este”.

Pero vayamos al objeto de esta crónica: relatar el salto hacia una parte de la vieja Europa. Constanţa y Bucarest; Budapest, Viena y la ciudad del título, crisol de culturas y punto de encuentro de varios mundos, para dejar constancia en esta fronterad, de que todavía subsisten nostalgias imposibles como la de un joven que vestía una camiseta del dictador Ceauşeşcu en el andén de una estación rumana, a la luz tenue del atardecer, de camino a Budapest. No nos avancemos y sigamos los hechos de forma cronológica.

Leus y comunidad gitana

Constanţa es la tercera ciudad de Rumanía en número de habitantes y en influencia económica en el país. Se levanta en la costa del mar Negro y es punto de partida para viajes por la desembocadura del Danubio, desaconsejados en estos tiempos convulsos (¿hay alguno que no lo sea?) en que Sanda me avisa de que el ejército ruso ha enviado drones sobre las aguas del mar Negro, una información no contrastada, pero verosímil.

Visitamos el Muzeul de Artă Constanța, con obras contemporáneas (1840-1950) de pintura y escultura; la Marea Moschee, la mezquita desde cuyo alminar, de casi cincuenta metros, se obtiene una vista panorámica del casco antiguo, el puerto y el mar Negro. Después de descender los 144 escalones, pienso en la excepción de pagar en un lugar de culto religioso, ni que sean 6 leus, que al cambio en euros resulta una ridiculez. El tercer edificio de interés es el Muzeul de Istorie Naționalăși Arheologie, abrumador en su contenido, desde piezas de origen romano, griego, fenicio, hasta documentos, fotografías y testimonios históricos de la vida política, económica y cultural reciente de Dobruja, el gulag comunista en la región, que se reparte entre Rumanía (septentrional) y Bulgaria (meridional). Esta revisión histórica no será la única durante la estancia en el país, ya que en Bucarest visitaré un museo, del que daré cuenta más adelante.

Acompaño a Sanda a una entidad bancaria porque tiene que hacer unas gestiones, se supone que rápidas, y también para cambiar euros por leus. La calma y la lentitud de las empleadas, como si no hubiera nadie esperando, hace pensar si en esa manera de trabajar subyace un poso de la maquinaria funcionarial de tiempos no tan lejanos. Un leu equivale aproximadamente a 0,20 euros, así que salgo con un fajo de viejos billetes y poco dinero.

Por la noche, el puerto deportivo y el centro histórico hierven de gente. Constanţa es una ciudad turística, con Mamaia, a tres kilómetros, que vendría a ser la Manga del Mar Menor rumana: una franja de arena fina entre el mar Negro y el lago Siutghiol (lago de la leche), hoy repleta de pisos de apartamentos y hoteles, donde la población rumana del interior veranea. Pero para ambiente familiar el de Eforie Sud (también hay Eforie Nord), donde se puede llegar en un tren repleto de gentes de todas las edades para embadurnarse de barro (namol), en unos baños que cobran 17 leus. Una zona es para hombres y otra para mujeres. Es un gozo aplicarse el lodo por todo el cuerpo, incluida la espalda, ya que una mujer se ofrece a ello, en un ejercicio de comunicación no verbal y de complicidad femenina, y donde soy la única guiri. Me hacen fotos con mi viejo móvil y reímos como si un paréntesis de bienestar se hubiera abierto en el mundo.

A la vuelta en tren converso en mi limitado inglés con un joven estudiante y trabajador que se interesa por si existe una comunidad rumana donde vivo. Hace quince años la derecha de mi ciudad utilizó un discurso racista para confrontar a la comunidad gitana rumana con la local con fines electorales. Su equipo repartió miles de folletos propagandísticos en que vinculaba a la población gitana rumana con la delincuencia. Xavier García Albiol consiguió entonces su objetivo y hoy en día vuelve a gobernar Badalona, la tercera ciudad catalana en número de habitantes. El joven explica que “la imagen que se tiene de los gitanos de Rumanía es errónea: entre ellos hay gente adinerada y de los que se han ido muchos quieren volver, al igual que otros rumanos”. Esta última idea queda corroborada durante una conversación días antes con una mujer que viajaba en el autobús de Bucarest a Constanţa. Vive a las afueras de Madrid. “Cuando nos jubilemos, volveremos a nuestro país. Venimos de vacaciones y estamos rehabilitando la casa del pueblo”.

