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Lo importante no es participar sino ganar. Lotería y publicidad de la experiencia

 

Hace ya bastante tiempo que en el terreno de la publicidad se impuso la experiencia como elemento de conexión entre un producto y un posible consumidor. La primera y antigua fase de esta relación giraba en torno a una buena performance del producto y un beneficio práctico como resultado final. Si un detergente, por ejemplo, actuaba eficazmente se esperaba de él, como consecuencia final, que quitara todas las manchas de la ropa. Con el tiempo el mercado se llenó de productos y el campo del consumo se expandió. Zigmunt Bauman sostiene que el mayo francés no saca a la calle a los revolucionarios sino que da paso al advenimiento de los nuevos consumidores. Si a esa lectura  sumamos la condición de jóvenes de aquellos manifestantes, ese perfil generacional hizo necesario también la creación de códigos nuevos para conectar con ellos. Nacen, entonces, las marcas y traen consigo el beneficio emocional: persiste el fundamento práctico del producto pero es necesario dar a esa utilidad una carga simbólica para conectar con el usuario en el plano emocional. Ahora el detergente tiene que ser bueno, demostrar su eficacia, pero debe dejar una estela de placer en quien lo usa para alcanzar una identificación. Entonces, además de prometer limpieza total estimula a que el consumidor pierda el miedo a la mancha. La última fase, la tercera y actual, es la que incorpora la experiencia. En ella, el producto desaparece para dar protagonismo total al consumidor: son historias de la gente y no de la marca. En el Reino Unido el detergente Persil de la empresa multinacional Unilever irrumpió, hace unos pocos años, con un spot en el que un niño jugaba en el barro, bajo la lluvia, y acababa con un mensaje simple y absolutamente alejado de la funcionalidad del producto: ‘Cada niño tiene derecho a ser un niño’. En este anuncio no aparece el bote de detergente, ni la lavadora ni el resultado: ropa inmaculada. Solo un niño jugando feliz.

 

La experiencia reclama un relato cuya carga simbólica sea capaz de reemplazar el significado funcional que el consumidor tiene del producto por uno nuevo con el cual se identificará. ¿Quién quiere privar a su pequeño hijo de la condición de niño? En este sentido, la publicidad a través de una experiencia nos ofrece un relato que ayuda a narrarnos a nosotros mismos como padres.

 

Vladimir Nabokov afirmaba que el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha atracción, ya que en medio de la crisis de la experiencia todos aspiramos a una vida intensa. En ese sentido, el psicoanálisis es un puente que nos vincula con las grandes tragedias y las grandes tradiciones, un procedimiento clásico del melodrama y de la cultura popular: “el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de su experiencia cotidiana”. Somos propensos a inventarnos historias y apropiarnos de otras con las que nos identificamos y que nos ayudan a construir nuestro mundo simbólico con el que ordenamos el caos del mundo. Las marcas han descubierto que alimentando ese imaginario tienen la posibilidad de ocupar una parcela de nuestro terreno simbólico.

 

Antes, una marca de automóviles necesitaba recurrir a ventajas técnicas para estimular la atención de un consumidor; la velocidad era una de ellas. Basta recordar un célebre anuncio de Porsche en el que se veía uno de sus modelos lanzado a toda velocidad y un reclamo que decía: “Piense en él como un Mercedes con salsa Tabasco”. Hace más de una década que BMW demostró en España que, al igual que hizo el detergente Persil, no es necesario enseñar un coche de su marca para alcanzar el éxito. El spot donde sólo se veía la mano de un conductor fuera de la ventanilla, jugando con la brisa mientras el coche avanzaba por una carretera y al final una voz preguntaba: “¿Te gusta conducir?”, marcó un antes y un después.

 

En la década de los ochenta alcanzó cierta notoriedad un spot de la ONCE en el que se veía una larga cola, desproporcionadamente extensa, tanto que atravesaba toda una ciudad. La cola acababa frente a un puesto de venta de loterías de la ONCE. La mujer que atendía el puesto abría la ventanilla y anunciaba un sorteo de cien millones de pesetas. El primero de la cola se desmayaba ante la sorpresa que le causaba esa cuantía y al caerse generaba un efecto dominó a lo largo de toda la fila. Hoy el anuncio no funcionaría ni con un premio de cien millones de euros. Por cierto, se supone que la lotería de Navidad sortea 2.240 millones de euros en premios y la cifra no aparece en ninguno de los anuncios de la campaña que ha hecho este año. ¿Por qué?

