
Ya se ha echado el calor sobre Madrid y llego sudando y sin aliento hasta la Plaza del Callao; me detengo un instante a contemplar el edificio del Palacio de la Prensa. Es una construcción enorme, desproporcionada, que no encaja en su entorno, y que a mucha gente transporta en su imaginación al Chicago de los años 30; pero a mí me recuerda a Ernest Pontifex, un personaje que paseó sus contradicciones y sus malas relaciones paternofiliales por la pantalla de un cine que abrió aquí sus puertas en el año 1929. No puedo evitar reírme y sigo adelante. Mi padre y yo nos entendimos perfectamente el día en el que fuimos, toda la familia, a la iglesia para alguna celebración tìpica de la España cañí. Le miré disimuladamente, pero con atención, un buen rato y me pareció que estaba ausente de todo aquello. Yo tenía diez años pero agallas suficientes para preguntarle: ¿tú crees en Dios? Él me miró, sonrió y me contestó en verso:
La Iglesia es un negocio,
los curas son los negociantes
y al toque de las campanas
acuden los ignorantes.
¡Hostias!, lo tuve claro. ¿Entre carne o espíritu? Carne.
Ya te he contado en alguna ocasión que él era un fenotipo clásico de hombre de derechas, profesional liberal y putero sodomita consumado. Nació en el trópico y luchó en su juventud por esos ideales por los que luchan casi todos los jóvenes: libertad, democracia, igualdad de oportunidades, pero acabó jodido cinco años en una cárcel. A mí me llevaban a la escuela disfrazado de pionero de la revolución para enseñarme cosas importantes del estilo:
Yo quiero cuando me muera,
sin patria, pero sin amo,
tener sobre mi losa un ramo
de flores y una bandera
Después de varios años sin verle comenzaron a darle permisos de fin de semana y llegaba a casa sucio, con una barba larga e irreconocible, pero para mí nunca fue un extraño. Yo me sentaba con él y le repetía orgulloso la tarareta que había aprendido en el colegio; él quiso sacarme inmediatamente del engaño y me recitó una reinterpretación libre de la misma:
Yo quiero cuando me muera
si el cubano no se opone
que me dejen los cojones
y un tramo de pinga fuera
El primer lugar que pisé cuando llegué a España fue el Hostal Galaico, en Gran Vía, 15. Quizá es por eso por lo que vuelvo una y otra vez a esta calle. No lo tengo claro. Lo único que tengo absolutamente claro es que, con respecto a las relaciones de pareja, hay dos clases de personas: las que viven la vida en círculo y las que viven la vida en línea recta. Conozco muchos y muchas que pertenecen al primer grupo, siempre tienen a mano el teléfono de una vieja novia que vuelven a llamar, una tía o un tío con el que cortaron pero con quien quedan de vez en cuando para ver cómo está, lo dejan y lo vuelven a retomar. Y después está el romántico/a «corto de vista» que se ha encontrado por casualidad a una amiga del cole y cree que es una señal del destino que conduce irremediablemente al altar. Yo me cago en toda esa mierda. Vivo en línea recta, sin mirar nunca atrás. A la que me follé, me follé y pa´l carajo, se acabó. Y si me han mandado a mi a la mierda, bendita seas que por algo será. Conmigo no te pierdes nada. Lo único malo es que cada día que pasa el camino ante mí se hace más corto y detrás de mí, más largo. Seré consecuente, tal y como aprendí de mi padre. Poco antes de morirse le pregunté: «Oye, ¿sigues pensado lo mismo de la iglesia y los curas». Me miró, me sonrió con picardía y me dijo: «Lo mismo, después de esto no hay nada. No quiero misas, flores ni curas. Que me echen al hoyo y se acabó». Ese es el destino de la carne. El de Ernest Pontifex y el de Samuel Butler. Aún así, me atrevo a hacer una aportación propia:
Yo quiero cuando me muera
que me incineren en plena Gran Vía
y que las cenizas de mi huevera
se posen en el escote de alguna putilla
PD. Que sí, que sí, que lo mío no es la poesía ni la literatura, ya lo sé; y sí, Dr.J. tienes razón: estoy en baja.