
Pablo Iglesias apareció ayer afeitado. O casi. Hizo un juego de palabras (cambio, recambio), acuñó el término revolucionario de turno: “comando central electoral” y se marchó. Pero uno cada vez está más convencido de que quien viene o se marcha es la coleta y no él, como si fuera un hombre a una coleta pegado, una coleta superlativa, una coleta sayón y escriba.
Ahora que ha reducido sus intervenciones pasando de la exposición a la instantaneidad (lo suyo ya casi es como la pelea anual de Mayweather, como si le hubiera hecho mella el reportaje aquel con los guantes en Vanity Fair) se pueden apreciar mejor los detalles. A Pablo le han dejado la perilla (le quitaron los pendientes, los piercings y también la barba) quizá porque es el vello facial que menos desentona en abundancia y lustre con su alquitara pensativa, con su elefante boca arriba.
Le han echado esos otros pelillos a la mar y con ellos también las formas soberbias que ayer parecía contener a duras penas como si tratara de seguir las instrucciones del logopeda. La red internauta de Podemos, su Arriola, actúa como una clínica de estética, o mejor como la habitación de Gregorio Samsa donde puede que un día amanezca Iglesias convertido en insecto, tumbado en la cama boca arriba sin poder darse la vuelta por el peso de su pelambrera, el espolón de una galera.
Uno imagina a Errejón llamando a la puerta: “Pablo, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?”, y después toda la Metamorfosis como si el resto de Podemos fueran el padre, la madre y la hermana de Gregorio, y su jefe y los huéspedes y la criada. A uno casi le dio pena comprobar esa transformación de Pablo (esa coleta tan fiera que en la cara de Anás fuera delito), que no cesa pero tiene sus momentos álgidos, propios de verle ya tan poco como a un niño cuyos cambios en el tiempo resultan asombrosos.
El día que a Pablo le quiten la coleta, la pirámide de Egipto, las doce Tribus de coletas, habrá muerto como si le hubiesen incrustado una manzana en el caparazón que terminará pudriéndose e infectándole. En el fondo Pablo ya no es Pablo. Se pudo ver en esa lucha interior de ayer por no fruncir el ceño, que aun así se fruncía en estertores, como si tuviera que moverse a partir de ahora con todas esas pequeñas patas del escarabajo de Kafka.