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Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros

Se ha dicho que la gente dejó de ser humana en 1913, cuando Henry Ford introdujo en su fábrica de Detroit la cadena de montaje. La frase no es para tomarla en serio, aunque posee su pizca de razón. Basta simplemente con volver a ver a Charlot en Tiempos modernos. Ahora estamos ya tan habituados a la automatización y a la organización milimétrica de la actividad que apenas nos percatamos. Llama más la atención la decadencia de Detroit. La que fuera una de las ciudades industriales más pujantes de Estados Unidos se ha convertido en un fantasma. Hace cien años, noventa mil trabajadores fabricaban día y noche el popular Ford T, también conocido como Lizzie o Flivver; hoy las fábricas producen poco y la mitad de los habitantes de la ciudad, un millón de personas, se ha marchado para siempre. Cientos de edificios, barrios enteros, permanecen abandonados. Lugares donde antaño se desplegaba una actividad social frenética son ahora morada de vagabundos y rateros. Detroit es como la Roma medieval que le gustaba evocar a Gregorovius y si no se ven serpientes deslizándose por los suntuosos baños de las emperatrices es sólo porque aquí nunca las hubo.

La capital del condado de Wayne acogió en los años veinte un importante contingente de afroamericanos, mano de obra barata que huía de la crisis que empobreció los Estados del sur y buscaba una oportunidad en el norte aprovechando que muchos obreros habían dejado sus trabajos por la Primera Guerra Mundial. Se habían librado del Ku Klux Klan, pero no era la tierra prometida y los problemas surgieron pronto. Aunque la esclavitud había sido abolida en 1865, las leyes Jim Crow garantizaban en todo el territorio federal la separación de blancos y negros en los lugares públicos: medios de transporte, escuelas, cines u hospitales. Difícilmente puede concebirse una ley más repugnante. Prueba de hasta dónde se podía llegar aplicándola es lo que sucedió a Charles Drew, padre de la técnica de almacenamiento de sangre que salvó a millares de aliados durante la Segunda Guerra Mundial, y que se desangró tras un accidente de tráfico en 1950 porque el hospital más cercano se negó a atenderle debido al color de su piel. Lamentablemente, y al margen de la cuestión racial, las esperanzas de los emigrados no se cumplieron. Pocos encontraron trabajo, el apoyo social fue mínimo y, a consecuencia de todo ello, prosperaron en las grandes ciudades guetos donde las familias negras malvivían. El incremento de la delincuencia y la violencia en esos barrios ha sido constante desde entonces y los problemas han alcanzado tal extremo que los sociólogos actuales hablan de tres etapas en la historia afroamericana: esclavitud, segregación y encarcelación masiva.

Pese a que la ley de inmigración de 1917 establecía la prohibición de entrar en Estados Unidos a treinta y tres categorías de indeseables (analfabetos, anarquistas, epilépticos y todo tipo de enfermos, incluidos los de corazón), Norteamérica acogió a los rusos que escaparon de la revolución, a los judíos rusos del este de Europa que huían de los pogromos, a los armenios supervivientes del genocidio provocado por el régimen de los jóvenes turcos, a los griegos de Anatolia perseguidos por las tropas de Kemal Atatürk, a toda clase de polacos, irlandeses e italianos azotados por el hambre y la crisis, y a una multitud de chinos y japoneses que abandonaban la tierra de sus antepasados hartos simplemente de una opresión milenaria. Con los únicos que se mostraba implacable era con sus propios negros, una comunidad que a fuerza de ultrajes terminó sustituyendo la sumisión por la revuelta. A lo largo del siglo XX, las reivindicaciones de la población afroamericana fueron creciendo sin parar. Ni siquiera la revocación de las leyes de segregación racial, paso decisivo para alcanzar definitivamente la igualdad, acabaron con ellas. Sólo entre 1964 y 1972 hubo en Estados Unidos trescientas insurrecciones urbanas, con más de doscientos cincuenta muertos y sesenta mil detenciones. En 1967, los disturbios raciales desatados en Detroit tras una redada policial en la calle Doce obligaron al presidente Lyndon B. Johnson a sacar de Vietnam a la 82ª división aerotransportada del ejército. Siete mil personas fueron detenidas después de que la ciudad ardiera por los cuatro costados. Se habló de guerra civil. Jeffrey Eugenides lo refleja de forma excelente en su novela Middlesex, cuando uno de los protagonistas, propietario de un bar, le pregunta a un negro que se ha colado en el local aprovechando los disturbios. “¿Pero qué le pasa a su gente?”. La respuesta es categórica: “Lo que nos pasa sois vosotros”.

