
A los españoles no nos gusta que nos dirijan. Es algo que demostramos con absoluta naturalidad. La rebeldía caprichosa, sanguínea, del español. A un español le gusta, por ejemplo, entrar por la salida y salir por la entrada de un edificio. Un español de este modo se siente vivo. Un español al que le recriminan su conducta en este u otro aspecto similar se muestra ofendido gravemente, aunque no más que sorprendido. La sorpresa de un español al ser advertido de que debe entrar por la entrada o salir por la salida es una sorpresa magnífica, una sorpresa que pulsa una tecla en el interior del español que lo eriza, lo revuelve y lo descompone. El español no entiende de indicaciones. Es un individuo libre que trasciende la norma no coercitiva, la interpreta y la adapta a sus intereses como un trilero el hueso de melocotón. Al español le han ido a traer ahora el burkini y le han saltado todas las clavijas. El burkini como indicador. El español en cuestiones tan complejas se revuelca como un elefante en el barro mientras obvia (todavía más) su realidad para parecer un europeo avanzado, concepto que, por otro lado, da la impresión de resquebrajarse. El español es uno que aparca el coche en una plaza reservada para minusválidos y que sin embargo es capaz de dar la vida (siempre en apariencia) por un quítame o no un burkini. El español puede no ceder el asiento en el autobús a un anciano o a una embarazada y salir con una pancarta a la calle movido por el influjo del burkini, que tiene un efecto movilizador, reivindicativo de una conciencia que sólo parece despertar en supuestas elevadas esferas (donde sólo se apura, se yergue y se atusa el español), contrario a una naturaleza que de pronto intenta ser tan civilizada que da alipori (no va ser vergüenza de uno mismo, faltaría más), incluso más que cuando expresa su salvajismo común.