Dejo Constanţa, la ciudad que para el periodista Robert D. Kaplan (Nueva York, 1952) fue un “gozne en la evolución de Rumanía”, según relata en el espléndido libro A la sombra de Europa. Rumanía y el futuro del continente (2016). “En el otoño de 2013 pasó por un proceso de destrucción, abandono y renovación urbana a gran escala, todo al mismo tiempo (…). Las calles del centro de la ciudad eran intransitables y una gruesa capa de polvo cubría todo, en especial los alrededores de la famosa estatua del poeta latino Ovidio, que cumplió allí el exilio decretado por el emperador Augusto en el año 8. Había pocos lugares en los que reunirse y tomar algo, puesto que la mayor parte de la ciudad estaba en obras. Pese a todo, aquello implicaba progreso. Porque con importantes yacimientos de energía en el litoral, un complejo portuario moderno de grandes dimensiones, un centro de comercio internacional en proceso de construcción (…), aquel tumulto de ingeniería era necesario para una ciudad latente, en vías de renacer, que yo sabía que en unos años me resultaría irreconocible”. Kaplan acertó en sus previsiones.

 

Las librerías de Bucarest

El amigo Xavier Montoliu Pauli (Badalona, 1968) traductor al catalán de grandes autores rumanos como Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), Norman Manea (Suceava, 1936) y, entre otros, Marin Sorescu (Bulzeşti, 1936-Bucarest, 1996) recomienda lugares de interés en la capital y, contundente, desaconseja uno en particular: “No visitaría el actual Parlamento, antigua Casa Poporului, el palacio del dictador”, en el cual nunca llegó a residir, paradójicamente. Tras el Pentágono –comenta– es la segunda construcción de oficinas gubernamentales más grande del mundo y ello prueba las ínfulas de grandeza de los Ceauşeşcu.

En la obra citada, Kaplan dedica dos capítulos al Bucarest que descubrió en 1981 y al que volvió en 2013, respectivamente. Entretanto, viajó en varias ocasiones, pero desde 1984 hasta la caída de la dictadura no pudo regresar al país por haber publicado que Ceauşeşcu estaba destruyendo una amplia zona de la ciudad, diez mil edificios en total, donde previamente las fuerzas de seguridad habían saqueado iglesias ortodoxas, monasterios, casas del siglo XIX, sinagogas. En su lugar se levantarían lo que hoy llamamos centros cívicos y bloques de corte estalinista, que muchas ciudades conservan en pleno siglo XXI. Por cierto, Kaplan apunta en su libro que fue Nikita Jruschov quien, en 1954, un año después de la muerte de Stalin, promocionó la “industrialización de la arquitectura” volcándose en lo prefabricado y en el hormigón armado que años después desfiguraría Bucarest.

En el capítulo de 1981 justifica la diferencia entre Rumanía y países vecinos: “Mientras que en naciones como la polaca o la húngara existían figuras como los comunistas liberales y los reformistas, que hacían las veces de oposición extraoficial, en Rumanía solo había un grupo muy reducido, que se aseguraba de mantener las cabezas gachas y los ojos cerrados. Apenas asomaron hasta los últimos años de la década. Según algunos informes, se había ordenado proceder al registro de todas las máquinas de escribir en manos de un particular, junto a las huellas digitales del propietario, para acabar con las fuentes de literatura contrarias al régimen”.

El lunes es un mal día para las visitas. El Museo Nacional de Historia de Rumanía, entre otros, está cerrado. En el centro histórico camareros y personal de bares y restaurantes permanecen en las terrazas, a la sombra, con el móvil en la mano, en una imagen viva de lo que puede significar el hastío. Al final de un pequeño callejón, se encuentra el Museum of Communism, de titularidad privada, un piso cuyas estancias principales recrean la vida cotidiana de la población durante la dictadura. Los paneles informativos recorren la historia desde la ciudad donde empezó la Revolución, hace poco más de 35 años, Timişoara, hasta la llegada de la democracia, con fotografías y documentos de la época, aunque algunos sean copias burdas de papeles oficiales. Una imagen icónica me devuelve a la adolescente que un día fui y que entonces, ahora también, me estremece horriblemente: el matrimonio Ceauşeşcu asesinado, cuerpos unidos… una fotografía publicada en todas las portadas de diarios y difundida en televisión, en documentales posteriores, en libros de historia. Siempre la misma. Obviamente, es una emoción extraña, contradictoria, porque está muy lejos de la empatía ideológica, pero en esa imagen hay algo de barbarie, un peldaño más del fracaso de la humanidad.

