
No sé si conocen al trabajador madrileño de agosto. Es una subespecie del género humano que vive y muere en este mes, tradicionalmente vacacional, del verano. Se caracteriza principalmente por su humanidad, una virtud poco común en el género a pesar de disfrutar de la misma raíz gramatical. El trabajador de agosto lleva una luz en sus ojos como el de septiembre la tiene apagada, o como el de julio muestra un gesto de pesadumbre, de facciones caídas como los pueblos del Titicaca, que mascan hojas de coca y sus individuos se mueven como camaleones. Yo ahora mismo, sin hojas de coca (me bastan las temperaturas para ponerme a tono), me muevo como el camaleón, trabajo como el camaleón y a nadie le importa. Todo el mundo se mueve a cámara lenta, y lo que es mejor, con una sonrisa en la cara. Hay tan poca gente en todas partes que siento como si los conociera a todos.
Uno achaca esta especialidad estacional, algo así como la Barcelona anarquista que homenajeaba Orwell, a la existencia de espacio y de tiempo. Un mundo menos poblado sería un eterno agosto sin prisas. Madrid es una hermosa ciudad en agosto donde la gente siempre está a punto de llamarse camarada. Fuera de este tiempo se dicen cosas menos agradables. Ahora cabe la posibilidad de seguir tratándonos de camaradas todo el año, pero esa es otra cuestión que nada tendría que ver con las sonrisas y el espacio y el paso lento de las horas. Madrid en estas fechas es gobernable hasta por Carmena y sus drugos. Una cosa sencilla. Madrid en agosto tiene playa, yo la he visto, siempre un poco más allá de la reverberación.
Uno a veces tiene la impresión de vivir en Comala, y hasta se sorprende expresándose en monólogo interior. Esta mañana me he levantado sintiéndome Pedro Páramo, he abierto la ventana y mi voz, fuera de control, ha pronunciado: “Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo”. Y me he quedado tan tranquilo. Luego he desayunado durante cinco horas, me he ido a trabajar veinticinco, he regresado a casa dando un rodeo de cuatro, he cenado en unas ocho y seguía siendo de día. Mis vecinos gritaban sin descanso y yo sonreía arrobado como Drácula oyendo aullar a los lobos; una sonrisa espaciada, lenta, pausada, floja, antes de irme a dormir varias noches seguidas. El tiempo tal y cómo se conoce no existe en el Madrid agosteño. Madrid es un pueblo perdido en agosto, un pueblo abandonado donde uno puede retirarse y vivir. Yo casi no sé lo que es vivir salvo en este Madrid efímero como si, como decía Rulfo, que era un escritor único y triste, ya me hubiera aleteado una suerte de vejez.