
Sería bueno dejar de hablar de corrupción, aunque da un poco de susto por si se reaviva, por si no acaba de apagarse como un rescoldo olvidado ahora que estamos todos resabiados. En Nueva York se dejó de hablar de delincuencia gracias al alcalde Giuliani, que puso a los policías de paisano a vender perritos calientes, a pegar carteles o a barrer las calles. En Nueva York, hoy uno puede caminar por el Bronx y ver a los pandilleros como a los Soprano por la tele a la puerta de la tienda de embutidos. Nada que ver con los ochenta, cuando, de asomarse, había que hacerlo acompañado de Charles Bronson. La normalidad es tan natural que uno siente envidia de la fluidez, no exenta de decisión y ejecución, con la que se han resuelto esos problemas. En Nueva York, la gente decide irse a vivir a Queens, por donde antes sólo se atrevía a pasar el citado Charles Bronson, a quien uno (a él y a su «justicia») recuerda últimamente a propósito del mangante, el comisionista español autóctono como el pandillero de Harlem o como las amapolas de los campos silvestres. En torno al comisionista, al mangante, florecen toda clase de argumentos y ninguna respuesta. Es como si la policía no se atreviese a entrar en esos barrios y la UDEF («¿qué coño es la UDEF?», dijo un Pantera Negra) fuese la comisaría Fort Apache del sur del Bronx. A la UDEF habría que hacerle una película donde los detenidos, esposados a las sillas frente al mostrador de la entrada, vociferasen como los camellos o las prostitutas del cine, y ese típico agente de oficina pegado a un cubículo como Jabba el Hut se mofara de ellos con distante familiaridad mientras rellena sus informes rutinarios. Sería bueno dejar de hablar de corrupción, aunque quizá sea demasiado pronto. Faltan por descubrirse casi todas las tramas y, sobre todo, nos falta Charles Bronson. Puede que una vez conseguido esto llegue nuestro Giuliani y limpie las calles, los parlamentos, como si Nueva York nunca hubiese estado sucia.