En las calles de Bucarest es evidente el contraste de edificios modernos y otros que llevan a pensar que si algún día hay que okupar un piso este es el lugar: hay muchas fincas antiguas, decadentes y, a juzgar por el deterioro, no parece que vayan a ser rehabilitadas. La ciudad parece fría, distante, algo triste, con mucha contaminación acústica, no digamos medioambiental. Pese a los indudables cambios de la capital, Robert Kaplan señala que “las décadas del comunismo lo pulverizarían todo; en 2013, Bucarest aún estaba en proceso de recuperación”.

Suerte de las librerías. Entro en la que se considera una de las más bellas de Europa, la Cărtureşti Carusel. La planta baja del establecimiento está concebida como una apuesta comercial, más para el beneficio económico que para la divulgación cultural. Lo triste del asunto es que se está generalizando este concepto de librería-tienda de regalos, con una planta baja donde se puede encontrar no solo material de papelería sino también vajillas, bolsos y toda la mercadotecnia imaginable para el turismo. Vienen a ser como algunos quioscos del centro de Barcelona, donde la prensa es residual, pero te puedes llevar un café recién hecho.

En las plantas superiores, me intereso por libros de Monica Lovinescu (Bucarest, 1923-París, 2008), periodista, crítica literaria, escritora y, ante todo, una referente antifascista en el exilio, entre 1945 y 1989. Me quedo con Una historia de la literatura rumana en ondas cortas: 1960-2000 (Humanitas, 2014), en la lengua original, una apuesta segura para el amigo Xavi.

Lovinescu fue una de las voces más importantes del servicio rumano de Radio Europa Libre. Hija del crítico literario Eugen Lovinescu y de la profesora de francés, Ecaterina Balacioiu, cuya historia es conmovedora: nació en 1887 y trabajó como profesora de francés. A partir de 1947, mantiene una correspondencia constante con su hija, que se ha ido a París con una beca de doctorado. La Securitate persigue a Ecaterina desde 1955, la detienen en 1958, la condenan a 18 años de cárcel por “discusiones hostiles contra el régimen democrático de la RPR [República Socialista de Rumanía]”. Tiene 71 años y le niegan la medicación que necesita. Muere en un hospital penitenciario en 1960. Madre e hija no pueden despedirse en vida.

Monica Lovinescu realizó programas culturales y políticos, algunos junto a su marido, el también escritor y periodista Virgil Ierunca, y se convirtió en una de las estrellas de la emisora por sus comentarios y críticas pertinentes. Fue silenciada por la dictadura, con una campaña de difamación en la prensa. Pudo volver a Rumanía tras la caída de Ceauşeşcu, aunque siguió viviendo en Francia hasta su muerte. De las obras de Lovinescu no hay traducciones al castellano. En cambio, de Ierunca se puede leer el estremecedor relato El experimento Piteşti (2019), en traducción de Joaquín Garrigós (Orihuela, 1942-2024), sobre la reeducación comunista en el penitenciario de esta ciudad (Piteşti) cercana a Bucarest.

Otra librería reconocida, la Humanitas, también dispone de expositores con neceseres, paraguas, bolsos y… libros, claro. Al final, adquiero una bolsa de tela con el nombre de Rumanía y la imagen de un oso, animal protegido en Transilvania.

Ya en la estación de Bucarest, la Gara de Nord, el ajetreo de gentes diversas, tan propio de este tipo de lugares, se siente vivamente porque los andenes a las vías son bastante estrechos y del vestíbulo emanan pasillos y galerías con decenas de puestos de venta donde adquirir dulces típicos y toda suerte de bocadillos, bebidas y artículos de entretenimiento para ir bien equipados hasta el destino final.

El tren a Budapest recuerda al sevillano que llevaba cada verano a miles de personas a pueblos de la entonces Castilla la Mancha o Extremadura, donde se encuentra, recóndito, el de mi familia materna. Hoy en día se puede visitar uno de aquellos vagones en el Museo de Historia de la Inmigración de Catalunya, en la localidad de Sant Adrià de Besòs, que linda con Barcelona.

