La construcción del cinéfilo

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Soy la víctima de una época o, si lo prefieres, su exponente. La cinefilia, como la tiña, la avitaminosis o el piojo verde, es una enfermedad de posguerra. Con una característica particular, es incurable. Yo no puedo arrancarme de mí el cine sin desaparecer con él.

(Cinefilia, de Álvaro del Amo)

 

Viví en otras calles, en otro barrios, en otros cines. Según el año, según el pueblo, según la vida. Intentaré poner  un poco de orden cinematográfico en todo esto.

 (La huella en los ojos, de Juan Tébar)

 

 

 

La influencia decisiva, determinante, nuclear, del cine sobre la generación de españoles nacidos en la década de 1940 es ya una evidencia generalmente aceptada. No sólo como evasión, ventana a un mundo variado y estimulante frente a la crudeza y grisura de la posguerra franquista; también escuela peculiar, intensa y desordenada, inquietante y errática, tan cerca de la revelación como proclive al delirio; pero siempre conformando íntima e inextricablemente la existencia misma del niño, del púber, del adolescente, y luego del joven y del hombre y de la mujer maduros, que aterrizaron en la desolada España de los años 40, derrotada por una proclamada victoria, en el extremo de una Europa diligente en la orquestación de su propia Apocalipsis.

       Las generaciones anteriores también sufrieron la presencia del invento denominado cinematógrafo, incrustado en la sociedad como espectáculo modesto y popular, expresivamente evocado por José Luis Borau en el prólogo del libro de Juan Tébar, aunque para quienes aparecieron en los años 20 y 30 es probable que las imágenes proyectadas en la pantalla no ejercieran la misma hegemonía; sólo los futuros cineastas, como Vicente Aranda, Carlos Saura, Francisco Regueiro o el propio Borau fueron irremediablemente inoculados por el virus, mientras el resto de la población resultaba contagiada de un modo más benigno.

       Varios libros recientes dan cuenta de este fenómeno. El cine aparece valorado y evocado como componente inseparable de la propia experiencia personal. La calidad de las películas importa menos que la significación del momento en que se vieron. La obra en cuestión se conserva en la memoria indisolublemente unida al local que la programó. Recordar los títulos de antaño supone emprender un viaje sentimental sobre el tiempo que se fue, para quien se atreva a plantarse delante del nuevo comercio, una cafetería o una tienda de ropa, que ha suplantado el cine aquel, que para el memorialista tenía la estricta categoría de hogar. Para comprender la época será preciso acudir a estos libros, coincidentes en la elección de un prisma individual, y muy diversos en cuanto al estilo elegido.

       Vicente Molina Foix (Elche, 1946) opta por una división en capítulos, donde se combina el relato, la crítica y la semblanza de distintas figuras de la cultura española; El novio del cine (Temas de hoy, 2000) se prolonga en El cine de las sábanas húmedas (Espejo de tinta, 2007), doble entrega de un caleidoscopio elegante, donde el autor expone sus gustos cinematográficos en un civilizado diálogo con el lector, que se asoma al nacimiento de un cinéfilo ávido, precoz y refinado que tuvo el privilegio de transitar por la ferocidad de la época con insólita ligereza, y así nos lo transmite en una prosa diáfana y espumosa.

       Augusto Martínez Torres (Madrid, 1942), como él mismo confiesa, se desplaza hacia una técnica novelesca para narrar las fechas determinantes de su zambullida en el séptimo arte a través de una serie de películas que a pesar de su “discutible valor cinematográfico”, según advierte en el prólogo, mantiene con ellas “una relación particular”. Las películas de mi vida (Espasa, 2002) es un ameno y original recorrido que no duda en subrayar el dramatismo de una época, suavizada por una pasión que alimentó desde niño al narrador, nacido en un hogar burgués acomodado, incapaz de protegerle siempre de la cruel intemperie de aquellos años de plomo.

 

…creo haber desarrollado una memoria cinematográfica “asociativa” en razón de lo bien que sigo recordando qué películas vi en qué cines. Por medio de la composición del lugar he podido recomponer a veces las imágenes de una película desvanecida.

