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ArpaTorcuato Fernández-Miranda. El fino arte de la demolición

Torcuato Fernández-Miranda. El fino arte de la demolición

 

Este hombre tan brillante como un espejo y tan herméticamente opaco como cualquier espejo fue un gran patricio romano de la orilla derecha del Piles, en Gijón, al norte de España, al que la Historia colocó en medio de un grandioso escenario de decadencia y crisis. Y en el epicentro de toda esa catarsis, con caudillos que mueren aferrados a su bastón de mando y reyes que pujan ansiosamente por salir de la asfixia histórica, con familias del régimen franquista que luchan ladina y agónicamente por la supervivencia de su dorado estatus y de asesores que hablan, con pérfida lengua, al oído del caudillo exangüe o al rey que sale de la aún blanca espuma del tiempo, en el mismísimo epicentro de todo ese laberinto de odios y pasiones, de vanidades y ambiciones, de silenciosas traiciones y de fidelidades incumplidas, emerge él con su aguda mirada de águila, recubierto el enjuto cuerpo con el limen escurridizo con el que untan la piel las serpientes, y con la pose ligeramente altiva de quien se siente capaz de dar forma a la gestación política, dispuesto a llevar a cabo, con la soberbia del derecho en una mano y la ambición en la otra, aquello para lo que seguramente se sentía más llamado: hacer de partero de la historia, de racionalista del destino.  

 

De todos los gijoneses que han existido, Fernández-Miranda ha sido, con la excepción quizá de Jovellanos, el que más alto ha estado nunca en la resbaladiza pirámide del poder y el que mejor conoció sus entresijos. Sencillamente porque fue siempre, por carácter, disposición y habilidades, hombre para los entresijos, hábitat en el que se movía con la agilidad con la que se mueven los peces. Eso desencadenó un sinfín de distorsiones sobre su personalidad y sus propósitos, distorsiones que en gran parte alimentan todavía hoy una pequeña pero pertinaz leyenda negra, que aún empequeñece y mancilla su figura. Su gran afición vital consistió en convertirse en gramático del poder, y a esa apasionante tarea de descubrir sus leyes físicas y psíquicas dedicó toda su vida. Tras tan tenaz y apasionada búsqueda llegó al resultado al que se llega siempre en ese ejercicio titánico: a descubrir que el poder es un pez escurridizo que se desvanece, como cualquier aire, en las manos, una nefanda arbitrariedad y un sutil arbitrio.

 

Como él mismo formuló en una cena íntima, en la que cometió una indiscreta altanería inocente, él era el autor del guión o libreto de la Transición española a la democracia; Adolfo Suárez, el actor, y el empresario, el Rey Juan Carlos. Y tan enfrascado estaba este artista en pintar su inmenso mural político, tan metido estaba en el jaleo de frenar o lanzar ambiciones, manejar secretos, calibrar estrategias, dar entrada y salida a los impacientes intérpretes, que a tan imponente guionista se le escapó cuál era el final inevitable de esa gran película que él, como un Tácito o un Tito Livio, rodaba y escribía: dar paso al actor principal, y quedarse colgado del Toisón de Oro que, como una soga de oro al cuello, le impondría el gran empresario. Final que estaba cantado de antemano, y que, por lo que sea, a este patricio gijonés, tan penetrante y astuto, se lo taparon los sutiles velos del deseo. Todo eso le dejó un poso de amargura e ingratitud en el alma que mató a este niño grande que soñaba permanentemente con el poder, no tanto por tenerlo como por hacer con él las jugadas maestras que los ajedrecistas hacen con su arte.

 

Fue este hombre, para bien y para mal, un gran Maquiavelo. No en el sentido despectivo del término, que tanto usaron contra él sus más vesánicos enemigos, sino en el sentido más noble del término: fue un gran consejero y un gran maestro de príncipes. A ese Príncipe que le encomendaron (justamente el de Asturias) le fue abriendo y desmontando la enrevesada maraña legal y política del régimen articulado por el general Francisco Franco. De lo que hay innumerables y aleccionadoras muestras. Pero fue tanto tiempo Maquiavelo que, de manera misteriosa, acabó siendo Maquiavelo de sí mismo, es decir, prisionero de su propio papel sin que llegara a percibir nunca, él que era tan agudo, que cuando se es Maquiavelo no se puede ser Príncipe, y que cuando se es guionista no se puede ser el intérprete de una escenificación, porque ambas funciones son simplemente incompatibles. Como a todo Moisés, también a él le estaba vetada la entrada en la tierra prometida, incluso después de haber partido milagrosamente en dos las aguas del Mar Rojo para abrir camino al pueblo que iniciaba su éxodo político, e incluso después de hacer que esas aguas ahogaran políticamente a los viejos filisteos del régimen que perseguían sañudamente a aquellos incipientes demócratas.