El viaje se iniciaba un día por la tarde y acababa la noche del día siguiente. Exigía una parada en Alcázar de San Juan (Ciudad Real), nudo en el entramado ferroviario, en la que daba tiempo a apearse del tren y pasear por los alrededores. Solían anunciar el cambio de vías por megafonía y se podía alargar un par de horas. Imagínense un viaje sin pantallas. Ocho personas sentadas en un espacio reducido que viajaban desde Catalunya cada verano a los pueblos. Tiempo para conversar, leer, coser, compartir la comida elaborada en casa. Los recuerdos son muy agradables porque ir en tren era una aventura más alentadora que el ritmo lento y la letargia que esperaban en el pueblo, donde las tardes de siesta obligada eran eternas y se salía “al fresco” después de la cena.

 

Cuatro viajeros en tren hacia Budapest

Todavía luce el sol en un atardecer de agosto cuando el tren de Bucarest a Budapest parte. Hay muchas horas por delante y en el pasillo del vagón coincidirán un francés, un noruego, una rumana de la minoría húngara y la autora de estas líneas.  El revisor pide la documentación y se queda con el billete. “Normativa de la policía fronteriza; luego los devolvemos”.

El francés es parisino y se llama Flaurent. En una de las primeras paradas, observamos atónitos a un joven, de unos veinte años, que viste una camiseta (blanca) con el rostro grande e inconfundible del dictador Ceauşeşcu (en trazos oscuros). ¿Hemos visto bien? Flaurent dice que no puede ser. Viene de caminar durante una semana por Transilvania, con guía y un grupo de personas. Los demás huían de los Juegos Olímpicos, como él, y han vuelto en avión. Conversamos en francés hasta que unas estaciones más adelante se incorpora una mujer extrovertida, una rumana que vive en Austria hace diez años. Habla un inglés perfecto y también castellano, que aprendió cuando era joven y lo mantiene gracias a series que, según cuenta, ve por internet. Viaja con sus hijos. Comentamos la escena de hace unos quince minutos en el andén de la estación anterior. “Más que nostalgia del pasado, lo evidente es que la Rumanía actual tiene diferencias sociales y económicas muy marcadas, algo que no sucedía en la dictadura”.

El noruego será el último en incorporarse. Ha trabajado como técnico de sonido en un festival de música. Habla español porque estuvo casado con una catalana. La conversación y traducción simultánea se entrecruzan en inglés, francés y castellano.

Los compartimentos son una suerte de metáfora de la realidad de nuestros países de procedencia. En el compartimento del francés y el noruego hay un lavamanos y una ducha. En el mío, solo lavamanos. En el de la familia rumana, no hay ningún servicio extra, solo las literas. Reímos cuando nos colamos en los diferentes espacios. No llega a ser como la mítica secuencia de Una noche en la ópera, de los hermanos Marx, pero el efecto de las tres visitas continuas se asemeja a la célebre película de 1935, aunque sin el servicio de cena ni nadie que quiera hacer la manicura.

De madrugada, me despierta un policía. Solicita la documentación. Un poco más tarde, otro agente vuelve a golpear la puerta y, aparte de revisar el DNI, repasa todo el compartimento con un aparato que emula al de los buscadores de pequeños tesoros ocultos en la arena de la playa. Todo ocurre de manera desconcertante y siento un punto de humillación.

Pero la indignación es mayor en el exterior de la bellísima estación de Budapest. Mientras intercambiamos los contactos, tres agentes de la policía –dos hombres y una mujer– se acercan. “¡Documentación!”. Se supone que es pura rutina, pero me parece un gesto desafiante. ¿Porque estábamos parados y con mochilas? –pregunto al francés. “Por tu aspecto, podrías ser rumana gitana”, contesta de manera provocadora. En cualquier caso, es como si tuviera al mismísimo Víktor Orban pidiendo papeles. Bienvenidos a la nueva Europa, en la ciudad de las islas Buda y Pest, la de los balnearios de aguas sulfurosas y calientes, la turística que vive de cara al Danubio en todo su esplendor.

Con el colega francés acordamos vernos por la tarde. Detesto que me envíen ubicaciones digitales que suelo interpretar al revés, así que quedamos delante del Parlamento. Hasta ese momento, dejaré el equipaje en el albergue y me echaré a las calles para descubrir el ritmo trepidante de una ciudad animada, amable, variopinta, en la antítesis de lo que me ha parecido Bucarest.

