Nuestra evolución nos ha preparado para lidiar con los hechos inmediatos. En la intemperie, donde nuestra especie ha estado cientos de miles de años, se sobrevivía estimando consecuencias poco sutiles: si viene el tigre, corre; si haces una lanza, comerás carne… No es cómodo pensar en el largo plazo, qué se le va a hacer. Y sin embargo, siempre llega.
Los individuos intentamos ignorar el largo plazo y mantener la mente pegada al terreno. Pareciera que la mera mención del largo plazo estimula un reflejo ancestral en áreas del cerebro reptiliano que se traduce en irritabilidad, pérdida de audición y miopía. Yo puedo ofrecer un testimonio. Recuerdo una cita en mi primer año de universidad. Sí, en esa remota época del paleomóvil, los jóvenes aún planificábamos citas. Pero ser menos inmediatistas que los jóvenes actuales no hacía que el largo plazo resultara más simpático.
La prueba es que tomando algo pregunté a mi amiga que a dónde le apetecía ir después (corto plazo), a lo que me respondió, con ojos soñadores, «¿de viaje de novios, te refieres?» (cambio brusco a larguísimo plazo). El cerebro reptiliano se activó y se me atragantó la bebida. Supongo que en similar ocasión, el oportunista Don Juan Tenorio hubiera hilado algo en su provecho con su famoso «tan largo me lo fiáis», pero los demás no tenemos tantas tablas.
A propósito, la historia de Don Juan se representó hasta Zorrilla con el título de “No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”, lo que parece indicar que se criticaba más el cortoplacismo oportunista que el libertinaje (pueden creerlo porque no lo digo de culturilla, lo acabo de ver en la Wikipedia). La osadía de Don Juan fracasa cuando es muerto sin tener tiempo de poner en práctica su plan secreto, el paradigma del plan secreto de todo cortoplacista: arrepentirse a última hora para que sus muchos pecados sean perdonados. Vamos, como algunos bancos.
En efecto, usar atajos para burlar las demandas del largo plazo suele ser una tentación peligrosa. Ni siquiera la inteligencia análitica es siempre fiable para identificar hasta cuando se puede uno burlar del ineludible largo plazo. Por ejemplo, la mente de Isaac Newton no le salva de arruinarse en la burbuja especulativa de la South Sea Company («I can calculate the movement of the stars, but not the madness of men»).
Mucho menos funciona el divertido truco infantil de ocultarse del peligro por el procedimiento de ignorarlo cubriéndose los propios ojos. Según los psicólogos, los niños descubren a los cuatro años que esta estrategia no sirve de nada (si no lo averiguan, es señal de carrera en política o finanzas).
Estos ejemplos nos llevan a nuestra época y a esta crisis que tanto tiene que ver con la mala aplicación de los modelos de predicción. El entorno actual es difícil, complejo e interconectado, y sufrirá aún más cambios pues se halla en plena revolución tecnológica. Un ejemplo, la Internet navegable tiene 20 años y sigue creciendo y transformándose. Nadie predijo con cierta aproximación lo que es hoy, y no creo que sea más sencillo estimar su evolución y consecuencias en los próximos 20 años.
¿Nos salvará la tecnología? Y si es así, ¿crearemos seres cotizantes artificiales que resolverán el déficit y nos permitirán prejubilarnos felizmente? O por el contrario, ¿empleará el estado la biotecnología para prolongar la vida sólo a aquellos que renuncien a la jubilación?. Sirva la broma anterior para ver que la tecnología no interviene sola en el guión del futuro, y que la historia permite muchas bifurcaciones. La tecnología no distingue entre justos e impíos.
Estos meses se habla mucho de futuro en la sociedad, en las empresas y en esa empresa de la que somos todos accionistas, la Tierra. Pero, vistas todas las dificultades y el trabajo que da, ¿tiene sentido estudiar el futuro? ¿tiene sentido pensar a largo plazo? Yo pienso que algo sí, y de eso va el blog.