Coincidiendo con las protestas, un nuevo problema azotó a la población negra de los guetos de las ciudades: la droga. La prensa afroamericana sugirió una gigantesca conspiración dirigida a acabar con ellos. Era la misma estrategia que con argumentos similares atribuían los servicios de espionaje a la China comunista, de la que se decía que aspiraba a eliminar a la raza caucásica a base de opio y heroína. Por supuesto, la droga era sólo una vía de escape para gente sin expectativas, pero su efecto fue nefasto porque era demasiada la gente sin salida y porque se criminalizó aún más a los negros, una masa de población que cada vez encontraba menos argumentos para respetar una ley que tampoco los respetaba. “No, no temo la cárcel, yo nací en ella”, responde Stokeley Carmichael, el famoso activista, a un reportero que le preguntó si temía ser encarcelado cuando volviera a Estados Unidos. Denominar a la nueva época “época de la encarcelación masiva” no es desgraciadamente una ingeniosidad de sociólogo.

Se pueden buscar las razones que se quieran para justificar el espantoso trato que se ha dado a los negros en Estados Unidos, pero detrás de todo ello ha estado siempre el racismo feroz de la población anglosajona protestante. Este racismo sin mala conciencia, gracias al cual se exterminó a los indígenas como si fueran ratas y se llenó de esclavos negros las plantaciones de tabaco y algodón, nació en la época en que se produjo la quiebra de la unidad cristiana que acabó con la creencia en una ley natural común a la totalidad de los seres humanos, la época de los descubrimientos y la modernidad. Coincidiendo con la expansión colonial ultramarina y la sujeción del derecho a la nacionalidad y la ley positiva, la igualdad proclamada por Cristo y defendida desde su origen por la Iglesia se convirtió de la noche a la mañana en un ideal sin sustancia. Naciones que se tenían por cristianas restauraron legalmente la esclavitud. Estados Unidos necesitaría de hecho dos siglos y una cruenta guerra civil para abolirla, y cien años más para que el único presidente católico de su historia, John F. Kennedy, suprimiera las leyes de segregación racial.

La hegemonía anglosajona y protestante, identificada con la civilización occidental, se tambaleó tras la Gran Guerra. El sueño de un avance constante que liberaría a la humanidad de la miseria, la superstición y la injusticia, entró en crisis. La matanza europea demostraba que bajo los más altos ideales de Occidente lo que había era una lógica avasalladora. Se hacía necesario superar sus valores y renunciar a la identidad cultural uniforme supuesta bajo la idea de progreso, concebida como síntesis dialéctica de todas las contradicciones. Tradiciones que se habían tenido por primitivas empezaron a ser reivindicadas al tiempo que se rechazaba el legado europeo, asociado a una aristocracia impía a la que la burguesía trataba de emular. En Estados Unidos, donde el viejo puritanismo favorecía el desarrollo de este tipo de posiciones radicales, la atención se volvió de pronto, por primera vez, hacia el explotado hombre negro, mezcla de buen salvaje y superhombre, y luego, en una especie de carrera reivindicativa, hacia otras minorías similares.

Forjar una identidad negra acorde con las nuevas circunstancias fue la tarea de W. E. B Du Bois, el pensador negro más importante del siglo XX. Su planteamiento acabaría de hecho convirtiéndose en el modelo desde el que se interpretaría en Estados Unidos su propia historia nacional y la de la civilización occidental. Educado a finales del XIX en Harvard y Berlín, Du Bois aprendió de sus maestros que Occidente era una civilización que se encaminaba sin remedio al colapso. Un capitalismo salvaje conducía a la autodestrucción y nadie podía evitarlo porque no se trataba de un problema económico, sino cultural y social. Georg Simmel, una de sus referencias fundamentales, acertó al afirmar que el siglo XIX había supuesto la desintegración de la Kultur, entendida como la identidad viviente de los pueblos y las razas, en beneficio de una Zivilisation basada en el interés mercantil. Convencido de este diagnóstico, Du Bois concibió un plan para salvar a los negros. No sacarlos del mundo industrializado y llevarlos a África como defendían Crummell o Garvey, ni favorecer su integración legal como propugnaban Booker Washington o Martin Luther King, sino redimir el alma negra y confiar en su capacidad para sobreponerse al podrido mundo blanco. Con la fórmula alma negra se refería a una sensibilidad colectiva, una memoria formada de mitos y vivencias cuyas raíces se hundían en la esclavitud, esa situación que convirtió al negro en un hombre torpe, indolente, sumido en la desesperación. A pesar de ello, declaraba con orgullo, “cantamos y bailamos, amamos sin rubor ni complejos, tenemos una forma de vivir. La naturaleza es lo único que no nos ha fallado. Somos superhombres que se sientan ociosamente, ríen y miran la civilización”. Esta pureza no contaminada por la odiosa depravación de los occidentales es lo que reivindicará en su libro The Negro, texto del que dijo Arthur Herman que es “Gobineau puesto al revés”, o sea, una utopía racial en la que el hombre de color se descubre primero a sí mismo y luego, cuando toma conciencia de su superioridad, acaba con sus explotadores blancos.

