
«Durante los últimos años han sucedido muchas cosas en el mundo: catástrofes naturales, crisis financieras, terremotos políticos, una pandemia global y guerras de conquista o de venganza. Sin embargo, ninguno de esos desastres es comparable a Gaza: nada nos ha dejado una carga tal de aflicción, perplejidad y mala conciencia. No hay nada que haya provocado tanta evidencia, y tan vergonzante, de nuestra falta de pasión e indignación, estrechez de miras y pobreza de pensamiento».
Esta idea, expresada por Pankaj Mishra en El Mundo después de Gaza. Una breve historia, ensayo, según reconoce el autor, escrito «para aliviar la perplejidad y la desmoralización» que se apoderaron de él «antes de un colapso moral absoluto» y tras sufrir diversas cancelaciones y actos de censura por parte de medios e instituciones occidentales por sus opiniones sobre la ofensiva israelí en Gaza, podría ser suscrita, con diferentes matices y acentos, pero sin traicionar de modo sustancial su espíritu, por muchos de quienes han reflexionado en los dos últimos años acerca de lo que ya cada vez menos dudan en calificar, especialmente desde que el 25 de marzo de 2024 la Relatora Especial de la ONU para la situación de los derechos humanos en los Territorios Palestinos Ocupados publicase su demoledor informe, como un «genocidio» del Estado de Israel a la población palestina de Gaza, una limpieza étnica gradualmente incrementada en el tiempo, pero que en estos dos años se ha intensificado hasta convertirse, según manifestara Raz Segal, catedrático de Holocaust and Genocides Studies de la Stockton University, en «un caso de genocidio de manual».
Que la situación en Gaza era un polvorín a punto de estallar desde hace mucho era evidente. Después de que la mitad de la población autóctona del país fuese expulsada, la mitad de sus ciudades y aldeas destruidas y el ochenta por ciento de la Palestina del Mandato se convirtiera en el Estado de Israel, esto es, después de que en 1948 los dirigentes de la «patria judía» aprovecharan la ocasión para apropiarse de buena parte del territorio deshaciéndose de la mayor parte de la población local, sería a partir de 1967 cuando –parafraseando el título del documental del cineasta y activista israelí Avi Mograbi–, el «Manual para una ocupación militar» comenzara a aplicarse en toda su extensión y rigor. Fue a partir de esa fecha, según nos recordaba el historiador israelí-británico Ilan Pappé en el prefacio a La cárcel más grande de la Tierra. Una historia de los territorios ocupados, cuando «la sinuosa navegación oficial israelí entre ambiciones nacionalistas y colonialistas imposibles convirtió a un millón y medio de personas en internos de una simple megaprisión». Los habitantes de Gaza y Cisjordania llevan habitando este «panóptico moderno» impuesto a una sociedad entera desde entonces habiendo variado únicamente el grado de inhumanidad aplicado en cada caso, que ha ido oscilando del modelo «más blando o más humano» de la «cárcel panóptica a cielo abierto» al más asfixiante y violento de la «prisión de máxima seguridad» cuando, como tras la Primera Intifada, a los presos les dio por oponer resistencia.
La situación no dejó de empeorar y ya en el presente siglo, no solo fueron aumentando de forma exponencial los asentamientos de colonos en Cisjordania –el periodista y escritor Ian Black estimaba en 2015 que un 42% del territorio cisjordano se hallaba en manos de los israelíes y ese porcentaje no ha dejado de aumentar– sino que la vida en la Franja, especialmente tras el bloqueo impuesto por Israel (y también por Egipto en su frontera sur), se fue haciendo cada vez más precaria. Así, no solo fue generalizándose entre organismos de derechos humanos, intelectuales y periodistas la percepción de Gaza como una prisión o cárcel a cielo abierto debido al control de entradas, salidas, recursos y movimiento de la población, sino que en 2015 un informe de la UNCTAD (Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo) advertía de que la Franja sería inhabitable en 2020 si continuaban ciertas tendencias estructurales. La devastación provocada por las operaciones militares que periódicamente desencadenaba Israel (tres de suma dureza entre 2008 y 2014); la crisis de agua potable (el acuífero costero, principal fuente de agua dulce para la población, estaba siendo sobreexplotado y contaminado); el colapso del suministro eléctrico y de servicios básicos de salud, educación o vivienda, así como el propio bloqueo económico por parte de Israel y Egipto, que desde 2007 restringía casi por completo las exportaciones e importaciones, limitando severamente la actividad productiva, estaban detrás de la degradación de las condiciones de vida de los casi 2 millones de habitantes de este pequeño enclave del Mediterráneo oriental a cuyos habitantes se les prohibía, por motivos de seguridad, incluso el derecho a pescar en sus aguas.
