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Mientras tantoHistorias detrás de la crisis

Historias detrás de la crisis


 

La tarde se deslizaba suave sobre Madrid, más viejo y sucio que nunca por la tijera municipal. El césped, sin cuidar, deshilachado como las antiguas carreteras comarcales que ya ningún subsahariano parchea. Nos rodeaban bancos de madera quemados por el sol, descuidados con el aspecto de quien busca ser objeto de miradas ajenas.

 

Para nosotros era una tarde más, o eso pretendíamos. El Palacio Real parecía mofarse del tiempo franqueado por skaters producto de la globalización. Quizá necesitaba una de esas gorras que me permitiera mirarte a los ojos y burlar la luz del sol que se enterraba entre los árboles de la casa de campo.

 

Dos guardias civiles exteriorizaban su aburrimiento smartphone en mano matando conversaciones cotidianas antes de nacer. Encaramados a las estatuas de vetustos reyes, dos niños ajenos al concepto de umbral de la pobreza se perseguían entre carcajadas. Una ojiplática pareja de bávaros los observaba con total atención, la mujer parecía estar disfrutando, sin duda era una anécdota que contar en los mercados medievales. ¡Esos locos del sur parecen desconocer que cada día son más pobres! Su marido lanzaba disimuladas miradas de desaprobación mientras la mujer le recriminaba con un cariñoso Bitte lächeln, du bist in Spanien! Y es que así se nos ve desde fuera, un país de sonrisas de más y planificación de menos.

 

Al otro lado de la plaza varios camareros observaban a los turistas con la curiosidad del gato, atraer clientes nunca fue tan difícil. Es curioso como en Madrid ya no se escucha el tintineo de monedas en los bolsillos traseros. Unos pasos más allá dos hombres de mediana edad se reían a carcajadas del mundo al calor de las latas de cerveza, el humor es el mecanismo de defensa de la clase obrera. Muertas las ideologías hemos caído en la cuenta del chiste que supone ser pobre. Esparcidos por el cemento decenas de jóvenes jugaban al carpe diem en diferido mientras las farolas comenzaban a encenderse. 

 

La temperatura era perfecta, ideal para permanecer inmóvil en un lugar como ese. Una suave brisa mecía las notas de un violín callejero que se fundían en mi oído con las voces y el aleteo de los pájaros. Por un momento a nadie parecía importarle vivir en un país en estado de shock. Los españoles tenemos una cualidad certificada por la historia, somos capaces de encontrar alegría y esperanza donde otros no pueden. Esto nos salva cada día, pero a la vez condena al fracaso cualquier intento de revolución.

 

Los dos, en silencio, éramos perfectamente conscientes de cada segundo. A veces no hace falta abrir la boca para sentirse acompañado. A veces es mejor dejar atados los nudos de la garganta.

 

Un seco codazo acababa con mi papel de observador, el silencio había durado demasiado. El momento perfecto quedó fragmentado con dos palabras.

 

Me voy

Lo sé

 

Me dices que te vas, que abandonas el barco. Otro subproducto titulado de la España obrera que se marcha. Otra derrota para el país, otra inversión sin retorno, otro viaje a no se sabe muy bien donde.

 

Con una teatralizada sonrisa me dices que no te vas, que el país te echa. Y yo te la devuelvo porque es el único lugar que conozco donde ocultar las cosas que duelen. La noche nos sorprende y me dices adiós en la boca del metro, sabes perfectamente que yo sólo puedo pronunciar hasta luego.


De camino a casa me pregunto cuántas hermanas, padres, novios y amigos se despiden cada día exiliados por la crisis. El país se mueve ya en las sucias aguas de la melancolía, en ocasiones sumergido en un derrotismo enfermizo. Pero la tarde, esa tarde, merecía ser eterna.

 

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