 

Fue Torcuato Fernández-Miranda un grandioso alquimista del derecho. Como muy bien formuló aquel zorro venenoso del periodismo de la dictadura, Emilio Romero, Torcuato era capaz “de hacer un copón medieval de un vaso de Duralex”. Alquimia que, precisamente, fue la que llevó a cabo el duque de Fernández-Miranda: construir el copón repujado de nuestra transición democrática a partir del Duralex autoritario de Franco. Convertir a un régimen primitivo, con tufo a rancho de cuartel, en un salón inglés con un mobiliario político civilizado. Y aunque como teórico del derecho no fue, como algunos con cierta mala catadura le reprocharon, precisamente un Schmitt o un Kelsen, ni tenía por qué serlo, sí fue un grandioso alquimista del derecho que mezcló todas las pólvoras, las compatibles y las incompatibles, sin que le explotara ninguna. Dicho con otra analogía, fue Fernández-Miranda un grandioso ingeniero jurídico, uno de los más grandes habidos en el último siglo político en España, que ideó cauces, abrió vías, desparramó carreteras, tiró autopistas, trazó largos puentes, e hizo así posible transitar por aquella selva política pasando o saltando entre continentes contrapuestos, de “la ley a la ley”, como tanto le gustaba formular, sin cortes, rupturas o soluciones de continuidad. Su trabajo de ingeniero consistió en crear una estructura jurídica que integrase un pálpito o ánimo democrático, ya existente, del que él no era un entusiasta. Pero sí un fiel creyente en la necesidad de un cambio, y un fanático del orden jurídico y del derecho. Y por la defensa de ese orden jurídico hubiera hecho hasta lo que los viejos pastores protestantes hacían cuando por algún trágico accidente se les derramaba el vino en la sagrada Eucaristía: cortarse los dedos.

 

Aplicando un análisis de Walter Benjamin sobre el París del siglo XIX, puede decirse que la tarea de Fernández-Miranda consistió en entrar con el hacha afilada de la razón en la selva política en la que agonizábamos para hacer urbanas zonas en las que hasta entonces crecía el desorden dictatorial y la maleza anarcoide. Como el prefecto Haussmann, Fernández-Miranda es “le artiste demolisseur”. Si Haussmann crea el París urbanístico moderno, bulevarizando la ciudad, trazando las grandes y anchas arterias estratégicas, Fernández-Miranda es quien comienza a bulevarizar el orden político de la democracia española, y es quien pone jurídicamente las primeras piedras para hacernos Estado moderno, con amplios bulevares y grandes avenidas sin barricadas. Eso precisamente le ha convertido en el gijonés más influyente y determinante de la historia de España, después quizá de Jovellanos, en tiempos posiblemente menos trágicos que los de éste, pero en una época especialmente crítica, convulsa y compleja para la vida colectiva, cuando, en medio de un mar de recelos, miedos e incertidumbres, España se podía haber roto como un cristal frágil por una mala acción o una mala decisión. La importancia de este patricio romano de la orilla derecha del río Piles está en la solvencia con la que gestó y redondeó aquel difícil parto, en la maestría eficiente y seca con la que llevó a España a doblar un difícil cabo de su historia en medio de una mar muy fuerte y sin que petara siquiera una sola copa de un solo camarote, lo que, sin duda, le da y le dará por los siglos su verdadera importancia, aunque ya sé que al gran ludópata del poder que era, al niño grande que jugaba, en su casa hoy tan cerrada de Somió, a ser capitán general de los ejércitos políticos predemocráticos, todo eso le pudo parecer poco, y le pudo causar una secreta frustración y una purulenta llaga de resentimiento. Llaga que no se le curó nunca del todo y que le amargó sus últimos años de vida. Lo que no deja de indicar un cierto extravío en el diagnóstico. Hay una frase de Kant, filósofo al que él se refería con frecuencia, a la que se ve que no prestó la atención que debía: en ella adelanta el gran ilustrado que cuando el genio construye tienen los arquitectos trabajo. Fernández-Miranda estaba para trazar y diseñar aquellos nuevos bulevares, pero la obra de mampostería la tenían que llevar a cabo los capataces. O sea, Suárez, el funambulista seductor, que era todo lo que él no era y tenía las dotes de las que él carecía. Un Suárez al que, curiosamente, y contra todo lo que seguramente Fernández-Miranda hubiera conjeturado, también le sobrevendría un destino trágico y al que también le pagarían con inmensa ingratitud.

