El primer viaje a Las Hurdes lo realicé hace ya unos años, en un fin de semana, alojado en la hospedería Hurdes Reales, un discreto parador, digamos, perteneciente a la Junta de Extremadura, inserto en una red de buenas hosterias, repartidas por las zonas rurales de toda la región extremeña, pues se ofrecen como hoteles rurales. Fue un pequeño viaje de mucho coche estacionándose en muchos puntos, en las Hurdes altas y bajas, más genuinas las primeras. Yo iba informado por las lecturas en torno a esta comarca, sus penosos tiempos pasados, ese viaje que hizo, recorriéndola en mulo, el rey Alfonso XIII, a instancias del doctor Gregorio Marañon y otros dos médicos. Naturalmente había visto la película Las Hurdes, tierra sin pan, de Luis Buñuel.
El primer destino del viaje, antes de ocupar la habitación en la hospedería, fue contemplar, desde un mirador, el meandro del Melero, que dibuja circularmente el río Alagón. Pues en ese sitio vi a un hombre y a una mujer juntos (posiblemente un matrimonio), ya bastante mayores, que exhibían en el cuello la inflamación de bocio por haber padecido agrandamiento de la glándula tiroides, causado por la deficiencia de yodo como consecuencia de la mala alimentación que habían soportado en los pésimos años hurdanos. Por supuesto, los chicos y chicas de hoy en Las Hurdes, y no sólo ellos sino la gente de mediana edad, se han criado comiendo yogures y tienen un aspecto sanísimo.
El segundo viaje a Las Hurdes fue breve, previo a una estancia, de más días, en el convento Desierto de San José, de carmelitas en clausura, en Las Batuecas. Ahí es donde se alojó Luis Buñuel y su pequeño equipo cuando rodaron la película sobre Las Hurdes. Tenía la ventaja, dice Buñuel en sus memorias, de ser el único sitio con teléfono en la zona. Cuando yo estuve allí los monjes me asignaron -lo ponía en una placa de cerámica- la habitación que le dieron a Alfonso XIII cuando visitó Las Hurdes. Buen cuarto: cama cómoda, ventana a un bonito jardín, y mesa grande, con flexo, para escribir a mis anchas y poder plantar espaciosamente el ordenador.
Mi reciente tercer viaje a esta comarca cacereña, que linda con la provincia de Salamanca, con Las Batuecas y la Sierra de Francia, en el término de la Alberca, pueblo muy pintoresco, ha sido sumamente provechoso. Me dirigí a una alquería (pedanía) del municipio de Nuñomoral, situado en el valle del río Hurdano, afluente del Alagón. Valles de oro podríamos decir que constituyen estos inmensos y sobrecogedores parajes de las Hurdes altas. He estado alojado en la casa que posee un amigo mío, una elegante morada, discreta, con dos plantas y dos terrazas, construida con recia piedra del lugar. Mi amigo es un poeta, con varios libros publicados. Él ya está jubilado, pero su profesión fue la de magistrado, habiendo sido juez y fiscal. Él vive habitualmente en una urbe populosa, pero se viene con frecuencia a su casita de Las Hurdes para estar unos cuantos días en completa paz.
Como él conoce gente, sus vecinos, menestrales a los que acude, yo he conocido a esa gente del lugar, que me ha presentado. La primera impresión que uno saca es que los hurdanos no «tragan» con la película de Buñuel. Ellos dicen que en ella se ha incurrido en muchas mentiras. Y aunque yo les he dicho que hace cien años Las Hurdes eran inhabitables, ya que no había sino senderos, no podían pasar carros, Alfonso XIII las recorrió obligatoriamente en mulo, no había alimentos, ni siquiera pan, etcétera…, no hay manera, no se lo creen; o no se lo creen del todo. Aparte de esto, los pobladores de Las Hurdes son muy trabajadores, cada uno está afanado en sus quehaceres, en la huerta recogiendo los frutos que toquen, ocupándose de los animales, dándoles de comer higos, tomates. Nos han regalado, recién cogidas del árbol, deliciosas pavías, una especie de melocotón pequeñito, muy dulce. Allí se siguen viendo mulos y burros realizando el transporte de las cosechas. Ellos quieren que las faenas sean cumplidas sólo por ellos. Dicen que si vienen otros a ejecutar sus ocupaciones, los sacan a hostias; no por racismo, ni mucho menos, sino por algo que ellos creen lícita propiedad. Sí que les place tener entre ellos a un visitante ilustre como mi amigo. O a otro que viene que es piloto de Iberia. O a mí, si quisiese afincarme en una casita cara a espléndidas vistas, dada la fabulosa propaganda que mi amigo me hace.
El poeta y simpático magistrado y yo hemos paseado en esos días por las sobrias y gentiles sendas del entorno, yendo a presas y a chorros, además de entrar a bares para beber el vino extremeño Paiva. En uno de ellos, en Casares de las Hurdes, el pueblo más poblado de la comarca, con una fiesta en Carnavales, de tamborileros, muy atractiva, nos citamos con un amigo de mi amigo, Juan Benavente, que fue el constructor que le hizo la casa. Nos sentamos en una terraza ante la visión impresionante del valle. Este buen hombre, Juan Benavente, es cazador. Sobre todo, caza jabalíes. Enseguida sacó un plato con chorizo y salchichón de jabalí. ¡Qué rico! Excelente sabor regado con el vino de Almendralejo. Al despedirnos me regaló una botella de vino tinto elaborado por él. Fue constructor, sigue fabricando miel, secando embutido. Un ser paradigmático de esta tierra.
El resto del tiempo, mi amigo y yo hemos hecho cursar vida tranquila. En su salón con chimenea, todavía no encendida, hablando de lo lindo. De todo un poco. Acostándonos pronto. Haciendo cundir siempre momentos sosegados. He aprendido mucho, saboreando las sinopsis referidas de la “sagrada” condición de juez que él ha ejercido. Mi querido compinche siempre comprende al delincuente, aunque, sin duda, haya que aplicar la ley, si bien con permitida y lícita flexibilidad, apoyando al más débil, ya que siempre hay razones, aduce, inevitables para delinquir. Y lo he pasado bien oyendo anécdotas acaecidas en su oficio, que, entre serio y con gracia, me ha contado. Divertida, y profunda, es una por la que una mujer, una gitana, iba a ser sometida a juicio por haberse dañado el útero con todos los indicios de querer provocarse un aborto con un tallo, un palo. El aborto, entonces, estaba fuera de la ley. La gitana ya tenía ocho hijos. Mi amigo, apreciando la debilidad de la acusada, le dijo al abogado que dijera que, a pesar de los indicios, la mujer se había metido el tallo para producirse placer. De tal modo que no hubo ninguna consecuencia penal. Durante otro caso, una mujer había incurrido en bulos, falsas acusaciones contra un hombre. El juez, mi amigo, declaró: «[Fulanita] tira la piedra y esconde la mano”. Una instancia superior a él, una magistrada superior a él, exclamó: «Si Fulano [y aquí va el nombre real de mi amigo] dice eso, por algo será». Hasta las feministas aplaudieron.
También hemos hablado cumplidamente de literatura. Subieron a nuestra palestra un buen número de escritores y editores apreciados. Apareció el bueno de Antonio Machado. Afloró un dicho del gran poeta: «Estoy en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas». Especulamos con su posible significado, tan “fuerte” en el segundo término de la proposición, tratándose precisamente de la ecuánime y bondadosa personalidad de Machado, tal que así lo hemos creído siempre. Al cabo, nos resignamos doblegándonos al misterio. Bueno, hablar es lo que tiene: dilucidar honestamente.