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Mientras tantoTormenta tropical

Tormenta tropical


Me toca los cojones que me hablen del tiempo en el ascensor. No lo soporto, ¿qué quieres que te diga? La meteorología es una cosa muy seria, una de las dos cosas importantes que hay en la vida y no se puede trivializar con ella. En el colegio, cuando tenía seis años y vivía en el trópico, me empecé a obsesionar con mi cara; miraba a mis compañeros, entre ellos a mi hermano que ya entonces repetía curso (primero de EGB) y apuntaba malas maneras, y me preguntaba: «joder, ¿cómo es mi cara, cómo soy yo?» Me decía día tras día que cuando volviera a casa iba a mirarme al espejo, pero siempre se me iba la cabeza al culo de Lourdes, la hermana de mi vecino Joaquín que tenía dieciséis años y se paseaba por delante del colegio ligerita de ropa, enseñando sus largas piernas y sus tetitas pequeñas y duras (teticorta), con los pezones apuntando al cielo; ¡como tienen que ser las tetas, sí señor! Cuántas noches me empalmé pensando en ella, aunque la cosa no fue a más; ¡tenía seis años! La obsesión con mi cara me torturó hasta que un día me fui corriendo a casa, me subí a un enorme aparador y allí sentado miré, al menos conscientemente por primera vez en mi vida, mi rostro. Y no me dijo nada… sólo: «ah! este soy yo». Es el mismo careto inexpresivo que tengo ahora, sólo que con más arrugas, unas enormes bolsas debajo de los ojos y la frente muy despejada. También recuerdo aquellas impresionantes tormentas descargando a primera hora de la tarde que a mí me llenaban de paz y marcaron mi carácter. Cuando llegué a España me reconfortó sentir frío y cuando vi nevar pensé en el paraíso como un bosque cubierto por un manto blanco, ya nunca me lo imaginé como una playa desierta con palmeras y con un grupo de tías buenas en pelotas.

Para mí ver nevar es mucho mejor que meter. Entre las tres y las cinco de la madrugada del pasado 26 de enero, martes, recorrí las calles desiertas del centro de Madrid oyendo crujir la nieve bajo mis pies y logré no pensar en nada por un buen rato. La noche del 10 al 11 de enero (domingo-lunes) caminé Gran Vía arriba Gran Vía abajo sintiendo los copos en mi cara sin prestar mayor atención a mis buenas amigas las putas que me asaltaban por todas partes con su «¿follá, follá… chupá?». Desde hace años cuento los días que llueve y los que nieva en Madrid, sé la temperatura máxima y mínima de casi todos los días del año (también cuento todas las pajas y todos los polvos que echo en 365 días); disfruto de las cortas primaveras y de los largos y suaves otoños. Aprovecho las noches de verano para salir sin que el sol me chamusque la calva horrorosa y tan poco sexy que tengo. Estrangularía al subnormal que se queja de frío cuando hay 7 grados positivos en la calle y si tengo un poco de confianza con él le digo: «vete pa Burgos o Nueva York, cabrón, y sabrás lo que es pasar frío». Mira que yo soy  zafio, gañán y cortomental pero, ¿quién puede ser tan subnormal para decir que ya tenemos buen tiempo cuando anuncian 40 grados?

El sexo me ofrece un placer breve, intenso y muy adictivo; la meteorología me ofrece un placer profundo, extenso, más duradero (bueno ¿dónde va?, muchísimo más) y, sobre todo, muy barato. Además, me obliga a estudiar y a investigar cosas tan curiosas como, por ejemplo, ¿por qué en Madrid hace mucho menos frío que en Nueva York si están las dos en la misma latitud y la capital española está a 650 metros de altitud y Nueva York al nivel del mar?

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