Dicho de otro modo, esa desoladora imagen que día a día nos devuelven las pantallas cuando accedemos a nuestras redes sociales, ponemos un informativo o leemos un periódico, si bien ha terminado por alcanzar dimensiones verdaderamente dantescas, no es inédita. Cuando Edward Said describía en una de sus «crónicas» una Gaza «rodeada en tres de sus lados por una alambrada electrificada»; con sus casi dos millones de habitantes «aprisionados como animales (…) incapaces de moverse, de trabajar, de vender las verduras y frutas que cultivan, de ir a la escuela», al tiempo que calificaba de «hambrienta y miserable» a una población víctima de «un castigo colectivo sistemático a los civiles, en su mayoría refugiados como consecuencia de la destrucción de su sociedad en 1948», se estaba refiriendo a la Franja del año 2002. Del mismo modo que cuando menciona a esos habitantes expuestos a «los ataques de aviones y helicópteros israelíes, mientras en tierra son abatidos como conejos por blindados y ametralladoras», sometidos, en definitiva, a «miles de soldados dedicados a la humillación, el castigo y el debilitamiento intolerable de cada palestino, independientemente de su edad, sexo y estado de salud», sin acceso a suministros médicos, viendo cómo sus ambulancias son tiroteadas, sus viviendas derribadas, sus tierras de cultivo y árboles destruidos, por mucho que esas imágenes nos resulten de rabiosa actualidad, está invocando a toda una serie de espectros que vienen del pasado a ensombrecer, si se quiere, un poco más nuestro hoy, recordándonos que esta tragedia sin final aparente va rimando en el tiempo, encontrando a lo largo de su rizomático desarrollo sílabas mellizas y basas constantes. Entre estas últimos, la presencia a veces evanescente, cenital, en fósforo verde de quienes, como guardianes de la prisión más grande del planeta, pergeñaron, mantuvieron y perfeccionaron, en palabras de Pappé, un sistema diseñado para «abusar, humillar y destruir (…) los derechos y las vidas palestinas». Hablamos de los mismos que, bajo el pabellón del hexagrama, han acostumbrado a los gazatíes a malvivir, parafraseando a Joseph Roth, en una de las filiales del infierno en la Tierra. Un lugar, según el lúgubre retrato que Tony Judt hacía apelando a la sombría transformación de los israelíes tras 1967 y especialmente después de la primera Intifada, en que «chulescos jóvenes de 18 años armados con M16 insultan a ancianos indefensos (…) ; donde los bulldozer demuelen con regularidad edificios enteros; (…) donde los colonos financiados por el Estado se solazan en piscinas rodeadas de césped, indiferentes a los niños palestinos que se pudren a pocos metros en los peores tugurios del planeta…» Un lugar tan infeliz, tan privado de dignidad, que bien podía servir de fondo para una rave party… y que no pasara nada.
Pese al intento, en cualquier caso, por imponer un relato según el cual los ataques de Hamás del 7 de octubre fueron algo así como una especie de punto cero a partir del cual toda respuesta, en nombre del derecho a la legítima defensa, estaba justificada, la realidad es que, a pesar de su brutalidad, estos trágicos acontecimientos no se producían en el vacío, sino que formaban parte de una luctuosa secuencia de acontecimientos que empezó a trabar sus eslabones mucho antes del nacimiento del Estado de Israel en 1948. Como recuerda Enzo Traverso en Gaza ante la historia «El 7 de octubre no es un estallido repentino de odio, tiene una larga genealogía». No hay que remontarse a la Nakba («Catástrofe») palestina de 1948 ni a la Guerra de los Seis Días ni a los fracasados Acuerdos de Oslo para saber esto. Basta conocer, lo que es sistemáticamente ocultado, de forma intencionada o por simple indolencia, por muchos medios de comunicación, algunas estadísticas –como la que nos dice que solo entre 2008 y el 6 de octubre de 2023, las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) mataron a más de 6.400 palestinos, 5.000 de estos en Gaza, hiriendo en el mismo periodo a más de 150.000– para darse cuenta de que Hamás –milicia cuya irrupción en los años 80, como está sobradamente acreditado, contó con la complicidad de la inteligencia israelí en su intento de dividir a la insurgencia palestina– no se levantó una mañana con la ocurrencia de hacer un pogromo: si bien el ataque tuvo mucho de irrupción violenta, caótica y feroz no se trató de una explosión «espontánea» de odio popular. Una acción de tal envergadura, capaz de sortear a uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo ni se improvisa ni puede ser entendida reduciéndola al fanatismo secular de un grupo de bárbaros terroristas sin tener en cuenta –y solo quienes sienten temor a la verdad pueden considerar este ejercicio «justificar» o «estar del lado de Hamás»– tanto el contexto histórico general como los directísimos antecedentes previos.
