
Vi en la tele a Pablo Iglesias sin coleta y parecía Jesucristo. Ana Rosa Quintana, la entrevistadora, debió de quedarse un poco maríamagdalenizada. Yo, desde luego, confieso que me turbé. “Es la primera vez”, le dijo al salir, y por un segundo contemplé blandirse el látigo que reserva para Mas. Estaban en casa de Pablo y él la dio de desayunar en la cocina entre botes de Colacao y bolsas de ajos, que indudablemente estaban allí por algo como en un escenario de película. Pero no sé qué pueden significar los ajos. La noche parecía haber sido intensa. Ana Rosa trataba de mostrar naturalidad en el entorno, pero yo noté que comía con boquita de piñón y que se sentaba sólo sobre una nalga. Me acordé de la escena de ‘La Dolce Vita’ en la que Marcello y Anouk Aimée pasan la noche en el piso inundado de una prostituta en el extrarradio de Roma. El encuentro había sido grabado y se emitían las imágenes seleccionadas en un programa de la noche. Ana Rosa llevaba cuero negro y tacones de aguja y Pablo tenía la sonrisa tímida, ni rastro del ceño eclesial. Yo le noté como devorado. Era Jonathan Harker retenido por las vampiresas de Drácula. Sin sangre. De ahí quizá el porqué de los ajos. Pablo está de tournée y suceden estas cosas. Es como si le hubieran introducido en el cuerpo una encuesta y nos estuviera enseñando todos sus órganos. La encuesta como un chip prodigioso que, sin embargo, no nos enseñará el chavismo latente (quizá porque se lo llevó Monedero), aunque no hace falta. Cualquiera diría que Ana Rosa lo dejó exhausto, pero no es eso, es la dura vida del hombre sándwich de Camba. El hombre que “detesta las vanidades humanas” cuando es todo vanidad; el hombre para el que hoy es lo mismo anunciar “un vigorizador del cabello que un depilatorio”, o “un drama de Shakespeare que un baile de Paulova”. Pablo es un filósofo catódico y yo añadiría que un estoico, como el hombre sándwich, capaz de dejarse atropellar por un ómnibus en Charing Cross Road.