
Camino con cuidado, muy despacio, entre cabrones y cobardes. Miro siempre al frente e ignoro a los pelotas y a los chupapollas. Parezco muy seguro de mí mismo, pero no es verdad. Las cosas están que arden y yo no permanezco indiferente. El que diga que nada le afecta, miente, ¡joder a mí sí me afecta esta orgía de despidos, prejubilaciones, crisis, objetivos incumplidos y consecuencias catastróficas! Me cuido especialmente de los cobardes, esos son los más peligrosos. Nunca sabes por donde te van a salir, no lo saben ni ellos. Cuando ven al jefe cabreado o cachondo se les moja el culito y son capaces de cualquier cosa con tal de agradar. Entonces es cuando te la clavan, por la espalda y sin avisar. Típico de cagones, amilanados, pusilánimes, débiles, apocados; en suma, cobardes. ¿Qué nos queda? La ansiedad y la espera, el no bajar nunca la guardia y estar dispuesto siempre a levantarte después de cada hostia. Alegrías pocas, pero dignidad mucha. Aprendo de las putas, esas grandes supervivientes que esbozan siempre una sonrisa cuando lo que les pide el cuerpo es asesinar al baboso de turno o pasarse por la piedra a media humanidad. Siempre me fío de ellas: son valientes, directas, claras. Sólo quieren dinero, nada más, y hace tiempo que aprendí a fiarme de la gente que sólo quiere dinero y a desconfiar de los que se acercan, se ofrecen y no piden nada a cambio. Vete tú a saber qué es lo que quieren realmente.