
Miro con ojos críticos en exceso el mundo del que provengo. Lo juzgo
como uno juzga a la gente que quiere, así, con cierta injusticia fruto de la
exigencia.
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Hoy escucho la historia de Consuelo, esa mujer ya mayor que conocí poco, de un pueblo del sureste español sembrado de prejuicios, xenofobia, miedo a los cambios, pánico al extraño. Y me entero que un inmigrante argelino que la
veía todas las tardes cosiendo a la puerta de su casa le pidió ayuda. Primero dinero. Se lo negó pero a cambio le ofreció un bocadillo. Y el «morico» pasaba todas las tardes a merendar donde Consuelo. Después, que le guardara el mal salario que ganaba y las latas de comida que compraba; que vivía en una nave con cientos de inmigrantes como él, explotados y brutalizados, y temía robos o altercados.
Consuelo lo hizo, con generosidad, y construyeron una relación de amistad. El inmigrante salió camino a otra región en busca de trabajo y allá otra mujer española más joven se enamoró de él.
El amigo de Consuelo nunca dejó de escribirla o de llamarla. Hasta que murió. Me cuentan que Consuelo, no muy amiga de los inmigrantes antes de este episodio, pasó una de sus últimas navidades poniendo el belén con los hijos de unos vecinos marroquíes y con una afrocolombiana.
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Somos gente y aunque el «desarrollo» aletarga, el ser gente nos sigue salvando. Quizá a eso nos deberíamos dedicar: a rescatar «la gente» que llevamos dentro, a fomentar aquella magnífica costumbre de recibir al Otro, de saludar, de compartir, de charlar.