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Mientras tantoAquí te pillo, aquí te mato (Astracán)

Aquí te pillo, aquí te mato (Astracán)


Me acerco sigilosamente a ella. No hay nadie en la oficina, ya es de noche. Lleva sentada un buen rato concentrada en su trabajo, elaborando un informe importante, uno de esos papelajos que siempre me presenta impecables. No se percata de mi llegada. Pongo mis manos sobre sus hombros y fijo la vista en la pantalla del ordenador, en lo que escribe. Huelo su perfume, siempre discreto. Noto que se relaja, creo incluso que agradece mi presencia, esos hombros están menos tensos. Con la excusa de ver mejor lo que hace, aproximo mi cara a la pantalla, pero lo único que quiero es ponerme a su altura y disfrutar del dulce olor de su pelo. Me fijo en sus manos sobre el teclado: son perfectas; como todo en ella. La parte superior de su espalda, el conjunto formado por el cuello y sus hombros fuertes, pero femeninos, no son comparables con nada que yo haya visto y ayudan a armar un cuerpo diez. Es una tía inteligente y como profesional me da mil vueltas. Y, sin embargo, me admira y me adora. ¡Pobrecilla, cosas de la diferencia de edad! Me enderezo, me coloco detrás de ella y le acerco todo el paquete a la espalda, lo sitúo estratégicamente entre sus omóplatos, me froto bien. Se deja hacer, se recuesta sobre mí, cierra los ojos, suspira. Acaricio su barbilla, su cuello, deslizo dos dedos por su escote, meto la mano por debajo de la blusa, noto sus pezones duros bajo el sujetador, la saco y desabrocho un par de botones para despejar el camino; con un movimiento rápido de mis manos le bajo los tirantes y recoloco la camisa; necesito una huida fácil y apañada en caso de que entrara una de las viejas de la limpieza. Pero ahora sí, voy a saco a por sus tetas, las agarro bien, con firmeza y suavidad, me ensalivo las yemas de los dedos y paso a trabajarle los pezones. Su respiración se acelera, se hace más honda… sí, esos ruiditos casi imperceptibles son sus gemidos. ¡Joder, que afortunado soy! Cada vez que una mujer consiente a un hombre, cada vez que dice «sí», ese hombre es tocado por la mano de Dios. 

 

Ya he perdido el control, la agarro por el pelo y casi la levanto en volandas; la arrastro hasta un despacho, le como las tetas, le meto unos cuantos dedos de mi mano derecha en la boca para que me los chupe. Tiene un culo-pollo, culo de negra, impresionante, que azoto repetidamente y con fuerza. La obligo a girarse, las manos contra la pared como si estuviera detenida, separa las piernas, me recoloco la polla, hacia arriba, casi asoma por debajo del cinturón, embisto su culo con mi pelvis, ¡qué pena que la muy jodida traiga hoy pantalones!; si no, ya le hubiera bajado las bragas, le hubiera metido dos dedos por el coño (los de la mano izquierda) y con los de la derecha estaría masturbándola hasta que se corriera de pie. Pero no me desanimo. Le aflojo un poco el pantalón, no es muy ajustado, así que me deslizo hasta el coñito, está muy mojada, jadea, le tiemblan las piernas. La agarro otra vez por el pelo, la fuerzo a girarse y luego la obligo a arrodillarse. Ella también está descontrolada. A duras penas me desabrocha el pantalón, me agarra el rabo se lo mete en la boca, hasta la garganta, un buen trozo porque tiene una boca grande y hermosa. Le tiro del pelo, la saco de ahí: «chúpame los huevos, perra». Accede, se mete uno, luego el otro, lo intenta con los dos a la vez, no puede, me lastima un poco, no importa. «¡Métetela otra vez en la boca, puta, que me voy a correr»!

 

Ruidos. ¡Joder, la virgen puta! ¡Me cago en la trabajadora de los cojones! Acaba de entrar en la sala la vieja de la limpieza. Todavía no ha mirado para aquí, pero estamos a tiro, en este puto antro con cristales ¡Hay que joderse!

 

 

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