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Mientras tantoEl dolor infinito

El dolor infinito

La soledad del creyente   el blog de Stuart Park

La Asamblea que convocó Kierkegaard para conversar con los pájaros en el parque, tan amigablemente evocada por José Jiménez Lozano, esconde un drama imposible de poner por palabras, la pérdida de su antiguo amor, Regina Olsen, prometida del filósofo danés, que rompió el corazón de ambos. El poeta de Alcazarén alude a aquel amor con un enigmático interrogante: «¿Antiguo?»

Lo cierto es que si bien Kierkegaard fue quien rompió el compromiso con Regina y devolvió el anillo con una carta, nunca se olvidó de ella y todavía después de casada en 1847 con Fritz Schlegel, su tutor, la consideró su esposa hasta el final. El efecto en Kierkegaard fue devastador, y en 1848 escribió:

«¿Nunca has sido mudo, o has sabido lo que es ser mudo? Uno puede ir por ahí y ser mudo, sin querer hablar: Pero eso no es lo que se quiere decir. Uno puede jugar a ser misterioso y ser mudo: pero eso no es lo que se quiere decir. Pero ¿nunca te has sentido tan indescriptiblemente afligido, que el poder de la pena sobre todo tu ser era casi como los poderes de la naturaleza? Entonces has experimentado lo que significa ser mudo, has experimentado el sentimiento de ser incapaz, aunque tu vida estuviera en juego, de expresar la agonía que te sacudía en lo más profundo de tu ser, y que egoístamente te hacía mudo, para que no pudieras librarte de ella. Porque así de egoísta es el dolor infinito: hace mudo al hombre para mantenerlo en su poder».

¿Por qué rompió su compromiso con Regina, a quien amó verdaderamente el resto de su vida? Varios parecen haber sido los motivos: la distancia de la edad (a Kierkegaard, diez años mayor que ella, le parecía «una eternidad»); la diferencia intelectual entre los dos (aunque Regina era culta e inteligente, él se movía a un nivel inalcanzable para cualquiera); y sobre todo, la profunda melancolía que le embargó desde su niñez, y que entendió sería una carga injusta para ella. Pero hay otra razón de fondo, que al parecer entendían los pájaros, y que conviene explorar: la dimensión teológica de su renuncia y el carácter espiritual de su decisión. Aunque pudiera parecer banal, se trata, en el fondo, de un problema de interpretación bíblica —un asunto de una extraordinaria complejidad que intentaremos desentrañar—, a raíz de su lectura del «sacrificio de Isaac» en Génesis 22, el tema de su libro Temor y temblor, publicado en 1843.

Lo cierto es que si no se entiende bien, la lectura de la Biblia puede ser motivo de terror. Lo sé por experiencia propia, y la misma historia que indujo a Kierkegaard a «sacrificar» a Regina, a punto estuvo de destruir mi propia felicidad, como más adelante tendré ocasión de explicar, la idea de que Dios exige una renuncia imposible para demostrar que se es auténtico creyente y no el «cobarde» que denunciaba con frecuencia el propio Kierkegaard. No seré yo quien juzgue sus intenciones o condene su acción, pero el asunto da que pensar y solo puedo aventurar mi propia opinión (él mismo confesaría más tarde que si hubiese tenido «fe», no habría renunciado a Regina), y reconozco que le habría dado la razón.

WILLIAM COWPER

Un caso análogo, aunque en un escenario bien distinto, se dio en la experiencia de William Cowper (1731-1800), un hombre tan melancólico como piadoso que sufrió lo indecible gracias a una igualmente desafortunada lectura de ciertas historias bíblicas. Su agonía espiritual hizo llorar a la poeta y novelista Anne Brontë, una de las hijas de un clérigo anglicano de Haworth, en Yorkshire, que se sintió tan desgraciada como Cowper. La historia se remonta a un episodio que tuvo lugar en 1763. Una vez terminada la carrera, por mediación de un primo suyo Cowper tuvo la posibilidad de ocupar un puesto administrativo en la Cámara de los lores cuyo titular estaba enfermo a la sazón. El titular murió, el puesto quedó vacante y le fue ofrecido a Cowper. Este hecho adquirió notoriedad y llegó a ser objeto de debate en la propia Cámara como caso de nepotismo. Se determinó que Cowper tendría que someterse a una oposición. El efecto en William fue devastador. La publicidad negativa y sobre todo la idea de un examen público hicieron mella en su débil autoestima, y Cowper empezó a derrumbarse emocionalmente. Se marchó a Margate, una ciudad de veraneo al sur de la capital, en busca de reposo. Le invadió un profundo sentimiento de indignidad, y se despertaron todos los demonios alojados en el fondo de su ser. Desesperado, acudió a un médico. ¡Terrible error! ¡Acudió a un médico en vez de acudir a Dios, lo mismo que había hecho el rey Saúl, que consultó a la adivina de Endor en vez de consultar al Señor! Cowper se vio ahora perdido. Se veía a sí mismo peor que Judas y como la higuera que maldijo Jesús. Decidió suicidarse, aunque su intento fue infructuoso.

