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Frontera DigitalEl niño rey despierta

El niño rey despierta

Este texto pertenece a la serie «Remembranzas»

El niño rey

Me estalló la vejez entre los brazos. Todavía no he sabido qué hacer con ella. Cada mañana, siento el peso de mi cuerpo que hasta no hace mucho me acompañaba.Ahora lo justifico con pequeños engaños, Taichí dos días a la semana, natación otros dos, pienso en lo que como y busco el sol por el jardín.
La próstata ya no es anécdota sino insistencia. Ya no temo la alarma de la columna, sino que vigilo mis movimientos y la postura cuando me siento. Si tengo que conducir, calculo los riesgos. Como con la cabeza más que con el apetito. Si hago un exceso, o lo que hasta ayer ni registraba, me mantengo alerta y acudo a digestivos.
Las imágenes, que busco a mi pesar, se suceden con vértigo y me encadenan.
Bañarme en el mar era alborozo y alegría, ahora lo pienso. El sol era una fiesta, ahora permanezco atento: la piel, las venas, la hinchazón de las piernas. Calzo medias elásticas como una segunda piel. Ya no hay cintura. Me rumorean cadencias, susurros y tactos que se desvanecen. Todo concluye en pálpitos empobrecidos, en pálidos recuerdos que se me escapan como el agua entre los dedos, como arena en espuertas que llegan vacías a ningún sitio.
Me cuesta sentarme a escribir sino es para gritar, para denunciar mi impotencia disfrazada de desesperación ante la marcha de un mundo al que me siento cada vez más extraño. Que puede girar sin mi concurso porque ni siquiera me toma en cuenta. Me siento ajeno. Todo se va desvaneciendo a pesar de que me aferre a lo que temo sombras fatuas en forma de proyectos a los que nadie atiende porque no tienen consistencia.
Me atraen las imágenes porque el vino, el hachís o cualquier otro exceso me dan miedo por sus consecuencias. Lo que antes era placer para el cuerpo, evasión o exceso, ahora es cálculo y control, miedo a las consecuencias reflejadas en un organismo que ha pasado a ser el protagonista de mi existencia, pero sin esperanza ni contento. Es como si capear el temporal que me lleva hasta la muerte precedida de una decadencia presente desde la cuna, pero ignorada entre proyectos y quimeras. (Esto era mientras ya avizoraba la jubilación)
Recuerdo, cuando unos treinta años antes, yo estudiaba mi segunda carrera. Y él estaba al otro lado del teléfono, postrado en su cama para recuperar el aliento de un corazón que no bombeaba lo suficiente. Pero no hablaba, se comunicaba por su sonrisa a la hermana que le transmitía mis palabras y que, en voz baja, está muy malito, tu padrino, ya no se levanta, te envía muchos besos.
Muchos besos en el cuello de Alexander Niewsky que cabalgaba después de haber hundido a los caballeros teutones en el lago helado que no soportó el peso de sus cabalgaduras y de sus armas de hierro.
Alexander, Alexander, cabalga de nuevo y llévame sobre tu hombro izquierdo, como un trofeo, yo aferrado a tus cabellos, y sonriendo.
Te aclaman las gentes. A tu paso, las madres te ofrecen a sus niños para que los beses, para que los toques, para que los subas a tu cabalgadura y entren contigo por las puertas de la ciudad encantada.
Remembranza escrita hace no sé cuántos años, ya con una familia. (Evoco una experiencia a mis nueve años en Preparatorio del Instituto Santa Irene, de Vigo). Siento un gozo infinito entre mis piernas. Colgado de la maroma del gimnasio, sentado en el nudo final, me balanceo en aquella soledad robada en el instituto adonde me llevaron arrancado de tus hombros, del olor a brea de tu pelo.
Sentado sobre la tapa del water, te contemplaba arrobado mientras te afeitabas y me hablabas. Nos habíamos bañado y me habías ayudado a vestirme para sentarme a contemplarte mientras te afeitabas. Estabas medio vestido y en camiseta de tirantes que mostraba la espléndida ternura de tus músculos, bajo tu piel blanca a la que me abrazaba, acurrucado a tu espalda, cuando dormíamos juntos. Olía como a brea, lubricante de sloan, algo de «varon dandy». (Y es que, aún ahora, no logro encontrar imagen alguna de mi padre alzándome en sus brazos, como sí lo hacían mis padrinos).
Yo volaba en tus sueños. Te daba calor y te sonreías, duérmete ya que mañana no hay quien te levante, me decías. Qué nostalgias de los hijos no habidos llenaba la presencia del ahijado. Venga, haz pis y a la cama, vete calentándola que ya voy. Y yo me espatarraba, intentando calentar la inmensa cama de matrimonio desertada, para acogerte, Alexander, que llegabas siempre riendo, Hay qué frío, apártate, hazme sitio que ya llego, apriétate fuerte, así, como si fuéramos a cabalgar, apriétate fuerte. Y el niño sin años cabalgaba y se dormía con el calor de tu cuerpo, con el olor de tu piel, con los besos que sembraba en tu cuello.
No hay recuerdo más dulce, más profundo ni más intenso. Vuelvo la vista hacia atrás y no hay nada que se le asemeje. Estaba lejana la adolescencia, no tenía más que siete años y mi cuerpo no se había despertado ni intuía lo que podría significar el sexo. Y después, cuando llegó la alborada, mi imaginación volaba a ese recuerdo que afloraba en el abrazo más tierno.
Tantas veces bajo la ducha, entre la espuma y las risas de tus gritos mientras me enjabonabas y me frotabas, para alzarme al final y ponerme bajo el chorro de agua, ¡Valiente, valiente, así, para hacerte fuerte, venga, corre ya y envuélvete en la toalla mientras me aclaro, así, así, calentitos los dos envueltos en la toalla como fantasmas! Y yo me abrazaba a ti, tiritando de frío, estremecido de gozo y de miedo porque amaneciese cuando bajases la inmensa toalla esponjada y me frotases con colonia para que me fuera vistiendo.
Me adormezco musitando, con lágrimas a tu espalda ¡inmensa, inmensa!
Había descubierto a Einsenstein y todos sus films, en el cine Granada de París, verano de mis 17 años con una beca de la Alianza Francesa de Vigo, presidida por Antonio Solla, que me permitieron despertar al mundo en aquella Ciudad de la luz, con el anhelo de… que no amaneciese, ¡que no se acabe esta noche ni ninguna noche, que no amanezca mientras galopamos, Alexander, Alexander Niewsky, con música de Prokofief. En esa ciudad y en ese verano en el que pude conocer a Albert Camus, que tanto he disfrutado en mi vida siempre.

José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.

 

 

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