
El desconcierto producido por la relectura de los Diarios del melancólico pensador danés fue en aumento al percatarme de que los pasajes subrayados en lápiz se referían a luchas que más de medio siglo después siguen sin resolverse en gran medida y que por tanto parecen formar parte indisoluble de mi experiencia como creyente. ¡Cuántas cosas han pasado durante este tiempo —más de media vida— con sus errores y sus aciertos, sus éxitos y sus fracasos, sus desengaños y sus descubrimientos! «Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse» —sentenció el sabio Qohélet (Eclesiastés 1:15)—, dando a entender que tanto aquello que se hizo de manera indebida como aquello que quedó sin hacerse pertenecen a un pasado que no se puede cambiar. El propio Kierkegaard llegó a la misma conclusión. En 1835 escribió:
«No me lamentaré por el pasado. ¿Por qué lamentarse? Seguiré adelante con energía y no perderé el tiempo lamentándome, como el hombre atrapado en las arenas movedizas, que empezó a calcular cuánto se había hundido ya, olvidando que mientras tanto se hundía aún más. Me apresuraré por el camino que he descubierto, saludando a los que encuentre en mi camino, sin mirar atrás como hizo la mujer de Lot, sino recordando que es una colina por la que tenemos que luchar».
Kierkegaard vivió incomprendido en medio de una sociedad que le miraba con extrañeza cuando paseaba por las calles de la ciudad. Su propia figura se prestaba a todo tipo de comentarios y especulaciones. Alexander Dru, traductor de los Diarios al inglés, le retrató así:
«Era enjuto y tan encorvado que parecía jorobado. La curvatura de su columna, que él creía causada por una caída desde un árbol cuando era niño, le hacía inclinarse hacia atrás al andar y le daba un andar dislocado, mecánico, como de cangrejo; cada movimiento parecía deliberado. Tenía la cabeza bien formada y redondeada, coronada por una melena rubia incontrolable. Los ojos tras las gafas eran azules, la nariz recta y fuerte, la boca con los dientes prominentes y la barbilla hundida».