Después de pasar más de un año en un asilo y con la estabilidad emocional recuperada, Cowper se trasladó a Huntingdon, no lejos de Cambridge, para estar cerca de un hermano suyo. Allí fue recibido en la casa de un clérigo evangélico retirado, el reverendo Morley Unwin, que procuró hacer apacible la vida de su nuevo huésped. Tras la muerte de Unwin en un accidente, su viuda, Mary Unwin, se trasladó a Olney en el condado de Buckinghamshire con sus hijos y con Cowper, invitada por John Newton, el ex–traficante de esclavos y autor del celebérrimo himno ‘Amazing Grace’. Cowper trabó una amistad profunda con Mary durante sus largos paseos por la campiña de Huntingdon, y veía en ella la madre que perdió en su infancia. Mary Unwin tenía 41 años a la sazón y Cowper, 37.  No obstante el carácter evidentemente platónico de la amistad que le unía con Mary, no tardaron en surgir rumores acerca de la relación entre sir Cowper (así le llamaban los lugareños por su ascendencia aristocrática) y la atractiva viuda, Mrs. Unwin. El hecho disgustó a Cowper y contribuyó a un declive progresivo de su salud.

El 1 de enero de 1773, el día en que se presentó por primera vez en la iglesia de Olney ‘Amazing Grace’, Cowper tuvo una premonición de desastre inminente. Preso de delirio y terror, no volvió a poner su pie en la iglesia de Olney. Comenzaron las alucinaciones y una pesadilla recurrente en la que oía la voz de Dios que le decía: Actum est de te, periiste, que él interpretó como «Se acabó contigo, pereciste». Durante el largo período de su lenta convalecencia, Cowper pasaba los días cultivando su huerto y cuidando de los pequeños animales que la gente del pueblo le iba llevando: liebres, conejos, urracas y arrendajos en cuya compañía se entretenía. Cowper sonrió por primera vez, dieciséis meses después de la embestida de su última gran crisis, al echar de comer a las gallinas, según el testimonio de Newton.

GALLINA CON SUS POLLITOS

La historia de William Cowper caló hondo en mi propia conciencia, presa también de un temor irracional, y la depresión que sufrí durante largos meses en 1970 solo fue aliviada por la presencia del pequeño petirrojo, un pájaro muy querido de los ingleses, que parecía salir a nuestro encuentro en mis paseos por el campo con mi esposa Verna. Descubríamos sus nidos, observábamos su diminuta silueta y escuchábamos su poderoso canto desde lo alto de la rama de un árbol. Un día, el Dr. Angus Kinnear, un médico amigo, nos invitó a verle en Londres. Recuerdo el viaje en tren como una negra pesadilla. Nos alojamos en la casa de un amigo de la Universidad. Su madre me dijo, a la hora de la merienda: «Un petirrojo viene al jardín todos los días a comer las migajas después del té, y las tomará de tu mano si le dejas». Y así fue. El petirrojo subía de un brinco hasta la mesa y picoteaba las migajas de bizcocho sobre la palma de mi mano. Unas semanas después de aquella visita, volvimos a Londres. Allí estaba el petirrojo, como si nos estuviera esperando. «No ha vuelto desde que te fuiste, hasta hoy», me dijo Mrs. Wales con una sonrisa, y luego nos contó que desde ese día no volvió más.

Años después leí un pequeño poema de quien llegaría a ser un amigo muy valorado. Se titula ‘El petirrojo’. Sentí que el poema me traía socorro como el propio pajarillo que visitaba el alfeizar del Sr. Jiménez Lozano en Alcazarén:

Mas yo solo recuerdo
haber sido asistido a veces
de tarde en tarde, por un ángel:
un solitario petirrojo
que quizás tenía hambre
y añoranza, frío, quizás miedo,
que desde el seto volaba hasta el alféizar
de mi ventana, inquieto,
como si me trajera, clandestino,
su socorro.

PETIRROJO CANTANDO A PLENO PULMÓN

Podría parecer que las historias contadas hasta aquí son propias de personas neuróticas o carentes de fe. Sin duda las crisis sufridas coincidían con períodos de profunda depresión o dolor infinito, en palabras del propio Kierkegaard. Pero no eran fruto de una ausencia de fe sino muy al contrario, estaban ligadas íntimamente con una fe que, sin embargo, fue víctima de una hermenéutica desafortunada, como trataré de explicar.

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