Eso que fuimos

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Un espacio distinto a la distancia me separa de lo pasado; un espacio distinto al tiempo mesurable que se aprisiona en recuerdos para que no se desvanezca, como si pudiera vivirse en otro lugar que no sea en la memoria ajena cuando nos ausentamos. Un espacio que se contiene sin tener dónde guardarse.

 

Un espacio distinto a la distancia me separa de lo pasado; un espacio distinto al tiempo mesurable que se aprisiona en recuerdos para que no se desvanezca, como si pudiera vivirse en otro lugar que no sea en la memoria ajena cuando nos ausentamos. Un espacio que se contiene sin tener dónde guardarse.

 

Como la propia voz que se extraña al reproducirla, la persona que fuimos se aleja de nosotros, o nosotros de ella, suspendida en el vaporoso espacio-tiempo. Ése a quien dejamos ir sin percatarnos de su pérdida lleva consigo las caras de la moneda que hoy somos todos. La una, ridícula, nos  avergüenza, genera desazón, nos conmueve. Todo ello. La otra, nos reta y ridiculiza a nuestro yo presente. Mirando a ambas cabría preguntarse cuánto de lo que fuimos conviene ser rescatado, dónde lo escondimos o si habrá decidido marcharse para no volver. Pero lo negamos con rotundidad por la inmediatez de los tiempos, por el Carpe Diem, sin percibir que no caduca y que no son pocos los que, llegado el momento, se arrepienten de no haber abrazado la cara que nos recuerda que esperábamos ser mejores de lo que somos.

 

Lo inocente (eso que fuimos cuando no nos dábamos cuenta) se va perdiendo a fuerza de tretas. Por eso, y por la ansiada despreocupación que nos evita tener que andar con pies de plomo, la inocencia suele relacionarse con la infancia, y a ella se trasladan muchos si les preguntan por tiempos felices, embadurnándose con el tierno linimento la memoria arañada de esta trampa adulta. La inocencia es el prodigio necesario que nos conduce a creernos el truco del mago y que el cinismo adulto abate hasta la obsolescencia.

 

Esa vieja conocida llamada ingenuidad se ha visto desprestigiada con la hipócrita seguridad del experimentado que evita la candidez, demasiado ocupado en el pensamiento ajeno como para atenerse a las normas que una vez le fueron propias y que solían regirse por un sencillo “cuando sea mayor…”.

 

Ahora somos mayores con excusas que defienden incluso aquello que no debieron aprender. Pero los niños, que no sufren el sesgo de la vergüenza, responden dando lecciones sin temor a equivocarse, confiando en que algún día serán mejores y más libres. Qué imprudente valentía. Qué virtuosa inocencia.