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Crónica de un tejido social desgarrado. La estigmatización y el coronavirus en Buenos Aires

El cambio cultural nos ha obligado encararnos con nosotros mismos a numerosas escalas: angustia, ansiedad, incertidumbre. Por supuesto que yo no me quedo al margen: camino, veo, oigo y reporto historias que me desgarran. El coronavirus destruyó la coyuntura social. No la economía, sino el tejido.

En las calles quedaron personas sin tener adónde huir, sin agua, sin comida, sin baños. En los barrios más humildes han de hacer frente a circunstancias parecidas. Algún afortunado tiene un techo. Pero han de soportar también el dilema de la falta de mantenimiento de las cloacas, sin poder hacer changas, esperando un plato de comida de algún comedor social. Y cómo si no fuera sufiente todo eso, soportar los prejuicios y la estigmatización.

Nuestro mundo empezó a cambiar de arriba abajo el 3 de marzo, cuando apareció el primer caso de COVID en Argentina. Se terminaron los abrazos, los besos, los mates, las risas de los niños en los parques, la escuela, la universidad, las corridas del centro. Hoy nuestra vida es un barbijo, dos metros de separació física y movernos según el último número del documento nacional de identidad. Sólo quedan en la calle los zombies y nn de la democracia, la deuda eterna.

El coronavirus desenmascaró el individualismo más feroz, el “sálvese quién puede” sin amago de tolerancia.

Y en silencio me pregunto, ¿qué es es la justicia?

Recuerdo que me hicieron esta pregunta en la primer hora de mi primera asignatura de la carrera de abogacía. Doce años más tarde sigue resonando en mi cabeza, hasta tal punto que mi respuesta personal es la que acaso me ha converrtido en una férrea fotoperiodista.

Analizaba la foto de un niño con algunos productos que su familia había logrado adquirir gracias a una tarjeta alimentaria de asistencia estatal. Bastaba con leer algunos comentarios para entender que vivimos en las antípodas de la justicia. Se criticaba que entre los elementos había un cacao o un queso untable. Era terrible el odio que provocaba que una persona humilde pudiera tener esos “privilegios”.

Porque quienes llevan la batuta nos indican hasta los derechos humanos básicos de que supuestamente gozamos no son universales. La universidad nos miente. La justicia es injusta, hay leyes para los ricos y leyes para los pobres.

“Es dar lo que le corresponde a cada uno…”, si mal no recuerdo fue la respuesta de quién fue mi profesor de Derecho civil. ¿Lo que corresponde a cada uno?

Hace unos días salía de San Telmo y vi a un chico destruído sentado en la vereda agarrándose la cabeza. Tenía la bici con su mochila y esas aplicaciones explotadoras de delivery: reparto a domicilio. Me fui acercando. Al pronto se sienta a su lado un muchacho que vendía pañuelitos descartables. Le da algo. Se abrazan. El pibe se pone a llorar. Me narra que le habían entrado a robar en su pensión y no tenía para comprar una tarjeta sim para poder trabajar con la aplicación. El que vendía los pañuelos, le dio dinero y el repartidor se desplomó. “Yo sé lo que es estar todo el día en la calle y lo que es necesitar”, culmina para seguir. Al contrario de lo que pensarían, no quería más que trabajar, y compañía porque sentía profundamente el desarraigo por no ser argentino.

La justicia es sentir empatía y hacer visible. Es aceptación. Es entender que nacemos con diferentes oportunidades y suerte. Y a partir de ahí la vida se nos desarrolla. Pero teniendo claro que no existen prerrogativas y los doble apellidos no son más que eso, letras juntas que ocupan más espacio en el DNI o tiempo en decir. Es mirar a otro a la par. Nada nos hace superiores, ni nuestras profundas convicciones, ni el color del pelo, la piel, la flacura, gordura, estrías, ropa, auto, televisión, celular, educación, tener o no hijos, el barrio, los idiomas o títulos que tenemos…

Todo eso es efímero. El caviar, los vestidos, los zapatos, las marcas. Al final de nuestros días serán excusas para que los que dejemos se peleen.

Mi tío solía decir que el último pantalón no tiene bolsillos. Hay gente que no tiene ni pantalones…

El mundo es muy injusto. Hay gente maldita llena de dinero, paseando con su educación snob con sus autos que los aíslan de la realidad. Y hay gente superlativa que cartonea, que no sabe leer ni escribir, que no tiene documentos y vive entre chapas y piso de tierra y es amorosa, buena, gentil y con modales.

Los infectados de los barrios vulnerables representan el 25% del total de CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires). La Villa 31 una de las más castigadas. ¿Cuánto vale la vida de ellos, de gente que sobrevive en forma vertical, rodeados de cables, escaleras, hacinados y amedrentados por la inseguridad y el narcotráfico? ¿Cuánto vale la vida de un carpintero que trabaja en Recoleta pero después vuelve a “su rancho” o de un sushi man por ser humilde? ¿Cuánto valen la vida de sus hijos cuándo no tienen para comer, no tienen para lavarse las manos, no pueden hacer sus necesidades? ¿Cuánto vale la vida de una mucama que limpia la mugre de un rico, pero después debe vestirse con donaciones?

Es largo el camino de buscar una justicia social, va en picada a veces hasta desalentador, pero es doblemente más grato y al atardecer, en nuestros últimos días, cuando expiremos, sabremos al menos que luchar por esta causa, valió la pena.

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