El Hungarian National Museum es muy recomendable. Recorre la historia del país desde la época romana hasta la caída del comunismo, con una reproducción de la mano de Stalin como emblema del fin de una era. El ambiente minimalista de ciertos espacios recuerda al Museo Nacional de Arqueología Subacuática de Cartagena, donde una tarde hace siete u ocho años me refugié de la lluvia torrencial que caía (y ya es raro) en la ciudad murciana. Espacios cuidados con esmero y con toda suerte de detalles.

En los días siguientes nadie me abordará para exigirme quién soy. Aun así, tendré presente en todo momento las amistades peligrosas entre el ultraderechista Fidesz, de Orbán, y los muchachos de Vox, y que el presidente húngaro sea el mejor aliado en Europa del actual presidente estadounidense. No obstante, la buena noticia es que el partido húngaro termina 2024 debilitado, según el portal El Electoral, desde que alcanzara el poder en 2010, debido a la formación anticorrupción Respeto y Libertad (TISZA), liderada por Péter Maqyar, un antiguo hombre de confianza de Orbán y, por tanto, de dudosa alternativa.

Con Flaurent comemos en el Mercado central, en la plaza Fovám, el más cosmopolita de la ciudad, impresionante por su arquitectura gótica. Nos mezclamos entre olores de especias, ristras de pimientos paprikas y de humeantes platos preparados in situ. Degustamos el popular goulash en un restaurante de mesas con manteles de cuadros blancos y rojos. Nos despedimos en ese entorno con la previsión de que nos encontraremos en Viena.

 

Bañarse en el Danubio

Hay una ribera en el arrabal de Budapest que no parece que sea ciudad. Se llega en metro y ante la duda de qué margen del Danubio es el mejor para bañarse se preguntará a la primera persona que se encuentre. Y le responderá que la menos contaminada es donde haya gente dentro del agua. Playa de verano y lugar asiduo de reunión los domingos de todo el año de familias de orígenes diversos, ni turistas ni húngaras, en un espacio propicio al descanso, el ocio y las comidas elaboradas en casa que luego los adultos se apremian en disponer sobre hules en la hierba mientras chiquillos ruidosos alborotan alrededor.

El agua está algo fría (para mi gusto), pero la experiencia es placentera, no tanto porque tras el Volga es el río más largo de Europa, 2.850 kilómetros que recorren una decena de países, sino porque mientras me atempero releo fragmentos al azar de El Danubio (1986), de Claudio Magris (Trieste, 1939), un libro difícil de clasificar, una obra quijotesca, llena de erudición, sensibilidad y, sobre todo, buena literatura. En el apartado intitulado La biblioteca del Danubio, el autor italiano recuerda que Georg Luckács (Budapest, 1885-1971), el filósofo que “ha buscado la unidad entre la realidad y la razón”, vivía en el quinto piso del número 2 de la Belgrád Rakpart, al lado del Danubio, pero añade que seguramente no lo apreciaba, “insensible como era a la naturaleza”. Me produce extrañeza que alguien no sienta atracción por el mar, por un río o por un río que es como un mar. En cambio, para Magris el río “aunque solo sea el superior, está, no desaparece, no promete lo que no mantiene, no abandona, se desliza fiel y comprobable; no conoce el azar de la teología, las perversiones ideológicas, las desilusiones del amor. Está aquí, tangible y verídico, y el devoto que le dedica la existencia la siente fluir armoniosamente e indisolublemente unida al fluir del río. Esta armonía constante hace olvidar que ambos, el dios fluvial y su fiel, descienden hacia la desembocadura”.

El río en la ciudad es omnipresente y arrollador, pero hay otros lugares también muy bellos como Budapest-Keleti, la principal estación de ferrocarril en el lado Pest de la ciudad. Solo por verla ya vale la pena viajar a Hungría. Desde Keleti parten los trenes hacia Viena, próximo destino. Un despiste en el metro puede llevar a una estación equivocada. Tomar un taxi es infructuoso en un tráfico denso y desesperante. Mi tren se va, yo me quedo. En la oficina de información una empleada me indica que tendré que comprar otro billete, pero en ventanilla miran horarios y me aseguran que puedo viajar en el siguiente tren, que no hay problema. Luego, ya en territorio austríaco, un revisor italiano que habla español y vive en Viena sonríe: “¿y no te han dado ningún resguardo? ¡En Hungría funcionan así!”.

