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Mientras tantoQuerido profesor Keating

Querido profesor Keating


 

 

“Quien no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra”

Claude Bernard

 

 

Robin Williams me enseñó a leer. No él, claro. Pero sí John Keating, su personaje en El club de los poetas muertos, ese profesor de origen humilde que daba clases a los niños pijos de uno de los colegios más elitistas de Inglaterra. Ayer por la noche, al enterarme de que Robin Williams había muerto, pensé en la cantidad de veces que sus palabras, ya sea en esta película o en El indomable Will Huntig me salvaron un poquito la vida.

 

Cada uno tenemos algunas personas favoritas. La de Holden Cauldfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, era su hermana Phoebe. Una de las mías era Robin Williams, fuera quien fuera en la realidad. Porque en ese terreno que llamamos ficción, que es a menudo otra forma de realidad, Williams me hizo reír con La señora Doubtfire, me hizo tener miedo con Jumanji y me hizo advertir muy pronto que la literatura podía servir para salvar una vida y para condenarla también. Quise ser poeta –aunque a la vista está que no lo soy–, pero sobre todo quise que alguien como Sean Maguire, el terapeuta de El indomable Will Hunting se sentara junto a mí en un banco de un parque y me dijera todas esas cosas que le dice a su discípulo, Will Hunting: “Sabes muchas cosas de memoria, pero ¿acaso has sentido algo de eso, algo que no esté en los libros?” . Porque algunos pensamos que memorizar y citar tienen el mismo peso que vivir, que escribir. Pero no lo tienen. Hablar del amor citando un soneto de Shakespeare no tiene nada que ver con levantarse al lado de la persona que uno ama y sentir eso que se llama felicidad.

 

De niña recuerdo que a la muerte de Félix Rodríguez de la Fuente, los niños cantábamos aquello de “querido Félix, cuando llegues al cielo”. Si fuera niña, y creo que aún lo soy, le cantaría lo mismo a Robin Williams. Aunque suene cursi, aunque esto no sea lo que dirán en esos obituarios rancios que uno lee en los periódicos. Le diría a Robin Williams una cosa: que su ‘carpe diem’ nos valió a muchos para acordarnos de que el tiempo se va y que los jóvenes que aparecen fuertes y lozanos en fotografías en blanco y negro están probablemente hoy criando malvas. Tal vez ‘carpe diem’ se haya convertido a día de hoy en uno de esos tópicos manidos que tienen más que ver con el estampado de una camiseta que con un mensaje profundo. Pero ayer, mientras hablaba por teléfono con mi abuela, quejándome de lo caro que era Suecia y de lo cansada que estaba de dormir en el suelo de hoteles asquerosos, se quedó callada un momento y me dijo, muy seria, que aprovechara. “Mírame a mí, Laura. Ya ves cómo estoy yo ahora. Haz todo lo que puedas, vive las cosas. Luego, me enseñas las fotos. La vida pasa cada vez más rápido”.

 

Tenía toda la razón. Entonces pensé en mi profesor Keating y en lo tan a menudo que he desoído sus consejos a lo largo de estos años. Así que yo, que no sé muy bien si los muertos van al cielo y esas cosas, solo quería decirle desde este humilde rincón que aunque nunca haya sabido qué ha ocurrido en su vida privada ni quién era en realidad, sus personajes nos salvaron a todos un poquito la vida. Nosotros no se la pudimos salvar y eso me entristece. Pero gracias, profesor Keating. Muchas gracias.

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