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Mientras tantoLas preguntas solitarias

Las preguntas solitarias

La soledad del creyente   el blog de Stuart Park

 

En frente de la cocina de nuestra casa en Valladolid una tupida hiedra proporciona vivienda para una pareja de mirlos que año tras año construyen su nido en el jardín, que a veces burla nuestros intentos de detectar su escondite pero que en esta primavera lo ha hecho en plena vista y a la altura de nuestra mirada. Tres hermosos huevos de un azul verdoso con motitas negras puso la hembra («pequeños cielos azules» los llamó el poeta Gerard Manley Hopkins) y durante largos días y noches la mirla los incubó con paciencia infinita (si tal virtud cabe en el universo conceptual aviar) en espera de su eclosión. Una noche cayó una tromba de agua que duró horas, con un viento frío al que la madre no podría sobrevivir, pensamos, pero a la mañana siguiente ahí estaba con su mirada impertérrita, como siempre. Solo ella construye el nido, y durante la puesta e incubación el macho se dedica a cantar con su voz potente desde altas horas de la madrugada hasta el anochecer.

No puedo entrar en el cerebro de una mirla mientras incuba sus huevos, pero nos imaginamos que tendrá un reloj interno que le indica cuándo vence el tiempo de eclosión —catorce días normalmente—, pero en esta ocasión siguió en el nido una semana de más fuera de plazo, sin noticias de la aparición de sus crías. Siendo evidente que los huevos eran estériles la madre los abandonó finalmente, consciente de lo infructuoso de su espera. Su marcha nos dio cierto alivio ya que sabíamos que no iba a sacar adelante su prole, y para nuestra alegría no muchos días después allí estaba de nuevo llenando su pico con material de nidificación.

Mirlos volanderos en el nido

La paciencia y la esperanza son categorías antropomórficas que no deben aplicarse a los pájaros, he leído, pero mientras ella esperaba pacientemente en el nido no pude sino considerarla un ejemplo para nosotros, tendentes como somos a la impaciencia y el desespero. Lo cierto es que la presencia de un pequeño pájaro puede ser tan terapéutica como aleccionadora, y me vino a la mente la historia del pastor luterano Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), encarcelado en el campo de concentración de Flossenbürg por su oposición al régimen nazi y por su apoyo al intento de asesinato de Hitler, y que vivió la soledad del creyente intensamente.

El 24 de junio de 1943, en una de las cartas que envió a sus padres desde la cárcel militar de Tegel en Berlín, Bonhoeffer relató cómo el descubrimiento del nido de un pájaro diminuto aliviaba el tedio de sus paseos por el patio de la prisión. Un día encontró el nido destrozado y las crías esparcidas por el suelo, una muestra de la crueldad insensata de algún guarda pensó. Bonhoeffer, que sería ahorcado apenas dos años después en el campo de concentración de Flossenbürg muy pocos días antes de la entrada de los Aliados, encontró solaz recordando las fresas y frambuesas de su niñez, y observando la actividad de un hormiguero y el zumbido de las abejas en los tilos.

Una vez en el poder, en septiembre de 1933 los nazis impusieron la unificación de veintiocho iglesias regionales en la «Iglesia Evangélica Alemana», que expulsó de sus filas a todo creyente bautizado con antepasados judíos. También excomulgaba a militantes de partidos u organizaciones antinazis. No todos los creyentes en Alemania apoyaron a Hitler, sin embargo, y se formó la «Iglesia Confesante» para oponerse a la Iglesia oficial, liderada por Bonhoeffer y otros destacados teólogos como Martin Niemöller y el suizo Karl Barth.

Al inicio de su actividad religiosa, Niemöller (1892-1984) apoyó la política nacionalista, pero a partir de 1933 reaccionó contra la imposición hitleriana que excluiría a todos los creyentes con antepasados judíos. Arrestado por la Gestapo, fue internado en los campos de concentración de Sachsenhausen y de Dachau desde 1938 hasta 1945. Preguntado por qué había apoyado al Partido Nazi inicialmente, Niemöller contestó:

«Yo también me he hecho esa pregunta. Me lo he preguntado tantas veces como lo he lamentado. Además, es cierto que Hitler me traicionó. Tuve una audiencia con él, como representante de la Iglesia Protestante, justo antes de que fuera Canciller, en 1932. Hitler me prometió por su palabra de honor, proteger a la Iglesia y no promulgar leyes anti-eclesiásticas. También accedió a no permitir linchamientos (pogromos) contra los judíos, asegurándome lo siguiente: «Habrá restricciones para los judíos, pero no habrá guetos, ni linchamientos, en Alemania»».

