
Uno suele pasear por un parque cercano a su casa, que no es precisamente el jardín de Luxemburgo en cuyo antiguo vivero contaba Maupassant la historia del viejecillo enamorado y orgulloso de haberse casado con la Castris, la gran bailarina amada por príncipes donde, dando saltitos “como dos viejas muñecas en un antiguo teatrillo mecánico algo estropeado…”, ambos aún bailaban, entre arrumacos infantiles, el minué.
Es el parque de casa un parquecillo joven, nada frondoso aún, recorrido por caminitos de grava y otros de cemento rosado para la circulación de las bicicletas. Hay un circuito gimnástico ordenado por etapas donde un cartel metálico indica el ejercicio a realizar. En uno de esos carteles hay una pintada que dice: “Castilla Independiente”, y siempre que pasa por allí no puede evitar mirar a todos lados, como si hubiera visto la huella de algún extraño depredador suelto.
Precisamente hoy el líder de Podemos en Castilla la Mancha ha prometido su cargo “por el Manifiesto comunista de Marx” y uno ha tenido una sensación semejante, algo más turbadora, a la de sus garbeos, como si el autor o autores de ese grafiti singular se hubieran hecho visibles al fin, después de tantos años, como para asolar una granja igual que lobos hambrientos.
Uno nunca ha creído que fueran tanto (“jóvenes airados” los llama la alcaldesa Carmena, como si esperase a Caperucita, o “chicos traviesos” como llamaba Arzalluz a los suyos) y sigue sin creerlo, pero una vez comprobado que en realidad fueron, y son, jauría confesada en Twitter, no se teme como Stefan Zweig que vengan a acabar con su mundo sino que sólo, nada más, hayan llegado para empeorarlo, como si no se tuviera suficiente en una sociedad quizá demasiada lejana a la de ayer.
Uno pensaba en Jean Bridelle, el solterón escéptico que usaba Maupassant para narrar la historia de los ancianos amantes, y en cómo se preguntaba que habría sido de ellos sin su querido jardín de antaño ya desaparecido, “con sus caminos en forma de laberinto, su aroma a tiempos pasados y los graciosos recodos de las alamedas”.
Dónde estarían después de haber perdido todo lo que les quedaba del aire de la juventud era un recuerdo que torturaba al protagonista, que admitía al final que la historia, como este artículo, les podía parecer ridícula a los lectores. Así que discúlpenle a uno por afectarle (mañana será otro día) la idea melancólica de que cuando desaparecieron los reyes, hoy que Castilla parece más independiente que nunca, desapareció el minué.