Kierkegaard era amante de los pájaros («nuestros maestros» los llamaba) como José Jiménez Lozano, otro pensador «algo melancólico» según su propia confesión y gran admirador del filósofo danés, que ha penetrado como nadie en los vericuetos de su personalidad en un maravilloso relato corto titulado La asamblea de los pájaros, origen, al parecer, de su célebre Tratado de los lirios del campo y las aves del cielo inspirado en las palabras de Jesús:
«No tenía hora fija para su paseo, y su paseo no era un paseo, sino una cita, y siempre iba presuroso a ella. Estaba escribiendo en su tranquila estancia, y, de repente, miraba su reloj, o se percataba de que el día declinaba, y se levantaba de su escritorio, se echaba un sobretodo en tiempo frío, o de todos modos tomaba su bastón y su sombrero, y se iba azacaneando al parque. A buen paso, como se va a una cita a la que se teme llegar tarde. Algunas gentes le saludaban en la calle; pocas. Otras se reían de sus pantalones, que eran un poco cortos, cortilargos, y no le cubrían hasta los zapatos, y ya eran célebres porque un periódico había hecho chanza de ellos y de él. Y también se reían recordando unos amores verdaderos que había tenido, y ella se había casado, y entonces él iría a recordarla en sus paseos, decían con retintín; y ya no se sabía si los que le saludaban lo hacían por burla, o por misericordia. Escribía libros, y se decía que la teología y aquel amor antiguo le habían trastornado. ¿Antiguo?
Todas las apariencias eran de que aquellas citas que él iba a buscar al parque eran de amor, y le seguían y observaban, pero lo que habían visto era que hablaba con los pájaros. Se dirigía a ellos, muy cortés y ceremoniosamente, y luego, les hablaba. Hacía luego un gran silencio, como esperando su respuesta, y, al final, decía: «Se callan». Pero acudía siempre a despedir a los pájaros que iban a irse a otras tierras, y a recibir a los que llegaban; y parecía que recibían encargos suyos aquéllos, y que le llevaban otros mensajes éstos. Algo se traían entre manos él y los pájaros. Pero un día vieron que se adentraba más que otras veces en el parque, hasta un rincón muy secreto y silencioso, en el que había lirios silvestres que crecían en los márgenes de un arroyuelo donde el agua apenas si hacía el ruido de un susurro muy pequeño, y allí se sentó. Extrajo del bolsillo de su levita unas migas de pan, y se las ofreció a los pájaros, que parecían conocerle de muy viejo trato ya, en la propia palma de su mano; y, cuando ellos comieron, luego hicieron sobremesa.
Él les preguntó: «¿Y Regina?» Y los pájaros le miraban con sus ojos redondos, pero mucho más grandes que otros días, pensativos; aunque un poco adormilados a lo mejor los del búho, que era filósofo y habría trasnochado. Y entonces un mirlo, que siempre se vestía de etiqueta como los cuervos, para escucharle, después de mirar a un lado y a otro como para no ser sorprendido, se alzó a uno de sus hombros, y parecía que le decía algo al oído. Y algo debió de decirle, y muy seria y urgente debía de ser la confidencia, porque enseguida él se levantó de allí, hizo una inclinación y les dijo: “¡Gracias, señores pájaros!” Y se mostraba muy contento. Parecía un volatinero del circo por lo alegre y deprisa que iba dando volteretas por la calle hasta su casa.
Fue derecho a su estudio, y se puso a escribir rápidamente. ‘El pájaro se calla’, puso de título; y debajo: ‘Tratado de los lirios del campo y de los pájaros del cielo’. Y no abandonó su silla ni dejó su pluma hasta que lo acabó, consumió incluso tres candelas escribiendo también por las noches; y eran todas palabras de mucho silencio las que había escrito. Ni se movieron los pájaros, cuando se lo leyó luego, sino que se callaban. Pero por eso precisamente supo él que aprobaban lo escrito, aunque también porque lo dijo Maestro Cuco, allí en la asamblea, claramente».

El cuento es revelador. En 1837 Kierkegaard se había enamorado de Regina Olsen, hija de Terkild Olsen, consejero de Estado, y se comprometió a casarse con ella. En 1841 rompió su compromiso, abrumado por la idea de la incompatibilidad de su mundo interior con el de Regina, y de que estaba destinado a algo «más allá» de una vida como la de los demás. Creyó que su vida se parecía a la de un estudiante condenado a preparar su examen in perpetuum. Se sentía incomprendido y encontró solaz y aceptación en el mundo de los lirios del campo y las aves del cielo, como anotó: «Ser hombre significa … poder aprender … de los lirios y los pájaros. (…) Así que de acuerdo con las directrices del Evangelio consideremos seriamente a los lirios y los pájaros como nuestros maestros … para imitarlos».
Con él concordó Martín Lutero, en su Comentario sobre el Sermón del Monte (1521):
«Mirad, él convierte a las aves en maestros de escuela y profesores nuestros. Es para nosotros una vergüenza grande y permanente que en el Evangelio un gorrioncillo débil y vulnerable sea un teólogo y un predicador para los más sabios de los hombres. Tenemos tantos maestros y predicadores como pajarillos hay en el cielo. Su ejemplo vital nos abochorna. Cuando escuchas a un ruiseñor, por tanto, escuchas a un excelente predicador. (…) Es como si dijera: “Prefiero estar en la cocina del Señor. Él ha hecho cielo y tierra, y él mismo es el cocinero y el anfitrión. Cada día alimenta y nutre a innumerables pajarillos de su propia mano”».

Kierkegaard encontró solaz en la Naturaleza y sobre la relación entre la soledad del creyente y el valor terapéutico de las aves del cielo hablaré próximamente.