Estoy seguro, por ejemplo, de que el impacto que me causó el final de “Los cuatrocientos golpes” de Truffaut, con la escapada de niño Doinel al mar y su imagen congelada frente a las olas, tuvo que ver con el hecho de que yo vi la película en un efímero cine al aire libre que hubo en Alicante junto a la playa, cerca de donde hoy está el invasor y feísimo complejo del Hotel Meliá. Yo debía tener entonces los mismos o parecidos años que el Doinel de Truffaut, y aunque mi familia estaba estructurada y la suya no, aunque él era rebelde y yo sólo repipi, aunque yo no fumara a escondidas ni encendiera en mi cuarto un altar a Balzac, el ruido de las olas del Postiguet –así se llama la playa de Alicante- puso en aquel desenlace filmado mi propio sonido directo. (Vicente Molina Foix, El novio del cine, pp. 15,16)

 

Sin embargo, a mediados y finales de los años cuarenta, en España, la gente sabía muy bien qué era el cine. Tras la dura y cruenta guerra, cuando hacía poco que había finalizado la II Guerra Mundial, la clase media española no tenía ni casa de dos pisos, ni automóvil, ni televisión. En el mejor de los casos vivía en un pequeño piso alquilado, mal calentado de alguna forma primitiva, o directamente helador, los hijos solían ser cuatro o cinco y la única forma de diversión era el cine. En los barrios céntricos y periféricos de las grandes ciudades había enormes salas construidas antes de la guerra, por lo general abarrotadas de un público popular, que durante la década de los cincuenta se multiplicaron y en las que, por un módico precio, la familia podía ver, calentita, una o dos películas mientras merendaba o, incluso, también cenaba los bocadillos que habían llevado de su gélida casa. (Augusto Martínez Torres, Las películas de mi vida, p. 18)

 

 

       El rito de ir al cine, la compra de las entradas, la situación de las salas en cada localidad, el ambiente particular de cada local, la tensión continua y desconcertante entre la vida de cada cual y los mundos ignotos que brotaban de la pantalla, el misterioso valor educativo impartido por las películas, que tanto predicaban las virtudes de santos y niños de caramelo como abrían la grieta por donde se colaba el erotismo más perturbador, todo ello, como se ve, conformaba la existencia entera de los habitantes de una época. No es, pues, nada extraño que un cinéfilo como Juan Tébar, inevitablemente recalcitrante en la permanencia de su apasionada afición, haya elegido el cine como el acorde capaz de recorrer el relato de sus primeros años. Y si Molina Foix y Martínez Torres han vuelto la vista atrás, cada uno según el estilo apuntado en sus valiosos libros, Juan Tébar (Madrid, 1941) se ha atrevido a emprender una autobiografía, La huella en los ojos (Alianza Editorial, 2010), que sin desdeñar el apunte crítico y rozando a menudo lo novelesco, nos cuenta valientemente su vida.

 

La odisea de Tatín

El pequeño Tatín, alegre diminutivo con que se designaba al pequeño Juan, no tuvo una vida fácil. Su padre murió en la cárcel, después de haber sido arrancado del hogar familiar por la policía franquista. Su madre, maestra, ejerció su profesión en diversos pueblos castellanos, a cual más desolado e inhóspito. El niño conoció una azarosa trashumancia entre la acogedora La Coruña y un áspero Madrid, desplazándose entre parientes agrios y amistades hospitalarias. En las dos ciudades y como prolongación de cada uno de los hogares, con la categoría de lugar de residencia, los cines, que albergaban el alimento que procuró al pequeño, al modo de un estrambótico complejo vitamínico, una mezcla o suma de alimento para el alma y el cuerpo, refugio contra la intemperie, guía moral, religión con sus deidades de ambos sexos, y, como el bajo continuo de un complejo concierto barroco, una oscura, inmotivada y absurda esperanza, el impulso último que logró transformar al frágil y zarandeado Tatín en lúcido sesentón, capaz de escribir tan pletórica e iluminadora confesión.

 

Ya no caían bombas sobre las zonas asediadas. Pero seguían siendo necesarios los refugios. Refugios para el dolor, para el aburrimiento, para la soledad. Los cines. Allí se estaba más caliente que en muchos hogares. Y en verano, unos dibujos de técnica y trabajo muy meritorios nos mostraban grandes hielos y blanquísimos osos para anunciar que la sala era “refrigerada”. No existían aires acondicionados y escaseaban las calefacciones en las casas. Dentro de esos locales privilegiados se soñaba con menos inquietud que en nuestras camas.

(…)

Íbamos al cine porque era barato –había variedad de locales para distintas economías, había entradas de precios decrecientes, había incluso posibilidad, y hábito, de colarse sin pagar-; íbamos muchas veces porque en los cines de barrio cambiaban el programa casi todos los días, porque en casi todos proyectaban dos películas, y si era sesión continua podías quedarte a verlas otra vez completas, o entrar con la película empezada y luego recuperar la parte que perdiste. Podías incluso pasar toda la tarde en el cine.

