Cenaba hace poco con una amiga y de repente, así, como quien no quiere la cosa, me comentó que la mayor tragedia del siglo XXI era la imposición de ser feliz. “Claro, si no eres feliz ¿qué haces? ¿lo dices? Porque se supone que tenemos que serlo las veinticuatro horas del día, ¿no?”. Entonces se me atragantó la rúcula, el parmesano y todo a la vez, y miré discretamente a la botella de vino. Me dije que nos habríamos tomado más copas de las debidas. Pero ella continuó. Y me contó que la segunda causa de baja laboral son trastornos mentales. ¿Pero sabes por qué vivimos en una sociedad deprimida y adicta al trankimazin? Me volví a atragantar. Maldita rúcula. Porque sabemos que la vida está en eso: en la felicidad. Y que si no eres feliz te dan la palmadita en la espalda: chaval, estás hecho un depresivo así que ya te puedes ir animando.
Oh happiness, oh happiness
Cenaba hace poco con una amiga y de repente, así, como quien no quiere la cosa, me comentó que la mayor tragedia del siglo XXI era la imposición de ser feliz. “Claro, si no eres feliz ¿qué haces? ¿lo dices? Porque se supone que tenemos que serlo las veinticuatro horas del día, ¿no?”. Entonces se me atragantó la rúcula, el parmesano y todo a la vez, y miré discretamente a la botella de vino. Me dije que nos habríamos tomado más copas de las debidas. Pero ella continuó. Y me contó que la segunda causa de baja laboral son trastornos mentales. ¿Pero sabes por qué vivimos en una sociedad deprimida y adicta al trankimazin? Me volví a atragantar. Maldita rúcula. Porque sabemos que la vida está en eso: en la felicidad. Y que si no eres feliz te dan la palmadita en la espalda: chaval, estás hecho un depresivo así que ya te puedes ir animando.
Le di algunas vueltas a la conversación y, hace unas semanas, yo, que no leo ni un periódico –y no es que me enorgullezca pero es así– di con la contra de La Vanguardia. Decía: “Pensar en positivo para superar el dolor produce justamente el efecto contrario”. Tuve que leerlo dos veces para asegurarme de que no era El Mundo Today. Al fin un poco de sensatez, me dije. Porque el vaso, cuando está medio vacío, a mi que no me cuenten historias: no está medio lleno. En la lista de los crímenes que cada uno puede cometer, el de no ser feliz –aunque sea una temporada, un mal día incluso– se ha exagerado hasta límites inimaginables. Así que lo que produce depresión no es solo el estrés, la enfermedad, las rupturas, los duelos. Las exigencias de esa felicidad constante y total abren la puerta de par en par a la depresión y a la tristeza. ¿Estamos siendo todo lo felices que deberíamos?
Ayer, mientras esperaba a un amigo en la estación de Sants, me senté en un banco al lado de unos jubilados. Uno le preguntó al otro qué tal estaba. Aquí, viendo la gente pasar, le contestó. Pensé que eso tenía que ser muy aburrido. Sin embargo, a los cinco minutos me había mimetizado, estaba haciendo como ellos: observando el ajetreo de la gente que se iba, que llegaba. Las maletas. Los abrazos de despedida, los besos del reencuentro. Entonces saqué mi libro y releí ‘Imperio’, un viejo cuento de Richard Ford. En él seguimos el aparentemente plácido viaje de una pareja en un vagón de tren. Muchas historias se cruzan y en un momento dado, el protagonista entabla conversación con una sargento que viaja en el mismo tren, y ella le cuenta algunos episodios de su infancia: “Cuando era pequeña y vivía en California y mi padre me estaba enseñando a conducir, yo me decía ‘ahora estoy conduciendo. Tengo que prestar atención a todo, tengo que verlo todo, tengo que poder pensar en mis manos en el volante. Es posible que piense solo en este preciso momento para siempre y que esto me enloquezca’. Pero para entonces ya había pensado en otra cosa”. Aquello me pareció significativo. Fue una frase que obviamente subrayé. Porque supongo que de lo que la sargento estaba hablando era de detenerse en el instante, de no pensar en lo que venía después. De vivir las cosas en sí.
Entonces pensé en todas las veces que hacemos cosas pensando en lo que vendrá. Como si la vida fuera una lista de tareas para llegar a la tarea definitiva, la felicidad. ¿Y que viene después de la felicidad? Eso ya no lo sé. Quizás el tema es que siempre vamos conduciendo rápido para llegar a otro lugar, pero que pocas veces nos detenemos en el acto mismo de conducir, como la protagonista del cuento de Richard Ford. Yo no conduzco. Pero sí que llego siempre corriendo a los sitios, con mi móvil en la mano y mis veintemil aplicaciones, no sea caso que tenga algunos minutos libres para detenerme y ver qué hay ahí fuera, como los jubilados que se sientan todas las tardes a ver pasar a los demás. No sé si en esa paz está la felicidad. Tal vez está cerca de ella.