
La primera vez que voté no paraba la gente a mi alrededor de decirme lo importante, lo trascendental diría, del momento. Yo, que siempre he sido bien mandado, marqué aquella fecha como el paso definitivo, el ingreso sin retorno en mi recién adquirida edad adulta. Delante de la urna entregué mi sobre, mi voto (recuerdo que no me dejaron introducir directamente el sobre en la ranura), como si estuviera entregando con él mi vida anterior (¡la vida en un partido!): una vida de juegos, de ensayos, de entrenamientos y de largos veranos. Cuando me volví, todo había cambiado. Mi visión del mundo era diferente. Yo, de repente, era un hombre. En realidad ya lo era desde mi mayoría de edad de manera sorpresiva, sobrevenida a pesar de que conocía el día y la hora exactas de su venida. Yo salí aquella mañana del colegio electoral con la barba cerrada, la voz varonil, el cuerpo formado, la mente clara y los principios certificados ante notario. Yo salí de allí hasta con mujer e hijos. La certidumbre me embargaba. Todo lo comprendía. La luz iluminaba todas las cosas y yo asentía, sabio y paciente, sereno, inalterable. La política me importaba de pronto por arte de magia. Tenía dieciocho años y ya estaba preparado para vivir, ¡vivir a mí!, me decía. Se habían disipado las dudas y los miedos. Podía votar y conducir; entrar a las discotecas; podía ir a la cárcel. Yo era un hombre porque así lo habían decidido los diputados, y los diputados lo saben todo. A la vista está. Desde entonces mi existencia ha sido un cúmulo de certezas. No he dado un paso que no fuera firme. A mis decisiones jamás les ha acompañado un atisbo de duda. Ejercer el derecho al voto, la edad adulta marcada por la decisión del Congreso, me convirtió en un individuo formado y pleno. Yo pienso que cuanto antes podamos ejercer ese derecho milagroso mejor. Y ya que estamos no a los dieciséis como proponen, mejor a los catorce, ¿y por qué no a los doce? ¿y a los diez?. Uno de verdad existe, de verdad, cuando vota. Es una experiencia absolutamente maravillosa y definitiva. Pero, llegado hasta aquí, he de confesar que les he engañado, aunque no del todo. Yo sé, porque me lo han dicho, porque lo he visto y lo veo (me codeo por donde voy con sujetos extraordinarios), que el voto funciona tal y como se lo he contado, ¡cómo no, si lo garantiza una mayoría de diputados!, ¡y de izquierdas!, pero he de confesar que no en mí. A mis cuarenta y un años el cortex (la zona prefontal del cerebro que regula las emociones y juzga la relación coste-beneficios, como recuerda hoy en El Mundo Emilia Landaluce), por desgracia, aún no se ha desarrollado, pero yo soy una excepción. De cualquier modo, aunque sólo sea por mi experiencia en la observación, yo apoyo sin fisuras que los jóvenes de dieciséis años puedan votar. Les cambiará la vida, más aún (fíjense lo que les digo) que a quienes proponen con admirable abnegación, precisamente ahora, tan valiosa y desinteresada medida.