 

Un café en Viena

Viena por la noche tiene luz, ajetreo, alma, pero mi albergue está en una zona apartada, tranquila y de calles semivacías. Caminar sola da un poco de respeto.

Al día siguiente, Flaurent, me invita a un histórico café en la parte antigua de la ciudad, cerca de la estación de metro Herrengasse. Atravieso calles comerciales y peatonales, amplias pero feas, repletas de firmas multinacionales de ropa, calzado deportivo, enseres para el hogar, en una suerte de mimetismo común a avenidas principales y centros urbanos. Es como si el Portal de l’Àngel de Barcelona se hubiera replicado, un fenómeno extendido en pequeñas y grandes ciudades. Hace una década volví a Bastia, la capital cultural de Córcega, en el nordeste de la isla (Ajaccio es sede de la vida política y administrativa) y el cambio era significativo respecto a 2004 cuando viví y trabajé como profesora de lengua castellana y corresponsal para Berria, entre otros medios. En 2014 el cine había cerrado, al quiosco más céntrico apenas llegaba prensa extranjera y la amalgama de calles por donde circulaban coches (pocos: la ciudad tiene unos 40.000 habitantes y el centro es pequeño) la habían convertido en zona peatonal para complacencia de turistas y desespero de comerciantes. Resulta algo triste observar esta transformación del urbanismo de ciudades europeas porque conlleva un cambio en el paisaje humano: gentes cargadas de bolsas de plástico o papel, paquetes, pantallas en mano… Llegará un día, y ya sucede, donde las personas hablen solas en voz alta mientras caminan con la mirada imperturbable, ajenas a lo que acontece alrededor, como si hubiera un microcosmos interior tan grande que no se necesitase interactuar con nadie. (Quizás estoy siendo tremendista).

No obstante, en Viena hay alegrías como ese café donde está prohibido tomar fotos, no se puede pagar con tarjeta y un camarero veterano atiende con amabilidad y respeto. ¡Hasta hay periódicos! Todo incita a tomar un segundo café y a probar otra porción de tarta casera.

Para hacer honor a la tradición, hay que acercarse a la zona imperial de los museos y acceder, por ejemplo, al Leopold, donde exhiben obras de más de 40 artistas de las vanguardias y el periodo de entreguerras: Berta Zuckerkandl, Rosa Mayreder, Alma Mahler, Egon Schiele, Gustav Klimt, Josef Hoffman, Max Oppenheimer… personajes a caballo entre los siglos XIX y XX.

¿Se puede dejar Viena sin remordimientos de no conocerla mejor, de no recorrer los miles de metros de templos museísticos, de una capital histórica, imperial? Sí, se puede, en especial cuando se antoja fría, interior, distante, a pesar de las hordas de turistas. Definitivamente, prefiero ciudades frontera, portuarias, como Marsella, Tánger, Barcelona (aunque haya perdido su lado gamberro) y, por ende, me ilusiona conocer Trieste.

Es fabuloso sentir que en el tren de Viena a Italia se salta del Danubio al Adriático. Paramos en Graz Hp, una de las estaciones de ferrocarril más importantes de Austria. Sube mucha gente. A la mujer de al lado le pido, comunicación no verbal mediante, si puede silenciar su teléfono y la invito a utilizar unos auriculares de los que todavía regalan en la Renfe. Sube el volumen. Me incomoda sobremanera esa falta de educación que se extiende impunemente. Es desalentador cuando alguien responde con sorpresa: ¿le molesta? Pues sí, ¿por qué tengo que escuchar voces de tutoriales de cómo preparar un bizcocho o de la última ocurrencia de un youtuber más o menos ingenioso? Se puede seguir confiando en la naturaleza humana cuando en casos excepcionales alguien se disculpa y baja el volumen del cachivache. En nombre del progreso asumimos agresiones constantes en un silencio inconsciente. Algún día me decidiré a escribir sobre libertades individuales y colectivas y descargaré mi ira (relativa y ocasional, por fortuna) acerca de la condescendencia respecto al uso de los móviles en espacios colectivos. Y ya puesta, sobre la convivencia obligada con los perros en las ciudades. A menudo se hace insoportable. Una buena amiga me alerta de mis frecuentes digresiones cuando hablo y escribo, que ya sabemos que es casi lo mismo. Así lo consideró el francés Jules Renard (1864-1910), cuyas citas son recurrentes en Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). “Escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido”, sentenció Renard para la posteridad.