 

La lotería de Navidad sufrió entre 2006 y 2012 un descenso de ventas del 12% y en 2013 no logró mejorar los datos. Mientras que en 2012 se vendieron 2.456 millones de euros, las pasadas navidades la cifra fue algo menor: 2.362 millones de euros (un 3,9% menos). Curiosamente, en 2006 es el primer año en el que no aparece el famoso calvo que repartía suerte. Este personaje, una especie de Otro protector, vagaba entre el gentío repartiendo la buena fortuna en unos relatos oníricos y actuaba sobre el imaginario colectivo como un ángel de la guarda, un Dios personal, un sujeto cercano, cómplice. Este personaje vivía dentro de otro gran relato colectivo, el generado por la burbuja. Es curioso que aquel personaje soplaba pompas que emulaban las bolas de los números del sorteo navideño que al diluirse en el aire expandían la suerte. Cuando la burbuja de la economía estalló distribuyó de igual modo la crisis en el cuerpo social.

 

La lotería fue perdiendo fuerza poco a poco en parte por la crisis y también por un estilo de comunicación que no propiciaba el desembolso. Campañas divorciadas del imaginario colectivo que ponían de manifiesto la arbitrariedad del azar al apelar, por ejemplo, al toca literal o al entretenimiento mediocre como en el spot de la última Navidad en el que Monserrat Caballé y Raphael fueron ridiculizados hasta la extenuación en las redes sociales.

 

Este año, sin embargo, la lotería ha dado un giro total y ha fabricado un gran relato para vender el sorteo.

 

En un escenario del pasado, más cercano a una escena de los setenta que al tiempo actual, el protagonista del anuncio, Manu, quien no ha comprado su décimo porque posiblemente es un desempleado, al toparse con la solidaridad de Antonio, el dueño del bar, cambia radicalmente el significado de la lotería: deja de ser un juego de azar para convertirse en una emoción compartida. Lo real, la contingencia de estar bajo el inexplicable albedrío de la crisis, queda postergado. La campaña intenta vincular lo solidario con la lotería. Y del mismo modo que desplaza el significado de la crisis para instalar en un décimo la emoción de una posible salida, ataca otros insights (los sentimientos del consumidor en el diccionario del marketing). Hay una batería de spots que acompaña a esta pieza central. Por ejemplo, uno que refuerza la percepción que los ciudadanos tienen de la banca en el que vemos a un empleado bancario, afortunado ganador, que deja en evidencia el pérfido rol de las entidades financieras. En otra pieza del lote aparece un inhumano hombre de negocios que ve cómo se desbarata un desahucio –nada menos que al solidario dueño del bar–, en manos de la buena fortuna. La lotería, nos viene a decir la campaña, está de nuestro lado, del lado de los buenos.

 

El escenario del spot central de la campaña es un regreso al frío, a la Navidad de Dickens o a la serie Cuéntame; a la dureza de una crisis en un espacio desangelado: un lunes al sol todo cubierto de nieve. El protagonista, de ojos acuosos, cuerpo entumecido y el pelo ensortijado de aquel que baja a comprar una barra de pan sin pasar antes por la ducha, cruza el paisaje, y si descartamos la conversación previa con su mujer se puede pensar que va al bar en busca de refugio y no a hacer frente a una situación incómoda. El desenlace sorprende y la apelación final da un giro al lugar común en la comunicación de la lotería: el premio es compartirlo. Loterías se apropia del capital simbólico que vienen acumulando las organizaciones y las plataformas sociales que han surgido para proporcionar amparo ante los desahucios, los excesos y los atropellos de la banca y los recortes de derechos de todo tipo.

 

Cuando Barack Obama escribe el sólido relato de que el ciudadano puede, de que todos juntos podemos, lo hace a través de las redes, y la posibilidad de conexión de los electores con distintas plataformas digitales a través de los smartphones hace real la experiencia. ¿La promesa? Un retorno a la democracia participativa, un rol y no solo un voto. Un detergente que pasa a un segundo plano para colaborar en el crecimiento vital de un niño también ofrece una experiencia tangible: que se ensucie jugando y descubra el mundo; el detergente, después, limpia. Un coche que se oculta para dar paso al conductor y devolverle una experiencia infantil no está ofreciendo una promesa inalcanzable: basta con comprar el coche. En el spot de la lotería puede que, de tener un fallo este se encuentre en el desvío del beneficio final. En la lotería lo importante no es participar: es ganar; nadie compra un décimo ajeno a este propósito. Con lo cual, habrá que ver si el relato mueve a la acción después de generar emoción. En este sentido es mucho más efectivo el relato del hombre al que se le escapa la posibilidad de desahuciar a Antonio, el dueño del bar, al ganar éste la lotería, porque esa historia no ofrece fraternidad sino revancha. Ganar para tomar revancha. Revancha, la meta simbólica de la indignación. ¿Y no es acaso la indignación el relato central de estos días?

 

 

 

 

Miguel Roig es escritor, autor de libros como El marketing existencial; La mujer de Edipo. Las tres transiciones de la reina Sofía y Las dudas de Hamlet. Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española (Península). En FronteraD ha publicado El monarca arrepentido y los 140 caracteres, George Clooney y los idus de mayoMariano Rajoy y el silencio mayestático, El duque de Palma y el chelín de Jorge VI y Letizia Ortiz y el retrato de Dorian Grey.

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