“Muchas personas mueren paulatinamente; se van llenando de achaques, envejecen. Las últimas horas son sin duda importantes. Pero, a menudo, la despedida comienza mucho antes.”
La soledad de los moribundos. Norbert Elías.
Habrá quien afirme que le cuesta aceptar la idea de morir pero lo hace cada día a fuerza de redundar en lo que, por costumbre, lleva haciendo toda la vida. Yo he decidido morirme consciente, por eso hay días que me llevan al borde del abismo que separa la realidad de esa ficción que es estar muerto; así se me hace menos cuesta arriba este morir a lo lento, como si el veneno de la vida se administrase en diminutas dosis letales de repeticiones mortalmente aburridas y discutibles. Aun con todo, no me están dejando morir en paz, vivir en paz. Siempre surge el vitalismo sorprendente del que se entusiasma con cualquier cosa y desea contagiarte de esa enfermedad propia de los espasmódicos positivistas, los adolescentes hormonados o los triunfadores en plena crisis de la mediana edad. Me es lo mismo. Cuando veo a uno de estos concentrados de exaltación llamando mi atención desde una esquina, me hago la dormida o fabrico un viaje a la nebulosa de los hastiados mortales, que no son otros que aliados indestructibles con los que me consuelo en penurias sin que lleguen (malditos) a aniquilarme.
Sé que es posible que no vea venir el final, que éste llegue en mitad de la noche o de la mañana sin estilo alguno, por eso prefiero despedirme en caliente. ¿A qué esperar? Me despido de todo en una única ocasión; parece lo más oportuno para los no creyentes. De mi barrio y de mi casa, de mis compañeros y de mis enemigos. Quedo con todo resuelto. Pido, eso sí, que no se mienta a los niños, que se les hable de la muerte como Elías y yo defendemos: con normalidad. Que no se eviten las partes peores cuando se les explique que esto de morirse tampoco es para tanto si el que falta es uno. Pido que se haga justicia a su condición de personas menores pero nunca inferiores, fuente de lecciones sin pretenderlo a la que subestimamos por nuestro propio miedo a morirnos. No se les evita nada (otra excusa que dejaré atrás cuando me haya ido); no se sabe cómo explicarles una ida sin vuelta.
Esto de morirse consciente tiene sus ventajas. Ayuda a tachar de un plumazo la lista de asuntos pendientes y la incertidumbre del final de película en la que no hubo descanso ni habrá sesión doble. Confiemos en la posteridad, en seguir saliendo en los créditos finales de las películas ajenas cuando ya no estemos y como protagonistas de la nuestra, aunque por orden de aparición tampoco seamos los primeros.