 

Trieste, el sueño de los amantes del mar y la lectura

En Trieste se puede ser feliz. Al llegar por la tarde, el aire cálido, casi tórrido, sofocante, avisa de que, aunque estamos en el norte de Italia, hemos llegado al sur. En el albergue cercano a la modesta estación de tren le comento al joven de la recepción si, por favor, en lugar de hablar en inglés puede hacerlo en italiano, que me resulta una lengua más cálida, cercana y comprensible. El lingüista Jesús Tusón (Valencia, 1939-Barcelona, 2017) hubiera reprendido el gesto (véase Los prejuicios lingüísticos, 2010), pero el chico sonríe y cambia de idioma.

¿Qué hay que hacer para llegar a la Barcola? He leído el librito Instantáneas (2016), de Claudio Magris, y parece un lugar de ensueño. “¡Magris!, lo conosciamo, qui è molto popolare”. Escribe Magris: “ciertos lugares forman una unidad con nuestras personas, son una modalidad de nuestra relación con el mundo (…). Uno de estos lugares es para mí el acantilado de Barcola, o sea, la carretera que bordea el mar en la entrada de Trieste y desde donde la gente se sumerge libremente en aguas enseguida profundas. Un lugar que para mí se identifica con el verano, la verdadera estación de la vida; me gustaba mucho, cuando leía las novelas de Fenimore Cooper, que sus mohicanos se contasen los años nombrándolos ‘veranos’ en lugar de ‘primaveras’ (…). También este lugar lo forman sobre todo las personas, más o menos las mismas que vienen cada día al mismo lugar, como un derecho adquirido, y que poco a poco se entrelazan, si bien superficialmente, en el mosaico de una vida común, no como una clase de colegio, pero sí de una manera parecida. No es extraño, pues, que de tanto en tanto, mientras tomo el sol estirado o salgo del agua, me reconozcan e, incluso, aunque no soy Hemingway, me pidan que firme un libro”. Quise llegar a este lugar, por supuesto. En el autobús, una pasajera de Nápoles, va con su hija hasta el castillo de Miramare, la última parada de la línea: “È bellissimo, la cosa più bella de Trieste. Dovete andare”.

Todas las ventanas de las diferentes estancias del castillo dan al mar. Así fue concebido por el archiduque Maximiliano de Habsburgo como regalo a su esposa, Carlota de Bélgica. Construido en poco más de tres años, entre 1856 y 1860, albergó a la familia hasta que Maximiliano aceptó convertirse en emperador de México, al que llegó en 1864 y donde fue asesinado en 1867. Tenía 34 años. ¿Les suena Veracruz, la película? Dirigida por Robert Aldrich en 1954, está ambientada en esa época y protagonizada, sublimemente, por Burt Lancaster y Gary Cooper (duelo actoral de lujo) y cuenta con Sara Montiel, en la película más reconocida de las tres que protagonizó para los estudios de Hollywood.

Y es que Trieste fue del Imperio austrohúngaro durante siglos y después de muchos vaivenes, tras la Segunda Guerra Mundial, el derecho internacional la reconoció como estado libre hasta que fue devuelta a Italia en 1954. Con este pasado es lógico que, actualmente, exista una rica variedad cultural en una ciudad situada a menos de un centenar de kilómetros de la frontera eslovena.

La Barcola no forma parte de la reserva natural y marítima que rodea al castillo de Miramare. En realidad, es un verdadero placer quedarse en algún tramo del largo paseo que enlaza ambos puntos. Se respira tranquilidad. Gente de todas las edades lee, sobre todo libros, prensa, estirada a la sombra de árboles que saludan a la brisa del mar y entre página y página, cuando el calor ha secado los cuerpos de letras, se da un chapuzón en aguas limpias y agradecidas. Nadie está obligado a reservar una sombrilla o una tumbona. Es más, es imposible, porque en la zona no hay ningún chiringuito a la vista ni se alquilan toda suerte de artilugios. La vegetación frondosa de la avenida y el terreno llano proporcionan lo necesario para sentirse cómoda y libre. Un auténtico placer de lectura y baño donde las horas pasan un domingo cualquiera.