A plena luz
Que era un nuevo episodio, pero no un episodio cualquiera dentro de la larga trayectoria del conflicto, bien es cierto que se apreció muy pronto. Y no solo por el abrumador número de víctimas que en apenas unas semanas podían contabilizarse sin que todavía nadie pudiera anticipar la dimensión que la tragedia terminaría alcanzando, sino por otra serie de razones que en los últimos tiempos han llamado la escandalizada atención de muchos observadores a la hora de enjuiciar lo que, a falta de dos ejércitos, difícilmente puede ser llamado en propiedad una «guerra». Llamar «guerra», como dice Traverso, a lo que es una «destrucción unidireccional, continua, inexorable»; enarbolar el derecho de Israel «a defenderse» mientras se criminaliza el derecho de los palestinos «a resistir»; o denunciar toda crítica al gobierno de Israel colgándole a quien la exprese el sambenito de «antisemita» –poco importa que se haya sido víctima de Holocausto–, obviar, por tanto, que lo que aquí tenemos es una «maquinaria bélica muy poderosa y sofisticada (…) eliminando metódicamente un conjunto de centros urbanos habitados por casi dos millones de personas» es parte de una estrategia muy antigua que busca desactivar toda crítica a base de sembrar la confusión y, en última instancia, esconder la realidad.
No faltan en este sentido quienes han dedicado extensos comentarios a desenmascarar esta sistemática perversión del lenguaje –común a otros regímenes aberrantes del pasado– que permite calificar como «moral» a un ejército que deshumaniza a sus enemigos; que llama «respuesta» a una empresa de aniquilación y «guerra Israel-Hamás» a una operación militar abiertamente realizada contra civiles palestinos. Ya en su célebre El viento amarillo, escrito a finales de los años 80 tras haber pasado varias semanas visitando ciudades, pueblos y aldeas a un lado y otro de la «línea verde», el escritor israelí David Grossman mostraba su estupor ante la «progresiva desfiguración» de un lenguaje que había perdido por completo su significado original. La perversión de las palabras, el uso de la propaganda, las presiones políticas y mediáticas –a veces en forma de memorándum, como el que recibieron al comienzo de esta nueva fase del conflicto los periodistas de The New York Times para que evitaran el uso de términos como «genocidio», «limpieza étnica», «territorios ocupados», ¡incluso «Palestina!»–, la propagación de todo tipo de bulos, como el de los «cuarenta bebés decapitados en Kfar Aza» dirigidos a desacreditar al opositor y deshumanizar al adversario, por no hablar de los innumerables actos de censura, persecución y represalia contra activistas propalestinos en países que presumen de ser democráticos, fueron especialmente intensos durante las primeras semanas tras el 7 de octubre y no han parado hasta el día de hoy por mucho que algunos –como el propio presidente Macron, a quien recordamos repetir maquinalmente la frase: «el antisionismo es una de las modernas formas del antisemitismo»– hayan virado sus posiciones iniciales.
