
No sabe uno cómo reflexionar con este viento. Los de siempre (aunque muchos menos) quieren indignarse, y uno casi lo único que quiere es encerrarse en casa aterrorizado por el recuerdo del conserje que se ahorca en Cadaqués incapaz de soportar la Tramontana en uno de esos cuentos peregrinos de García Márquez. Aquellos sabrán lo que hacen pero uno está un poco cansado ya de ventoleras, y eso que acaban de empezar. Las ventoleras ideológicas de Rajoy. La indignación parece haber pasado como el apogeo de una hoguera, y ahora sólo quedan rescoldos de los que mayormente se aprovecha Albert Rivera, quizá sólo hasta que se hagan ceniza, pues Ciudadanos no es llama como Pablo sino brasa, que tarda en formarse pero dura más tiempo. Puede ser que el Estado del Bienestar, todos esos pesebres ciudadanos que tanto molestan cuando no le tocan a uno a pesar de ser de uso extendido, la plena manifestación del ser español, esencialmente socialdemócrata, sea simplemente una coyuntura que se acaba ahora. No hay generación que viva y muera bajo el ideal de su nacimiento o en el de sus conquistas. Al final, o al principio o en el medio siempre llueve. Y moja. No pinta, como hizo Orwell, que sea tiempo de escribir un homenaje a un lugar y a una época cuando todo lo anterior parece que va a continuar con tímidos aunque noticiosos retoques tras un intervalo de hartura suave. Ocurre que apenas hay conciencia de otro estado y no se sabe lo que se quiere salvo asentir a los eslóganes de renovación, de decencia, mientras todo sigue igual. No queda más remedio que reflexionar sin fin, a pesar del viento; como si uno fuera un buen demócrata, que es algo así como antaño era ser un buen cristiano. Se quiere lo que en realidad nunca se tuvo, que es lo que se promete: nada nuevo. Aguantar la ventolera que se lleva el humo de las señales mientras los indios tocan el tam tam. Todo el día con el tam tam. O con el tic tac. Se dice que no ha habido una generación tan preparada. Tampoco se cogió a ninguna tan desprevenida.