Qué desangelado queda el barrio al vestir las calles escaparates vacíos sin tan siquiera carteles de ‘se alquila’. Qué grises también las plazas en las que tampoco quedan ya niños que molesten jugando.
Hace unas semanas hizo presencia de nuevo, como una auténtica aparición marciana, el afilador de cuchillos bajo mi ventana, con su clásico “ti-ro-rí” indiscutible de afilador. Días más tarde le siguió el tapicero, haciéndome creer que se habían puesto de acuerdo en esto de recordarme lo musicales que eran algunas profesiones pasadas; me pareció de lo más extraño escuchar, una vez más, que “había llegado a mi barrio”. En cambio, de otros oficios más silenciosos no se ha vuelto a escuchar nada; del oficio de sereno, por ejemplo, que terminó haciendo las veces de Gestapo-vecinal-ama-de-llaves-nocturna hasta su desaparición oficial a finales de los ochenta, o del esforzado lechero, a quien mi generación recuerda sólo como un señor encantador que traía leche fresca en elegantes botellas de cristal a la puerta de las casas americanas en televisión. Tampoco se sabe gran cosa del cenachero, vendedor ambulante de pescado con aspecto de figurita china de Lladró y porte de Tío Pepe.
Van quedando atrás, casi olvidados, esos medidores de tiempo que eran los relojeros y remendadores diversos de todo lo que hoy no busca remedio. En cambio, y con idéntica rima, proliferan los sepultureros, gentes que llegan con la partida de otros. Pero a éstos (que se sepa) apenas se les ve y se les oye aún menos. Imagino la peculiar tonada, combinación bizarra de la Tocata y Fuga, el cante jondo y el fado; melodías sentimentales, como la milonga del tango; nanas que ayudan a recordar, como la cancioncilla del afilador que, bien pensada, resulta indeleble.
Qué triste queda el barrio cuando se han marchado todos. Qué triste, sí, y, sobre todo, qué solo.