Dicho lo cual, hay que reconocérselo, si algo ha demostrado el gobierno israelí, pese a la inquina homicida desplegada hacia toda clase de testigos incómodos, empezando por los periodistas, que están siendo asesinados en Gaza a un ritmo sin precedentes en medio de un ominoso silencio, y al multimillonario conjunto de esfuerzos oficiales y extraoficiales para explicar, justificar y defender la posición del Estado de Israel ante la opinión pública internacional, lo que se conoce como «Hasbará» –una de las maquinarias propagandísticas más sofisticadas del mundo–, ha sido su capacidad para, con independencia del neolenguaje utilizado, actuar a cada descubierta y a pleno día. Después de que Netanyahu incluyese en un comunicado oficial, el 28 de octubre de 2023, la frase bíblica «Debéis recordar lo que os ha hecho Amalec» –una alusión que el gobierno de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia interpretó como incitación al genocidio, dado que en la tradición bíblica hay pasajes que mandan destruir a Amalec «sin misericordia»– no solo la «espada de Yahvé» se llenó de sangre [Isaías 34:5–6] sino que esa destrucción escatológica, como para servir de advertencia a cualquiera que osara desafiar de nuevo al «pueblo elegido», fue retransmitida en vivo. Fue de este modo como en unas semanas comenzaron a desfilar las imágenes de soldados compartiendo en sus redes la demolición de viviendas, escuelas, mezquitas y barrios enteros; fotografiándose junto a ancianos, niños y civiles inmovilizados, desnudos o en ropa interior; saqueando comercios y comiendo alimentos abandonados por quienes acaban de huir… Escenas que a Traverso le recordarían a las fotos que se hacían los soldados de la Wehrmacht en Polonia y Bielorrusia, en las que sonreían junto a partisanos ahorcados, no solo no eran ocultadas, sino que se utilizaban como arma de guerra con la clara voluntad de socavar la moral del agredido, vejar a víctimas inocentes y servir de simbólico botín de guerra al ejército invasor.
Otras prácticas que también se produjeron, como el uso de perros para torturar a supuestos sospechosos, aunque estos tuvieran síndrome de Down, o de tanques para aplastar a civiles inermes, terminaron de informarnos sobre la catadura moral del autodenominado «ejército más moral de la Tierra», quien por otra parte, aquí tampoco ha habido necesidad de disimular, no hacía sino poner en práctica los llamamientos al exterminio de palestinos, sin necesidad de alegorías bíblicas, de determinados miembros del gobierno de Israel. En este sentido, declaraciones como las del ministro de Defensa, Yoav Gallant, afirmando que «Estamos luchando contra animales humanos, y vamos a actuar en consecuencia»; las del vicepresidente de la Knéset, Nissim Vaturi, sobre la necesidad de «Borrar Gaza del mapa»; o, entre decenas de declaraciones de este mismo color, los reiterados llamamientos del ministro de Patrimonio, Amihai Eliyahu, a ejecutar prisioneros palestinos o bombardear reservas de alimentos en Gaza para provocar una hambruna, lejos de escandalizar a amplios sectores de la sociedad israelí, fueron al contrario bien recibidos por una ciudadanía capaz de manifestarse masivamente por la suerte de sus compatriotas secuestrados sin tener un solo recuerdo para las víctimas, también inocentes, que día a día estaban siendo masacradas en su nombre.
Para los aficionados a las analogías históricas podríamos decir que todavía en 1945 muchos podían ampararse en que «no se sabía». Y aunque se conocía bastante más de lo que comúnmente se suele reconocer, documentales como el reciente Lo que encontraron, en el que Sam Mendes condensa testimonios de los camarógrafos que filmaron la liberación del campo de concentración de Belsen, es cierto que ayudan a comprender mejor la dimensión del espanto que experimentaron los desprevenidos testigos de aquellos nefandos crímenes. Hoy, sin embargo, nadie puede excusarse en el desconocimiento. Y es esto, entre otras razones, lo que hace especialmente escandaloso este horror. Que sea perpetrado no en secretos y hediondos barracones, sino a plena luz del día y ante los ojos de un mundo al que se ha convertido, con las salvedades conocidas, algunas de estas verdaderamente heroicas, en cómplice y colaborador necesario, ya sea por omisión o de forma activa, del genocidio.
En un primer momento, en pleno shock y alimentados por la ira o el miedo, algunas de las reacciones viscerales anteriormente aludidas podían, si no justificarse, resultar al menos humanamente comprensibles. Con la sangre aún caliente –no digamos si los crímenes producidos eran encima amplificados por toda una serie de aberrantes detalles que nunca pudieron ser verificados por actores neutrales– apelar a los antecedentes históricos, a contemporizar, a pensar en el largo plazo, resultaba complicado. El sentimiento de venganza, que poco tiene que ver con el derecho internacional, pero sí mucho con la atávica condición humana, pedía abrirse paso. El propio activista por los derechos humanos argentino-israelí residente en Jerusalén Meir Margalit, uno de esos intelectuales que hace mucho que se sienten moralmente desplazados dentro de su propio país, cuenta en El eclipse de la sociedad israelí cómo la masacre perpetrada por Hamás fue vivida como una «pesadilla» y una «hecatombe» de tal calibre que incluso la izquierda israelí se pronunció desde el primer momento a favor de un «contraataque inmediato». Frente a «tamaña calamidad» esa parecía la respuesta natural y la reacción que el ataque había provocado entre sus «colegas palestinos», activistas con los que llevaba involucrado por más de 40 años en la lucha por la paz a través del diálogo, no ayudaba a ver las cosas de otro modo. Según cuenta Margalit, aquellos con los que habían marchado tan largo camino por su liberación se negaron condenar los hechos. Algunos «incluso lo alabaron». Ni siquiera recibieron ninguna «señal de simpatía» cuando se supo que los kibutz atacados habían colaborado durante mucho tiempo con la población palestina al otro lado de la frontera. Esa «mezcla de furia, frustración y decepción», azuzada además por todos esos analistas de televisión que, «montados en una sonrisita maliciosa», les pasaban ahora la factura por haber simpatizado con quienes siempre debieron ser vistos como parte del bando enemigo, paralizó al movimiento pacifista israelí haciendo saltar por los aires profundas relaciones humanas cultivas durante años.