(…)

Veíamos, pues, muchísimas películas y repetíamos las que más nos gustaban. Íbamos a verlas sin saber demasiado de ellas, incluso íbamos al cine sin saber qué película ponían, o cómo se llamaba, o a qué género pertenecía. No éramos cinéfilos. Algunos estábamos contrayendo la enfermedad, pero no lo sabíamos, entre otras cosas porque no se había diagnosticado aún. (…) Quien os habla recorría los cines del barrio para ir tomando notas y copiando títulos de las películas, y acopiar información para elegir el mejor refugio de esas tardes. (La huella en los ojos, pp. 25, 26 y 27)

 

       “Quien os habla”, dice el autor, logrando así el tono adecuado que le permite, en una pirueta inteligente, aliviar las espesuras del yo, severo conductor inevitable en toda autobiografía, desactivando su ominosa densidad en un simpático, confianzudo y elástico tú, que le permite dirigirse por igual a su padre, a su madre, a sus hijos, a su primo, a sus amigos y amigas, en un tono coloquial que alcanza incluso a unos cines, locales muy transitados antaño que no han recibido, según la generosa mirada retrospectiva del cronista, toda la atención que merecían. Juan Tébar habla de él, despliega sus recuerdos, ofrece sus opiniones, no dejamos de conocer sus películas y actrices preferidas, sabemos de sus tedios y rechazos, todo un caudal que se vierte con la abundancia requerida por el género que acertadamente ha elegido, que resulta dinámicamente comunicativo cuando el texto aparece punteado por la alusión directa a algún interlocutor, que acaba despertando en el lector la impresión de asistir a una reunión donde participa gracias al diálogo con quien tan cálida y amablemente le cita.

       Se logra así un estilo de rara originalidad, entre pudoroso y directo, contenido en la evocación sentimental y teñido de la lúcida serenidad del superviviente. De este modo, se cuenta la experiencia de Tatín, un niño que sorbió el cine diluido en su propia vida y la dureza de una época, que es también evocada en la multiplicidad de sus manifestaciones; no sólo los cines y las películas, vistas solo o acompañado, también se repasa un variado anecdotario, no ajeno al cotilleo, como los amores difíciles de Orson Welles y Rita Hayworth, que compartían con las vicisitudes de la cartilla de racionamiento y la estrambótica calificación de las películas según su supuesta perniciosidad, un mismo tejido, la misma sociedad hermanada por abajo gracias a la miseria y cubierta por arriba por la bóveda de plomo de un régimen letal.

 

 

       El autor, después de dirigirse a nosotros como asistentes a una reunión aireada, no duda en compartir el palpitante álbum de sus recuerdos, documentados en recortes de prensa, anuncios de radio, noticias políticas, carteles de películas, largas listas de títulos, comentados con cierto detalle o citados con el objetivo afán recopilador de un cronista riguroso. El yo, ventilado por el , narra sus experiencias amargas sin acritud y resucita los momentos de gozo íntimo con calma agradecida. El cinéfilo futuro, con el virus contraído sin saberse infectado, como él mismo reconoce, tiene la firmeza tranquila y convencida del converso, que sale del templo, cualquiera de sus evocados cines, confortado por un íntimo y vigoroso consuelo.

 

No me gustó nunca mucho el cine París. Pero fui todas las veces que pude, porque los cines eran los cines, todos merecían un respeto, y quién era uno, pobre y humilde mortal, para permitirse juzgar una sala cinematográfica. Había que conocerlos todos, y aún me queda una culpa en la memoria por aquellos –muy pocos, la verdad- a los que no fui nunca o casi nada porque estaban muy lejos. En el París, de cualquier forma vi “La legión invencible”, “Sueños de circo”, “Maxime”, “La cucaracha”, “El discípulo del diablo”, “La importancia de llamarse Ernesto”, títulos algunos sin más valor que el de venirme de pronto sin pensar, nombrando sólo la sala de la que hablamos. Y que es la única en La Coruña que, una vez muerto el cine, conserva el nombre como un recuerdo, un homenaje, ¿cómo una invocación espiritista? Si el llamamiento al tiempo pasado funcionara, estaríamos mirando en el París los carteles de algunos de estos estrenos. (La huella en los ojos, p. 138)

 

       Curiosamente, las películas no son convocadas como el objeto principal del plasma vital del cinéfilo que cuenta sus primeros años. Claro que lo que brotaba de la pantalla constituía un alimento básico, el ámbito donde la imaginación del niño podía respirar a sus anchas, pero, a la hora de ser evocados, recreados en un texto, los títulos abundantes que dejaron su huella no sólo en los ojos sino en el cerebro y el corazón del minúsculo espectador, permanecen en una zona preservada, ajena a la literatura. El narrador renuncia a intentar convertir en palabras unas imágenes que sólo en su calidad de tales conservan su sentido y, en consecuencia, su capacidad de sugerencia, su poder de fascinación. Aludiendo a una secuencia de la película El tercer hombre Tébar lo explica muy bien.

