
No es que Pablo Iglesias haya devenido en socialdemócrata. Lo suyo es una superación de estadios que no da para hacerse una idea de quién es: la eterna pregunta ante la adversidad. No ha cambiado el tamaño de Pablo, al contrario, sino el de la violencia de su discurso. En este sentido es el increíble hombre menguante adaptándose a los tiempos, a la realidad, con la rapidez pasmosa del tuit.
El tuit, su sextante, propio y ajeno, le hace cambiar la postura como si le hubieran dado al pause y después se moviera cuidadosamente fotograma a fotograma para no resbalar. El Pablo Iglesias florecido en campaña es una delicada dama atendida por decenas de fieles pretendientes que le siguen para ayudarle a bajar de las carrozas, para que no pise charcos o para recogerle el pañuelo del suelo.
No era socialdemocracia ni tampoco será ternura, su última conquista, que es el antónimo fabricado para combatir (para elevarse) los gritos del debate a dos que provocó uno: el que se ha dado a ellos con una desesperación patética. Snchz y Rajoy ejemplifican el odio y Pablo su opuesto con el que, naturalmente, se ganan las elecciones. ¿No decían que no sonreía nunca? Asunto resuelto.
Sólo hay una cosa que en él permanece inmutable y es la coleta. En esa coleta se encierra su mundo. El mundo real de Pablo. En ella está contenido todo: la democracia ejemplar de Chávez, aquello de la bronca con el lumpen, la caza de fascistas (hasta el pobre Snchz ha acabado enredado en ella) y toda la profusa hemeroteca tuitera. Esa coleta habla, quizá por eso no se la suelte nunca.
La coleta resiste a las épocas como el sombrero de Indiana Jones, el bigote de Charlot, la pipa de Sherlock Holmes. Yo diría que la que lleva es un postizo y la verdadera está guardada en una caja fuerte porque es demasiado valiosa. En ella cabe lo impensable donde imagino a Errejón acudiendo a dormir cada noche, acurrucándose entre la pelambrera, como un canguro en la bolsa materna, después de haber pasado el día despistando al electorado con la complejidad del núcleo irradiador.
La ternura es lo que ahora pega mientras un fan suyo, incapaz de seguir el ritmo endiablado de su evolución, pega con lo de antes, con lo del lumpen y la caza de fascistas, quitándole los puntos suspensivos a aquel tic, tac que se dejaba al arbitrio del oyente como quien deja inconcluso un verso. Pero no lo era. Que se lo digan a Rajoy cuya talla de encajador parece venir de la estirpe de la única Transición como si ésta fuera una antigua orden de caballería.
Tampoco es ternura con lo que aquel va a ganar las elecciones. Un decir. Vayan a los inicios de los bolivarianos de Venezuela y la encontrarán a raudales. Aquello también fue una superación de estadios donde Chávez (que vive, como la coleta) pasó de bromear como candidato en directo con Jaime Bayly a crear su propio programa presidencial de televisión. Uno de esos que Iglesias, un alumno modelo, ya tiene.