Sin embargo, como él mismo detalla, pronto se hizo evidente, utilizando la terminología del derecho internacional, que el ius ad bellum, concebido como la facultad de ejercer el uso de la fuerza armada en legítima defensa de forma proporcional y centrada en objetivos militares, se concretaba en una transgresión permanente por parte de las tropas israelíes del ius in bello, esto es, de las leyes y normas que definen una guerra justa, como la necesidad de diferenciar entre combatientes y civiles, o la limitación de medios y métodos desproporcionados o que causen sufrimiento innecesario. En un artículo elaborado para analizar, en el marco del derecho internacional y de la teoría de la guerra, los ataques de Israel durante el primer año tras los atentados del 7 de octubre, y tras dejar sentado el principio de que toda guerra solo se justifica si se libra con el fin de establecer la justicia, la investigadora Cansu Kaya recuerda cómo al justificar la guerra como una demostración de «la eternidad del pueblo judío y la profecía de Isaías», el propio primer ministro israelí, Netanyahu se situaba fuera del principio de ius ad bellum. «Una guerra basada en una doctrina religiosa –dice Kaya– no puede considerarse una guerra librada para lograr la justicia (…) sino con un propósito estratégico e ideológico». La aberrante desproporción y brutalidad de los medios militares que acompañaron a los encendidos discursos –los desplazamientos masivos de población, los bombardeos por tierra, mar y aire, la destrucción sistemática de viviendas, escuelas, hospitales y demás infraestructuras, las matanzas de civiles, la utilización del hambre como arma de guerra…– solo eran ya la sangrienta constatación de que la neutralización de los terroristas de Hamás y la liberación de los rehenes, que eran en teoría los objetivos de la ofensiva, no eran sino la excusa para acelerar, en nombre de la seguridad y del derecho a la legítima defensa, la ejecución de una siniestra versión del Plan Dalet. Si aquel, aprobado en marzo de 1948, tenía como objetivo declarado asegurar el control de los territorios asignados al Estado judío por la ONU a través de la ocupación de aldeas y ciudades árabes dentro o cerca de las zonas judías, la expulsión de la población árabe en caso de resistencia armada, el desarme y destrucción de fuerzas hostiles, o el mantenimiento de posiciones conquistadas para garantizar que no fueran reocupadas, este tenía como objeto declarado el de destruir a Hamás y no enunciado, aunque evidente a la vista, el de dejar inhabitable la Franja de Gaza –si como preámbulo a una futura anexión está todavía por ver.
De este modo, incluso aquellos pacifistas que habían percibido el ataque de Hamás como una amenaza existencial ante la que había que reaccionar de modo contundente empezaron a cuestionar la legitimidad de la respuesta. No fue una reacción mayoritaria, pero dentro de una sociedad cada vez más derechizada –las encuestas no han dejado de confirmar que el apoyo a las acciones militares en la Franja, no así tanto a Netanyahu y su gobierno, cuentan con un respaldo importantísimo–, cuyas estructuras sociopolíticas están ancladas, según apunta el propio Margalit, en el miedo, el militarismo, el mesianismo, el colonialismo o el racismo; una sociedad víctima, por cierto, de un adoctrinamiento colectivo –esa «ocupación de la mente» tan bien reflejada en la obra del documentalista israelí Eyal Sivan– que no entiende que exista otra forma de contemplar al palestino, al árabe, que no sea sino como amenaza existencial o cuando menos como problema, la existencia de estas voces críticas que cuestionan décadas de ocupación debe ser debidamente subrayada.
