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Mientras tantoMi gran boda china (I)

Mi gran boda china (I)


 

¿Y te llevaron en palanquín?, me preguntaron con curiosidad no exenta de autoridad en el consulado, esperando una respuesta afirmativa para verificar que el mío no había sido un matrimonio de conveniencia. En aquel momento, sentada con la espalda ligeramente gacha en el confortable sofá de piel de un despacho que desprendía cierto anacronismo, mi mente se nubló con imágenes reales e imaginarias, flashes de mi memoria reciente en China. Recordé mi primera fiesta de la primavera (春天节) en Beijing, mi visita a la tradicional feria del templo (庙会) en el parque Ditan (地坛公园) junto al maestro de kung-fu que acabaría conquistando mi corazón. Comenzaba el año del buey, que anticipaba esfuerzo y persistencia. Mis expectativas de espiritualidad quedaron frustradas nada más comprar la entrada y verme deambular entre hordas de familias chinas abriéndose paso con dificultad entre los senderos asfaltados, convertidos durante aquellos primeros días del año nuevo lunar en mercadillos y parques de atracciones espontáneos. Entonces, entre puestos de pinchos morunos y tómbolas, vimos un palanquín que recreaba tiempos antiguos y ofrecía la oportunidad de sentirse mandarín o desposada por unos minutos, a ritmo de gong y previo pago de un módico precio. Es ridículo, pensé cuando trataron de subirme en aquel artilugio tan inestable y descontextualizado. Lo mismo pensé cuando se planteó la celebración nupcial en una aldea manchú de la China más rural que he conocido, en el agreste Dongbei (东北), pero entonces pudo más la propia curiosidad de antropóloga inocente, el deseo de sentirme privilegiadamente insider en una sociedad tan hermética como la china. Y acepté el convencionalismo para que la familia política no perdiese cara (面子) ante sus vecinos y parientes.

 

No –contesté tímidamente, sabiéndome cuestionada-, simplemente fuimos a comer a un restaurante. Sus padres organizaron el banquete e invitaron a los comensales con motivo de la boda. Mi respuesta despertó dudas, pero ya había contado los detalles surrealistas de esta historia varias veces antes y no quería recordarlos en presencia de personas desconocidas con las que había nula complicidad. Podría haber dicho que sí, que me llevaron en palanquín entre campos de maíz y viñedos; y haber recordado una secuencia de Sorgo Rojo (Zhang Yimou, 1987) para recrear aquella experiencia imaginaria. Si no fuera por mis pésimas dotes para la actuación y por lo mucho que me jugaba en la entrevista, me hubiera atrevido. Estoy convencida de que los inquisidores hubieran quedado satisfechos con esta versión oficial, hecha a medida de sus prejuicios y expectativas. Aunque el verdadero escenario del banquete nupcial podría encontrarse en otras películas de la quinta generación o el cine documental chino de los últimos años, formaba parte de una realidad más cruda que no encajaba en el decorado diplomático de aquel despacho, una realidad que incluso había encendido mis propias alertas de choque cultural por haberme acercado demasiado. Buscaba una experiencia insider, pero me sentí más outsider que en cualquier otro sitio. El banquete fue breve, pero reveló las estructuras patriarcales, la obsesión por el dinero y las miserias del pasado y del presente a través de toscas pinceladas que resultaban a primera vista ininteligibles. 

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