 

Quien contempló esas imágenes sabe que no deben describirse. Aquí lo necesario es ver. Para conocer. Una secuencia tan bien inspirada, la brillante aparición del personaje que se nos escapaba, pero cuya presencia estaba implícita en su supuesta ausencia, y la trama quizá demasiado compleja para un niño, fueron sin duda importantes causas de que enraizase en este cronista una afición tan pertinaz. (La huella en los ojos, p. 272)

 

       El libro va conduciendo al lector a través del tejido múltiple formado por los cines, las películas, la variada imaginería de la época, sin perder nunca de vista la alusión más íntima y personal, que, relatada con sobria precisión, se convierte en el meollo básico del recorrido de Tatín por ciudades, salas y mundos imaginarios. La túnica transparente de Deborah Kerr, expuesta a ser corneada por el toro en el circo romano, el torneo donde vence el caballero de ojos azules, o el sable que lanza Ruperto Hentzau a su contrincante antes de arrojarse a la franja de agua que rodea el castillo, remiten inevitablemente al paisaje de la época, desolado cuando no directamente trágico.

 

Para mí, en esa ciudad hubo varias casas. Dos en el mismo barrio, la de la calle Amargura 13 (coincidencia siniestra de nombre y número) y la de la calle Herrerías 7. En una corrían las ratas tras las paredes, a veces hasta se permitían entrar de noche en el salón y rascaban las cuerdas del piano de tía Mari. En otra veíamos el mar desde la galería, hasta que edificaron enfrente.

(…)

Como las casas van a ser la casa, como el barrio era el mismo, el mapa principal de sus locales cinematográficos, que es a lo que vamos, es uno solo.

 

Papá vivió allí con nosotros hasta que unos señores aparecieron para llevárselo. Yo jugaba en casa con teatros de cartón, visualizaba en las paredes películas inventadas, leía novelas de Ágatha Christie, hablaba solo entre el sofá y la cama, interpretando a personajes del cine. Así estaba, más o menos, cuando aquellos desconocidos vinieron preguntando por él. Eran policías, y papá se fue, asegurando que regresaría esa misma tarde. Nunca le volví a ver. Murió en la cárcel. Son éstos asuntos mayores, a los que más o menos he aludido en estas páginas y, en todo caso, merecerían ser contados en otro sitio. Pero necesitaba destacar que en aquellas habitaciones “con derecho a cocina” vivimos juntos, y quizá felices, una temporada. (La huella en los ojos, pp. 126 y 173)

 

Documento y vida

La gran riqueza de La huella en los ojos, expuesta sucintamente en esta reseña, se amplía en un generoso abanico de reflexiones, que el acierto del estilo y la enjundia y variedad de lo tratado provocan espontáneamente. 

 

 

       Cabría señalar que los dos penúltimos capítulos dedicados a las chicas y a los chicos malos se detienen quizá excesivamente en la enumeración de títulos e intérpretes, un empeño presente en las páginas anteriores, pero que en la proximidad del desenlace pierden algo de la coloración personal muy presente hasta el momento, y que aquí se diluye por el propio afán recopilador. Lo que no impide que el lector, al cerrar el libro, sienta que acaba de recorrer con el autor un volumen que no puede ser sino el primero de una autobiografía, que hay que esperar que se extienda a décadas sucesivas. En un final, que queda un poco en el aire, hemos dejado a Tatín, ya prácticamente Juan, en el probable tránsito de la pubertad a la adolescencia. El tomo se cierra con un título, Asuntos pendientes, que sintetiza y comenta acertadamente la mirada retrospectiva utilizada, sugiriendo al lector, ya con la apetencia de nuevas entregas, que el muy logrado estilo, donde se combina la discreción más exquisita con la claridad más contundente, debería, deberá aplicarse a otras etapas del personaje. Juan Tébar, como tantos cinéfilos, ha sido cineasta de múltiple recorrido, desde alumno de la Escuela Oficial de Cine a guionista y realizador de televisión, a lo largo de una vida susceptible de ser contada en volúmenes sucesivos.

       Porque el cine continuó ejerciendo su influencia decisiva muchos años después. ¿Hasta cuándo? Hoy ya no, desde luego. Hoy el cine es otra cosa, así como son muy diferentes el aprecio de la sociedad y los canales en que se consume. Juan Tébar lo resume muy bien en la página final de su excelente libro.

 

 Porque lo que del cine nos gustaba no era, seguramente, lo que nos gusta ahora. No era, quizá, ni siquiera lo que merecía gustar. Era lo que llenaba el agujero de nuestras carencias. Era algo muy difícil de explicar. Aunque lo haya intentado en todas estas páginas. Aunque quien lo probó lo sabe. (La huella en los ojos, p. 289)