 

Fue este hombre pequeño, Fernández-Miranda, polo de atracción de sucesos grandes. Por un capricho del azar, o más bien por una justificada coincidencia de cualidades y destino, hay como una suerte –o desgracia– que se convierte en una constante de su vida: la historia le pone siempre en todos aquellos sitios que van a dejar de ser lo que eran, y precisamente para que dejen de ser lo que eran. Situación que alimentará, continuamente, su inmerecida fama de renegado, de traidor, de felón, y de poco fiable o innoble. Le tocó la imposible papeleta de hacer, al mismo tiempo, de albacea de lo que nace y de albacea de lo que muere. Su papel era el asalto jurídico a las instituciones, pero desde el respeto jurídico a las instituciones. Volar los pilares de un régimen, manifestando, al mismo tiempo, fidelidad a los pilares del régimen. Tuvo que ser infiel en las formas para ser fiel en el fondo. Esa situación le obligó a muchas ambigüedades y a un cierto hermetismo, obligación que recoge muy bien aquella frase que tanto le repetía el entonces indeterminable Príncipe: “tú planea, pero no aterrices”. Y eso fue lo que hizo: planear incesantemente en limbos inexistentes hasta lograr que el sistema aterrizase en tierra firme. Y eso le dejó fama de felón y de obispo Don Oppas. Injustamente.

 

No es, pues, extraño, que su diminuta figura fuera triturada como un comino por tantas fuerzas implacables y opuestas. Estaba en el epicentro de todo, sin tener la oportunidad de ser neutral en nada. Por origen, tránsito y destino siempre fue una figura de difícil ubicación política. Como resume muy bien una frase suya algo enigmática: “Mi corazón está donde ha nacido, pero mi inteligencia, no”. Para los que le juzgaban desde el territorio ingrato de la oposición al régimen, o desde el aún más cruel exilio, Fernández-Miranda llevaba en su toga levítica la mancha grasienta de un pasado más o menos fascista, de fascismo blando por supuesto, de falangista (de camisa blanca, naturalmente), pero de fascista al fin y al cabo, que le dejó una marca indeleble de antidemócrata. Paradójicamente, las cosas no le fueron mejor con los suyos y con los que cohabitaron con él en las moradas del régimen, para los que siempre tuvo un aire sospechoso, y quienes le dedicaron escupitajos de rabia y de desprecio que pueden leerse hoy con toda claridad en libros y memorias. Como lo muestra una dura frase de Carlos Arias Navarro, “sí, pero qué buscará ese pájaro”. U otra de Franco: “muy buen político, pero no me fío”. O las acusaciones de antiaperturismo que le hacía Manuel Fraga. Probablemente los rasgos de su carácter contribuyeron a agrandar ciertas apariencias y estereotipos. Irradiaba un aire distante y distinto, de hombre frío, lejano, altivo y hermético, rasgos que quizá tuviera, pero que en muchas ocasiones fueron más la consecuencia del desempeño de su función histórica que de su propio carácter. Le acusaron de enigmático cuando seguramente sólo era extremadamente prudente. De venenoso cuando sólo era retóricamente brillante. De conspirador cuando, queriéndolo o no, siempre tuvo que navegar entre múltiples aguas.

 

Además, aquel régimen era más una mística agreste de Arias y Girones [por el falangista José Antonio Girón de Velasco] que un orden del intelecto. Dentro de esa mística agreste él quedaba como una cursilería histórica, un hombre de fina mente jurídica y de ideas, mientras los otros lo eran de puños y pistolas. Tenía, en el fondo, poco que compartir con aquellos conmilitones, para los que, sin dura, era demasiado sutil y escéptico. Se las tuvo siempre tiesas con todos los popes del régimen, para quienes era sospechoso de todo tipo de heterodoxias. Tuvo que torear a aquellas gentes montaraces, a las que les faltaba visión y les sobraban gónadas. Él era un profesor y no un guerrero. Un pragmático y no un profeta. O por decirlo de forma más atrevida: fue dentro de aquel convulso cambio histórico un Erasmo más que un Lutero. Salvando las distancias, Fraga fue el Lutero de aquel régimen, y él fue su Erasmo. Él estaba para la fina tarea del intelecto. Para un racionalismo en el que fuera posible repetir la jaculatoria del “San Sócrates, ruega por nosotros”. Él estaba para los hermosos juegos malabares que se esperan de un excelente teólogo del derecho, que eso es lo que verdaderamente fue y era. No destacó nunca por la fuerza de sus conquistas, sino por la sutileza de sus soluciones. Fue siempre una instancia a la que había que acudir para ver cómo se solventaban los dramas y aporías políticas, que resolvía con fino instinto jurídico. Eso le hizo estrictamente necesario y difícilmente soslayable. Pero, en aquel revuelo de familias e intereses, fue siempre una isla apartada, como certeramente diagnosticaron sus rivales: un hombre solo sin nadie que le apoyara. Un solitario que tuvo que utilizar constantemente el ingenio y la fina mano izquierda para imponerse y sobrevivir, lo que tuvo que resultarle muy duro e ingrato.