La denuncia que hace Margalit del colapso democrático israelí, su reflexión sobre las estrategias de evasión de responsabilidad que emplea su sociedad, al igual que muchas de las reflexiones que, también desde el dolor y la pérdida, engrosan la obra colectiva The Gates of Gaza: Critical Voices from Israel on October 7 and the War with Hamas, en la que casi una treintena de intelectuales israelíes desafían la narrativa oficial y apelan a la moralidad, la legalidad y el sentido común como base de una solución justa y sostenible al conflicto, nos recuerdan que hay una parte de la sociedad israelí que no ha sucumbido al fanatismo que se enseñorea del joven aunque en tantos aspectos arcaico Estado. Deudores del pensamiento de intelectuales judíos heterodoxos para la oficialidad sionista como Israel Shahak o Yeshayahu Leibowitz –este último acuñó la polémica expresión «Judeonazismo»–, así como de historiadores como Benny Morris o el citado Ilan Pappé, que revolucionaron los estudios sobre el nacimiento y posterior evolución del Estado de Israel, forman junto a los voluntarios de organizaciones no gubernamentales como Breaking the Silence, B’Tselem, Physicians for Human Rights-Israel o Public Committee Against Torture in Israel (PCATI), que llevan años valientemente documentando y denunciando violaciones de derechos humanos, torturas y detenciones arbitrarias contra palestinos, la parte más respetable, valiente y heroica de una nación cada vez más bunkerizada. Como se encargaban también de recordarnos este pasado mes de julio algunas de las principales universidades del país, como la Hebrea o la de Tel Aviv, al enviar a través sus presidentes una serie de cartas a Netanyahu expresando su consternación por la hambruna en Gaza y denunciando esas declaraciones de ministros que abogaban por la destrucción o desplazamiento forzado de su población, quedan «justos» en Israel: personas como la veterana abogada pro Derechos Humanos Lea Tsemel –apodada la «abogada del diablo» entre los sectores más conservadores por el mero hecho de defender a presos palestinos– , o como la joven Atalya Ben Abba, uno de los rostros más visibles de Voices Against War, y quien durante años se enfrentó a condenas por desacato que dieron con sus huesos en una prisión militar ante su negativa a cumplir con la obligación de hacer el servicio militar.
Esto a pesar de los «musulmanes». Aquí debemos hacer una parada obligada.
Perpetuum Holocaustum
El término «musulmán» se empleaba en los campos de concentración nazis para definir, en palabras de Primo Levi, a esos «muertos vivientes que habían abandonado la lucha por sobrevivir» porque en ellos «se había extinguido la chispa divina». Jorge Semprún, que convirtió a una de estas extenuadas sombras en figura central de su novela Viviré con su nombre, morirá con el mío, abundó en esa idea al situarlos «más allá de la vida, de la supervivencia», y describirlos, bajo la máscara sin relieve del rostro, del que sobresalían unos ojos desorbitados, como flotando «en una especie de nirvana caquéctico, en una nada algodonosa en la que se ha abolido todo valor, en la que solo la inercia vital de instinto aún les mantiene en movimiento.»
Pinturas de esta índole, que superan en brutalidad a las pesadillas de un Goya, de un Otto Dix, que emparentan directamente con las visiones infernales del Bosco, son frecuentes en la literatura del Holocausto, pero no es momento ahora ni de engrosar la lista ni de rastrear el origen del término, su racista genealogía que lo convirtió en parte de la jerga habitual del universo concentracionario. Solo deseo llamar la atención, a la vista de las imágenes que durante meses nos han venido golpeando con la estremecedora visión de niños gazatíes consumidos por el hambre, del escandaloso paralelismo que nos ha sido dado presenciar. Que sean descendientes de los supervivientes del Holocausto los que se dediquen a aplicar esa diabólica alquimia que permite convertir seres humanos en «musulmanes», que la expresión «Los musulmanes son los nuevos judíos» se vea preñada de esta indecente literalidad es algo imposible de digerir y que explica en parte que, suspendida en esa misma incredulidad, la opinión pública internacional tardase tanto en abrir los ojos ante los macabros crímenes que Israel estaba cometiendo sobre el pueblo palestino (o que aún hoy muchos se nieguen a creer lo que salta a la vista). Casi podríamos decir que fue esa misma transparencia la que se alzó como un velo ante la realidad.