La «palabra de honor» de Adolph Hitler envió a millones de inocentes a las cámaras de gas. Martin Niemöller dejó un conocido poema (a veces atribuido a Bertolt Brecht) en el que confesó su error:

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
ya que no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
ya que no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
ya que no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
ya que no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

El poema plantea la cuestión de la protesta. La respuesta de Bonhoeffer le llevó a la horca, ejecutado por haber formado parte de la conspiración para asesinar a Hitler en 1944 (la muerte de uno para salvar a millones dijo en su descargo). Miembro de una distinguida familia de la alta sociedad, el 8 de octubre de 1944 fue trasladado a la prisión de la Gestapo y el 7 de febrero de 1945 al campo de concentración de Buchenwald, y de allí en abril de 1945 fue llevado al campo de concentración de Flossenbürg.

En el amanecer del lunes 9 de abril de 1945, Bonhoeffer, que el día anterior había dirigido un servicio religioso a petición de los demás presos, fue ejecutado con la horca. Debió desnudarse para subir al cadalso. Sus últimas palabras fueron «Este es el fin; para mí el principio de la vida». El doctor del campo —testigo de la ejecución— anotó: «Se arrodilló a orar antes de subir los escalones del cadalso, valiente y sereno. En los cincuenta años que he trabajado como doctor nunca vi morir un hombre tan entregado a la voluntad de Dios».

Bonhoeffer, además de libros muy valorados dejó un poema que se titula ‘¿Quién soy yo?’:

¿Quién soy? – Me preguntan a menudo –,
Que salgo de mi celda,
Sereno, risueño y firme,
Como un noble en su palacio.
¿Quién soy? – Me preguntan a menudo –,
Que hablo con los carceleros,
Libre, amistosa y francamente,
Como si mandase yo.
¿Quién soy? – Me preguntan también –
Que soporto los días de infortunio
Con indiferencia, sonrisa y orgullo,
Como alguien acostumbrado a vencer.
¿Soy realmente lo que otros afirman de mí?
¿O bien solo soy lo que yo mismo sé de mí?
Intranquilo, ansioso, enfermo, cual pajarillo enjaulado,
Pugnando por poder respirar, como si alguien
Me oprimiese la garganta,
Hambriento de olores, de flores, de cantos de aves,
Sediento de buenas palabras y de proximidad humana,
Temblando de cólera ante la arbitrariedad y el menor agravio,
Agitado por la espera de grandes cosas,
Impotente y temeroso por los amigos en la infinita lejanía,
Cansado y vacío para orar, pensar y crear,
Agotado y dispuesto a despedirme de todo.
¿Quién soy? ¿Éste o aquel?
¿Seré hoy éste, mañana otro?
¿Seré los dos a la vez? Ante los hombres, un hipócrita,
Y ante mí mismo, un despreciable y quejumbroso débil?
¿O bien, lo que aún queda en mi se asemeja al ejército batido
Que se retira desordenado ante la victoria que creía segura?
¿Quién soy? Las preguntas solitarias se burlan de mí.
Sea quien sea, tú me conoces, tuyo soy, ¡Oh, Dios!
Se relata que en la mañana de su ejecución cogió un lápiz y escribió su nombre y dirección en un volumen de Plutarco que le habían regalado sus padres. Lo dejó en su celda, y fue devuelto a su familia años después. Quienes le vieron morir atestiguaron su serenidad y paz. Y así murió, desnudo y solo, confiado en la misericordia de Dios.

José Jiménez Lozano (1930-2020) escribió este pequeño poema en su recuerdo. Se titula ‘Dietrich Bonhoeffer’:

La fría celda, el banco,
los golpes en las puertas, en la noche,
el llanto reprimido,
el largo corredor con desconchados
en la pared, tan lisa,
el olor a higiene colectiva
de ganado de vísperas solemnes
de su roja e irrisoria muerte.
¿Por qué adustos zarzales, el amor
de un rostro nunca visto
le había arrastrado, y abatido luego?
Era Pastor de la Iglesia Luterana, pero
aunque interrogara a la Escritura,
sólo mudez. Con la noche y los chirridos
de la tarima del patíbulo:
siempre una tabla floja o leve,
y la cuerda, como un diábolo de las muchachas,
oscilaba en lo alto.
Selló la carta, hizo un hatillo
con Plutarco y los otros libros,
la inútil ropa que olía a manzana todavía
y echó a andar, decidido:
«Hacia la vida verdadera», dijo.

José Jiménez Lozano

La soledad de la duda es consustancial a la fe, una soledad radical, que no es un mérito, ni se busca ni se practica. No depende de las circunstancias externas solamente; se trata de una suerte de exilio interior que forma parte de la duda que es la otra cara de la fe.

En ello nos gana la mirla mientras espera la eclosión de sus huevos. Del sentido de la existencia no se ha preocupado nunca.

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