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Mientras tantoPueblos en fiestas

Pueblos en fiestas


 

La semana pasada estuve en las fiestas de un pueblo que no es el mío, pero lo parecía. En realidad, siempre me pasa lo mismo. Es como si todos los pueblos españoles, durante sus fiestas, fuesen hermanos. Yo en una fiesta de pueblo español me siento como en casa y tardo poco tiempo en pasearme por la plaza saludando a todo el mundo como si los conociese, porque en verdad los conozco. Y ellos a mí.

 

La orquesta es la misma de toda la vida: ‘Colores’, aunque a veces también se hace llamar ‘Tentaciones’. En un pueblo se llama ‘Colores’,  y en el siguiente ‘Tentaciones’, y así sucesivamente. Ustedes conocerán tan bien como yo al padre que baila al son de Rafaela Carrá con la hija que le llega por la cintura. Él siempre lleva blue jeans (siempre he querido llamarlos así) y zapatillas de deporte, y la niña las uñas pintadas de rosa porque es fiesta. Más tarde sigue bailando, pero profundamente dormida, mientras las piernas le cuelgan, en el pecho de papá.

 

Uno observa los alrededores de la plaza y ve sentados en los poyos a los aborígenes, tocados con gorras de lona con agujeros y armados con bastones, de edad avanzada la mayoría, aguardando pacientemente a que lleguen los pasodobles. Su mirada es impasible e incluso torva. Una mirada de felino presto a saltar al primer compás de Manolo Escobar para bailarlo con toda solemnidad, que es lo que falta, y no puede nunca faltar, en las plazas de los pueblos.

 

Tampoco puede faltar el niño excitado al que siempre persigue alguien entre el gentío de la plaza. Yo le llamo “El fugitivo”, e invariablemente aparece por el foro abarrotado, a toda velocidad y presa de una risa nerviosa, sorteando al filo a las personas, como el motorista aquel de Fellini que aparecía de pronto en Amarcord.

 

Las edades del hombre no están en Atapuerca sino en las plazas de los pueblos en fiestas. Hay grupos de adultos que miran con nostalgia y misterio a los grupos de adolescentes que siempre están llegando a la plaza. Uno observa las bocacalles y siempre hay un grupo de adolescentes haciendo su entrada. No se sabe de dónde vienen. Yo, cuando era adolescente, hacía lo mismo, pero ya no me acuerdo de dónde venía porque se olvida automáticamente (es la naturaleza) una vez se cumplen los años.

 

Porque las afueras de una plaza de pueblo en fiestas son como lugares prohibidos o fronteras peligrosas. Uno se adentra por esas callejuelas de donde vienen los adolescentes y encuentra un mundo apocalíptico con olor a pis. Se oyen voces pero no se ven personas. Gritos ahogados, gemidos, ruido de cadenas. Se encuentran rastros: botellas, vasos de plástico aplastados, pero nunca se termina de ver nada. Todo queda envuelto en una nube de la que sólo se sale al regresar a la plaza.

 

Yo he visto bailar en esas plazas a un padre de familia y abuelo a Los Chichos del mismo modo que el Black is Black. Es el hombre monobaile que siempre está allí, acompañado de su esposa de la que se diferencia porque ella mantiene los brazos erguidos. Debería parecer que se lo están pasando muy bien, pero no lo parece. El hombre monobaile es frío como un témpano. Llega, ejecuta sus movimientos y a la una, como muy tarde, se marcha.

 

El hombre monobaile, a pesar de su gesto, al menos baila, porque luego están aquellos otros, familias enteras, a las que parece que han obligado a salir de noche y pasan cómo pueden la velada entre asustados y ateridos. Yo a estas personas les veo sobre sus cabezas los pensamientos, como en una viñeta de cómic, y en ellos siempre aparece una cama y muchas zetas, y también una sierra serrando un tronco. Yo he llegado a pensar que a estas personas va a sacarlas de casa la autoridad competente para que no rompan el ecosistema de las fiestas.

 

A los que no hay que ir a buscar son a los que a la una, cuando el hombre monobaile y su esposa se retiran, ya se han tomado diez copas. Suelen hacerse notar sin problemas porque lo bailan todo como Tony Manero: brazos y piernas al ritmo del movimiento ondulante del tronco. Sudan en abundancia por mucho que las señoras frioleras (otro morador ineludible de las fiestas) lleven puesto el jersey del marido y por encima el del yerno, que está deseando que se vaya para tomarse diez copas y ponerse a bailar como Tony Manero. Al fin y al cabo, las fiestas de los pueblos son fiestas. Yo me encuentro en ellas muy a gusto, tanto si son en Fuenterrabía como en Barbate, donde un año toca la orquesta ‘Colores’ y al siguiente, por supuesto, la ‘Tentaciones’.

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