Como cuenta Patricia Simón en el preámbulo a Narrar al abismo, un libro que quiere ser a la vez un reconocimiento del fracaso del periodismo a la hora de sembrar en la ciudadanía una cultura de derechos humanos y de paz, pero también un manifiesto sobre el poder del testimonio en contextos de impunidad, hasta que Israel decidió responder al indiscriminado ataque de Hamás del 7 de octubre, «la prensa y la sociedad civil internacional nos habíamos acostumbrado a sintetizar lo que Israel había hecho con esa lengua de tierra palestina como “la prisión a cielo abierto más grande del mundo”». Para esta periodista especializada en conflictos y crisis humanitarias si no lo llamábamos por su verdadero nombre, «campo de concentración», era «porque algunos de los responsables de los crímenes cometidos contra el pueblo palestino son descendientes de las víctimas de los centros de exterminio nazis, del Holocausto». Este es el motivo por el que pese a «décadas de ocupación, de limpiezas étnicas, de desplazamientos masivos, de masacres, de expolio, de régimen de apartheid, aún nos resistíamos a afrontar que las víctimas de los actos más desalmados pueden convertirse en los verdugos más perversos». Israel era consciente de esto y lo ha explotado hasta la extenuación.
En El Mundo después de Gaza Pankaj Mishra nos recuerda cómo «La Shoah marcó a varias generaciones de judíos», especialmente a aquellos israelíes que vivieron en 1948 el nacimiento de su estado nacional, y aquellos otros que en 1967 y en 1973 respiraron la «retórica aniquiladora de sus enemigos árabes», prácticamente «como un asunto de vida y muerte». A muchos de quienes han crecido sabiendo que la población judía de Europa quedó prácticamente eliminada solo por el hecho de ser judía, señala Mishra, «el mundo tiene que parecerles un lugar frágil». Y esto explicaría, entre otras cosas, que las masacres y la captura de rehenes perpetradas en Israel el 7 de octubre de 2023 por parte de Hamás y otros grupos palestinos hubiesen reavivado «el temor a otro Holocausto».
¿Pero qué ocurre, se pregunta el autor, cuando el recuerdo organizado termina convirtiéndose en «un instrumento del poder más cruel para legitimar la violencia y la injusticia?» Esto es lo que inspirándose, entre otros, en los trabajos de historiadores como Tom Segev –cuyo The Seventh Million resulta imprescindible para conocer el impacto del Holocausto en la identidad, la ideología y las políticas de Israel–, intenta responder quien lleva muchos años reflexionando sobre el colonialismo, el auge del nacionalismo, la memoria histórica o la justicia global. Esto es, cómo del rechazo a la Diáspora, que tanto odiaba la generación de Ben-Gurión, que consideraba a los supervivientes de la Shoah prácticamente como «desechos humanos» y desde luego del todo punto incapaces de servir de material humano adecuado para la urgente tarea de construir un estado judío fuerte, en prácticamente una generación, a partir del juicio de Eichmann en 1961 y especialmente tras la llegada el poder del Likud en 1977, el asesinato de seis millones de judíos pudo terminar convirtiéndose en «la nueva base de la identidad de Israel».
Frente a egregios supervivientes como Jean Améry, incapaz de gestionar los testimonios de tortura sistemática de prisioneros árabes en las cárceles israelíes –él mismo había sido víctima de la Gestapo– y que antes de suicidarse clamó a favor de la reconciliación de los israelíes con su «primo palestino»; o del propio Primo Levi, que estando de visita en Auschwitz cuando Israel invadió Líbano llegó a declarar que ambas experiencias «se superponían de un modo aterrador», otros como Begin, superviviente de la Shoah procedente de Polonia, no quisieron dejar pasar la oportunidad que les brindaba el Holocausto como «peligro inminente, que los líderes israelíes siguen aprovechando aún hoy para legitimar su afán expansionista y sus estallidos de violencia contra los palestinos, de una desproporción espectacular.»
Fue precisamente aquella sangrienta ofensiva de 1982, bautizada con particular cinismo como «Paz para Galilea», dentro de la cual tuvo lugar la masacre de Sabra y Chatila, la que llevó al pensador vienés Günter Anders a publicar una carta abierta en la que renunciaba a seguir perteneciendo a la comunidad judía. Le sonrojaba la idea de pertenecer a un pueblo que había obedecido a Begin tan ciegamente como el pueblo alemán obedeció a Hitler. Una desesperación que no le era ajena a otro pensador judío refugiado del nazismo como Zygmunt Bauman, quien consideraba intolerable la «apropiación» de la Shoah por parte de Israel y sus simpatizantes, que convertía este infausto episodio en «una vivencia privada de los judíos, una cuestión entre los judíos y quienes los odian».