La idealización del hombre negro y la imagen de una sociedad blanca declinante alentó a los radicales a luchar más por la ruptura que por la integración, inaceptable desde el preciso instante en que la idea de civilización americana como crisol de razas y tierra de oportunidades fue considerada una estrategia encaminada a impedir que las minorías tomaran conciencia de sí mismas. Esta idea se propagó como un incendio con graves consecuencias. Por una parte, la oposición a la mayoría corrompida forzó a las minorías moralmente intactas (negros, mujeres, homosexuales) a marcar sus diferencias con el fin de mantener a salvo su dignidad de buen salvaje. Por otra, la apelación a una autenticidad preservada bajo la máscara de la invisibilidad reforzó la retórica contracultural de los grupos que catalizaron el descontento a partir de los cuarenta: la generación beat y el expresionismo abstracto. Unos y otros aborrecían la cultura establecida y abogaban, frente a Occidente, por el pensamiento oriental, con su desdén hacia las apariencias. Divididos entre el rechazo romántico a una civilización resuelta a dominar al precio que fuera la naturaleza y el místico retorno al origen, ese cenagal informe que evocaban los expresionistas abstractos en sus pinturas, se declaraban partidarios de la liberación sexual, las drogas, el nudismo, la música improvisada, el arte automático y, cómo no, el marginado hombre negro, ejemplo supremo de lo que significaba conservar la integridad en una sociedad putrefacta. Los propios negros, convencidos por la radical chic (Tom Wolfe acuñó la fórmula para describir la adopción de políticas radicales por parte de la alta sociedad y las celebridades de las letras, las ciencias y las artes) de que Occidente era un callejón sin salida, buscaron fuera referencias que les ayudaran. Fruto de ello fue la masiva conversión al islam, paso asombroso si se tiene en cuenta que los árabes monopolizaron a lo largo de siglos el comercio de esclavos, y la justificación por parte de los más radicales del crimen callejero, práctica terrorista que Norman Mailer, el Sartre de Norteamérica, alababa como testimonio de coraje y rechazo de las apolilladas convenciones sociales. Frente a la caprichosa violencia blanca, ejemplificada por el Ku Klux Klan, la barbarie de los Panteras Negras atestiguaba la nietzscheana necesidad de echar abajo una civilización agónica. ¿No había sido Nietzsche quien dijo “si ves algo que trastabilla, empújalo”? Cualquier connivencia con el orden establecido era un paso atrás. Amiri Baraka, el poeta, autor del Prefacio a una nota de suicidio en veinte volúmenes, lo expresó con claridad: “debemos crear nuestro propio mundo, nuestra propia realidad, aunque no podemos hacerlo a menos que el hombre blanco haya muerto”. Y otro reputado activista afroamericano, Coleman Young, primer alcalde negro de Detroit, adoptó como lema de su política la venganza contra el poder caucásico. Su nombre de guerra, “el hijo puta en el cargo”, lo dice todo. Por cierto que gracias a su ininterrumpida gestión entre 1974 y 1994, la ciudad de Detroit pasó de contar con un ochenta por ciento de blancos a estar compuesta por un ochenta por ciento de negros.

Charles Alston, «Ruina»

Resulta milagroso que en este contexto fuera posible un pintor de la grandeza y lucidez de Jacob Lawrence, alguien que pudo proclamar en cierto momento de su vida, alzándose por encima de tantas voces: “yo soy la comunidad negra”. Discípulo de Charles Alston, de quien aprendió a evitar los rostros (una forma de denunciar la invisibilidad social), Lawrence es fruto del New Negro Movement o Renacimiento de Harlem, corriente cultural nacida en la década de los veinte en el barrio neoyorquino bajo la influencia ideológica de Du Bois. La nómina de literatos, artistas y músicos que pertenecieron a él es enorme, igual que su impronta histórica. Un ejemplo: la integración del piano a la banda tradicional de jazz, compuesta de instrumentos de viento, y esa forma característica de tocarlo, el stride Harlem, que tanto llamaría la atención de los compositores blancos que acudían entusiasmados al Cotton Club para escuchar a Duke Ellington. Aunque no todos los miembros del movimiento eran negros (entre los pintores, por ejemplo, Winold Reiss o Miguel Covarrubias, quien publicó en 1927 un álbum de dibujos sobre sus noches de Harlem, Negro Drawings), todos compartían la voluntad estética de explorar el fondo mítico del hombre negro y evitar su representación tradicional, condescendiente y a menudo peyorativa. A la vista de las obras de Archibald Motley Jr., el pintor afroamericano más conocido del grupo, no cabe duda de que lo lograron. Lawrence, que era una generación más joven, no mostró sin embargo interés por la creación de imágenes que contrarrestaran los estereotipos racistas de la cultura popular blanca, ni por ahondar en la visión mítica del alma negra propugnada por Du Bois y cultivada por muchos de los integrantes del movimiento, sino que prefirió plantear el problema de la injusticia y la miseria con una visión, digámoslo así, empírica, basada en hechos históricos y por completo ajena al multiculturalismo de pacotilla con que muchos parasitaban y siguen parasitando el nihilismo occidental. Seguro del poder del arte para expresar los valores humanos universales, el gen recesivo de Occidente, no estaba dispuesto a que su condición de negro le alejara de esta tarea. Y no es que fuera insensible a los sufrimientos de su raza, sino que aspiraba a mostrarlos de forma que apelaran a cualquiera, al margen del color de su piel y la naturaleza de sus experiencias culturales. En un momento en el que la vanguardia artística presumía de soslayar todo lo que no fuese la esencia nouménica de la realidad y en el que los movimientos de liberación negra acusaban a la cultura blanca de encarnar el mal, la apuesta no podía ser más arriesgada.