Qué mejor momento para echar mano del dietario Verde agua (1987), de Marisa Madieri (1938-1996). La autora anota el 28 de abril de 1984 que “desde hace algunos años, Trieste se renueva. Muchos edificios del centro, sobre todo gracias a las Assicurazioni Generali, son remozados y las fachadas, restauradas y libres de los residuos negros del tiempo, lucen su origen señorial, los hermosos frisos liberty, los tímpanos neoclásicos de las ventanas. No me había dado cuenta de que vivo en una ciudad que también resulta fascinante desde el punto de vista arquitectónico, y ahora a menudo, cuando camino por sus calles, no miro solo a la gente o los escaparates de las tiendas, sino que procuro levantar la vista. Descubro así una nueva dimensión de la ciudad, la de los balcones, de las columnas adosadas, de los frontispicios y de los tejados, por encima de los cuales se abren, como en un espejo, las amplias calles del cielo”. Madieri y Magris compartieron vida e hijos hasta la muerte de ella, cuando solo contaba 58 años. Había nacido en Fiume, la actual Rijeka (Croacia) y, junto a su familia, dejó la ciudad y se instaló en Trieste. Lo cuenta el día 19 marzo de 1982 en el hermoso libro mencionado. “Entre 1947 y 1948 a los italianos que estaban todavía en Fiume se les exigió que eligieran: debían decidir entre adoptar la ciudadanía yugoslava o abandonar el país. Mi familia optó por Italia y sufrió un año de marginación y persecuciones. Fuimos desalojados de nuestro piso y obligados a vivir en una habitación con nuestras cosas amontonadas. Se vendieron casi todos los muebles en previsión del éxodo. Papá perdió su puesto de trabajo y, poco antes de partir, fue encarcelado por haber escondido dos maletas de un perseguido político que había intentado emigrar clandestinamente y que, al ser capturado, había dado su nombre. Con su habitual ingenuidad, papá se dejó coger con las manos en la masa (…). En el verano de 1949, una vez obtenido el visado para la expatriación y después de una breve visita a papá en la cárcel, dejamos Fiume: mi madre, mi hermana, yo y la abuela Madieri, ya muy anciana y enferma de cáncer”.

La noche de Trieste se ilumina con la luna y las farolas de la avenida del puerto, que conecta con la plaza principal de la ciudad, la Piazza Unità d’Italia, donde se encuentran el Palazzo del Municipio, el neorrenacentista Palazzo della Lugotenenza, el Palazzo Pitteri (el más antiguo, de finales del XVIII) y el Palacio del Lloyd, que hoy ocupa la presidencia de la región autónoma de Friul-Venecia Julia, región cuya capital es Trieste. Hay cafeterías históricas, que recuerdan la importancia del café en el desarrollo económico y comercial de la ciudad. En las calles se respira sin prisas, y se saborean deliciosos helados artesanales, de dos sabores, al precio popular de dos euros.

Todo en Trieste parece fácil y pienso que después de paladear la dulzura de esta ciudad frontera es hora de poner un punto y final al viaje y volver a casa.

 

 

Fuentes:

Kaplan, Robert, A la sombra de Europa. Rumanía y el futuro del continente, Ed. El hombre del Tr3s, 2016.

Lambru, Steliu, (versión en español: Mihaela Stoian), Centenario de Monica Lovinescu, Radio România Internaţional, 2023 https://www.rri.ro/es/cronica-semanal/pro-memoria-es/centenario-de-monica-lovinescu-id653682.html

Madieri, Marisa, Verde Agua, Ed. Minúscula, 2000, traducción de Valeria Bergalli y posfacio de Claudio Magris.

Magris, Claudio, El Danubi, Ed. Butxaca, 2002, traducción de Anna Casassas.

Magris, Claudio, Instantànies, Ed. Butxaca, 2017, traducción de Josep Alemany.

https://humanitas.ro/autori/ecaterina-b%C4%83l%C4%83cioiu-lovinescu

https://enciclopediaromaniei.ro/wiki/Ecaterina_B%C4%83l%C4%83cioiu-Lovinescu

https://www.academia.edu/42224630/Ecaterina_Balacioiu_Lovinescu_to_Monica_Lovinescu

https://www.despertaferro-ediciones.com/2020/intervencion-francesa-mexico-imperio-maximiliano-1862-1867/

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