 

Fue un temperamento volcánico del que salía lava fría. Cosa, por lo demás, muy gijonesa, contra todo lo que digan los estereotipos. Porque no sólo hay gijoneses ruidosos y sonoros, que son los más extendidos, sino también silenciosos e intensivos. Y él era de estos últimos. Fue, sin ninguna duda, muy asturiano, más incluso de lo que él mismo creía. Y no sólo por su fina ironía, seca jovialidad o sarcasmo, sino también por rasgos y virtudes más fundamentales. Practicó una fidelidad y lealtad por encima de toda medida, como demuestra el lema de su escudo ducal: “semper et ubique fidelis”. Fidelidad, paradójicamente, a una monarquía de la que no era creyente, ni monárquico siquiera. La fidelidad a esa monarquía fue la manifestación de una acérrima fidelidad a lo que él entendía por España y el Estado, del que se sentía cuasi albacea. Pero tenía este hombre algo aún más sorprendente: una profunda sinceridad que choca con su fama de poco fiable. No es fácil encontrar en él muestras de conductas engañosas. Maneja, ciertamente, con astucia la información y la suelta en dosis hipercontroladas, pero lo que dice suele coincidir con lo que piensa y con lo que hace, como se puede ver en muchos de sus documentos personales. Hay, por lo demás, en casi todo, una generosidad básica: en casi nada se muestra cicatero. En el difícil caso de su agriada relación con Suárez, no fue menos generoso con el presidente que éste con él. Y hay pocos ejemplos de malos sentimientos. Incluso con aquéllos que no le gustaban, como por ejemplo el general Alfonso Armada. No hay ensañamiento, sino un frío y entomológico diagnóstico. Era, creo, una psicología marítima demasiado obligada a adaptarse a los terrenos áridos y secos del poder, a entornos y situaciones poco humanas, de las que se protegía compulsivamente. Se había construido, con gran trabajo, una esfinge, una majestuosa e imponente coraza defensiva, casi impenetrable, pero, paradójicamente, detrás de ella resuena siempre un río cantarín, un espíritu altamente sensible y vulnerable; una melancolía, un escepticismo y un sentimentalismo muy asturianos, a los que algunas conductas dañaban como un puñal incandescente.

 

Hay una famosa frase de Balzac que asegura que “les temps sont plus intéressants que les hommes”. Tendrá, seguramente, razón el clásico, aunque, a la vista de este patricio asturiano, al que sus padres, anticipando los designios del destino, pusieron el nombre de Torcuato, nombre que viene del latín “torques” y que significa “collar”, o sea, el Toisón de Oro que le colgaría un día un Rey, hasta de la frase de Balzac puede dudarse. Porque, contemplando desde la distancia histórica su hoy arrinconada figura, casi puede decirse que él fue, cuando menos, tan interesante como su época. Y tan determinante. Y con ello llevó a Gijón, como antes hiciera Jovellanos, a la máxima altura de la historia de España.

 

 

 

 

Una versión ligeramente diferente de este artículo apareció en el diario La Nueva España.

 

 

 

 

Luis Meana, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini. En FronteraD, entre otros, ha publicado El Molinón y el Sporting. Melancolías del fútbol en GijónGünter Grass en la hora del tiempo, y una serie de artículos sobre la Primera Guerra Mundial:

 

Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I

El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II

La guerra de las élites. La Gran Guerra de 1914, III

Cesarismo e imperialismo. La Gran Guerra de 1914, IV

La gran guerra del espíritu o los profetas de la religión nacional. La Gran Gerra de 1914, V

 

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