“Te pongo nerviosa. Lo sé porque, cuando caminas por la calle a cualquier hora del día, eres una de las que se planta a pasos cortos en cualquier parte. Lo que no tienes en cuenta es que yo no te persigo. Te observo cuando me aburro pero no tengo la culpa, simplemente estás ahí. Si no quieres que te mire, no tienes más que esconderte; siempre puedes refugiarte en alguno de los rincones que mi vista no alcanza. Es terrible esto de que te consideren un simple voyeur. Mi suplente de noche dice llevarlo mejor. No sé cómo lo soporta. En mi caso es llegar la tarde y tengo que echarme un rato. Me da bajón a última hora. Dirás que es cosa de los años pero me pasa desde siempre.
En cambio, tú, que pareces cansada siendo apenas una niña, sólo mejoras tu humor cuando sabes que me alejo. Sería lógico pensar que ya te hubieras acostumbrado a mi presencia pero ese ego tan tuyo y tu limitada visión te impiden mirarme a la cara y decirme lo que piensas. Te dedicas, como siempre, a fruncir el ceño, y a quejarte entre gruñidos cada vez que me presientes. Yo tampoco te he elegido, ya te lo he dicho mil veces. Estás ahí, sin apenas tú saberlo y sin que muchas veces te importe. Ni siquiera te das cuenta cuando miro hacia otra parte y me embriago con cualquiera que no seas tú y con lugares menos amargos que el tuyo siempre que puedo evitarlo.
Así que no tienes derecho a mostrarte tan ofendida. Yo no tengo la culpa de tus planes rutinarios…”, me reprochaba el sol el otro día mientras fingía ignorarle a primera hora de la mañana.