Covarrubias
Reiss, «Retrato del poeta Langston Hugues»
Motley, «Chica negra después del baño»
Motley, «Retrato de mi abuela»
Motley, «Blues»

Lawrence trabajó como un pintor del siglo XV, alguien a quien se encarga la decoración de una capilla y cubre sus paredes con frescos alusivos a la historia de un santo o de un mártir. Sólo que ni pintaba al fresco (sino en lienzos de pequeño formato), ni sus personajes procedían de la historia sagrada (sino de esa otra biblia de la persecución que es la historia de los negros). Su debut fue una serie de cuatro pinturas dedicadas a François Dominique Toussaint, general negro del rey de España y luego de la Francia revolucionaria, que logró la emancipación de los esclavos y la independencia de Haití a principios del XIX. Luego trabajó en tres ciclos dedicados a dos abolicionistas célebres, Frederick Douglas y John Brown, y la primera sufragista negra, Harriet Tubman. El reconocimiento lo obtuvo, sin embargo, a los veintitrés años con The great migration, una serie dedicada al desplazamiento de miles de afroamericanos de los Estados del sur al norte industrializado y que podemos considerar su magna obra.

Para representar el paso del campo a la ciudad, o en palabras de Alain Locke, “de la América medieval a la moderna”, se necesitaba un lenguaje actual que fuera capaz de poner de relieve la dureza del éxodo sin caer en un falso dramatismo. Lawrence lo encontró, y lo hizo evitando las dos corrientes de moda en la Norteamérica de entonces, el realismo social, útil tal vez desde el punto de vista de la propaganda política, no desde el punto de vista estético; y el expresionismo abstracto, cuyo hermetismo alejaba del arte a cualquiera ajeno a los misterios metafísicos del mundo. Sencillo, directo, ingenioso, con la fuerza esclarecedora de quien va a la esencia de las cosas convencido de que esta se revela en su presencia, fue capaz de contar sin patetismo de ningún tipo y en sesenta paneles de treinta por cuarenta y cinco centímetros la historia de su gente desde que dejaron sus casas en el sur hasta que llegaron al norte. Ni el alto grado de abstracción del color, ni el uso de formas superpuestas a la manera cubista, ni la utilización constante de siluetas, pueden impedir que la visión de las pinturas de Lawrence nos evoque la de los grandes pintores narrativos de todos los tiempos, desde Giotto a Carpaccio o Goya. Robert Hugues afirma en Visiones de América que The great migration es “una balada visual, cada una de cuyas imágenes constituye una estrofa, constreñida, como en el blues, a las necesidades mínimas de la narración”. Yo estoy de acuerdo con esa afirmación, pero aclararía que se trata de una balada medieval, no romántica, es decir, el relato de una gesta en la que los protagonistas no son héroes con nombres y apellidos, sino una masa anónima en la que, si somos capaces de mirar, reconocemos a todos los hombres, cualquier hombre, al margen del color de su piel. Y es que Lawrence no usa su arte para demandar la igualdad que reclama con todo derecho la gente de su raza, simplemente la pone de manifiesto. Su estilo recuerda al de una de las grandes escritoras negras del Renacimiento de Harlem, Zora Neale Hurston, quien con su habitual y hermosa sonrisa le decía en los años cuarenta a un entrevistador: “A veces me siento discriminada, pero no me enojo, simplemente me sorprendo. ¿Cómo alguien puede negarse a sí mismo el placer de mi compañía?”.

Lawrence, «The great migration, 3»
Lawrence, «The great migration, 10»
Lawrence, «The great migration, 23»
Lawrence, «The great migration, 37»
Lawrence, «The great migration, 42»
Lawrence, «The great migration, 50»
Lawrence, «The great migration, 60»

 

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