La lista de quienes han denunciado esta deriva hacia un nacionalismo mesiánico a partir, por utilizar las palabras de Levi, de ese estatus de «inocencia ontológica» que la experiencia de la Shoah les permitió adquirir, no es pequeña. En su La prisión judía. Meditaciones intempestivas de un testigo, Jean Daniel rememora el momento en que tomó conciencia de ese «deslizamiento de lo político a lo religioso, de lo racional a lo teológico» que estaba produciéndose en ambos campos, y que a la hora de abordar cualquier aspecto del conflicto palestino-israelí daba prioridad a «la explicación teológica y a su versión más fanática». Como si, dirá Emmanuel Lévinas en Difícil libertad, el intento de «resucitar» un Estado en Palestina y de «recuperar las inspiraciones creativas de alcance de antaño» no se concibiesen «fuera de la Biblia». Después de la Shoah, y especialmente tras la victoria de 1967 se hizo evidente que el Estado Judío se estaba invistiendo de una legitimidad al margen de la legalidad internacional, que emanaba directamente de los textos sagrados. «Una fuerza les había conducido allí –dirá Daniel–, una fuerza a la que no se atrevían aún a dar el nombre de Dios, pero de la que ya se sentían prisioneros». Pero incluso antes del fin de la IIGM podía ser detectada en estado latente esta especie de «teologización negativa». Pensemos, por ejemplo, en cómo tras analizar las conclusiones de la reunión de la sección estadounidense, la más influyente, de la Organización Sionista Mundial celebrada en Atlantic City, Hannah Arendt ya había advertido que el triunfo de los «revisionistas» –los mismos, recuerda la filósofa, que en línea con los acalorados debates mantenidos años atrás en el seno de círculos sionistas, habían defendido el traslado de los árabes palestinos a Irak–, suponía un punto de inflexión en las relaciones del Estado judío por nacer y una mayoría árabe que ni siquiera era mencionada en la resolución y a la que se le dejaba por toda disyuntiva la emigración o una ciudadanía de segunda clase.
No deja de resultar turbador que por las mismas fechas, estamos entre 1941 y 1942, por las que los nazis debatían sus imaginativas soluciones para acabar con el «problema judío en Europa», como su traslado a Madagascar o Siberia, los adeptos al nacionalismo judío, convirtiendo la secuencia histórica de las catástrofes judías en un «elemento de legitimación política», como observarán tanto Saul Friedländer como Henry Rousso, especulasen con otro tipo de expulsiones masivas. Sin duda y por incómodo que pueda resultar, este patrón de pensamiento guarda una íntima relación con esa «aceptación acrítica del nacionalismo de inspiración alemana» por parte del sionismo imperante advertido por Hannah Arendt en el texto anteriormente citado, que llevaba a considerar a la nación «como un cuerpo orgánico eterno, producto del inevitable crecimiento natural de cualidades inherentes» que, en última instancia, «explica a los pueblos, no en términos de organizaciones políticas, sino en términos de personalidades biológicas sobrehumanas». El «riesgo omnipresente» de que un pueblo se metamorfosease en «una horda racial» al que la filósofa había aludido en una carta de 1946 a Gershom Scholem mientras reflexionaba sobre el peligro de la creación de un «estado-nación judío» parecía menos exagerado de repente.
La idea de que el destino judío solo podía cumplirse en Israel, que resultaba «casi aberrante» recordará Jean Daniel, antes de 1948, y que para Martin Buber, muy crítico con el «derecho histórico» pretendidamente enarbolado por los representantes de la desviación sionista del nacionalismo, solo tenía sentido y legitimidad si los judíos en Palestina se asignaban como tarea construir una sociedad más justa, ofreciéndose como modelo al resto de la humanidad, se hará sin embargo mayoritaria. El «genio de los lugares», ese genio que nos apega a «todas esas cosas pesadas y sedentarias que nos vemos tentados a preferir al hombre» del que quiso prevenirnos Lévinas fue seduciendo a los intrépidos sabras –encarnación del «nuevo judío» distinto al judío de la diáspora, que a menudo era visto como débil o pasivo– que pusieron los cimientos del nuevo Estado. De este modo, quienes como el historiador israelí Jacob Talmon quisieron alzar la voz dos décadas más tarde, con el país convertido en una potencia colonial de Oriente Medio, para decir que no eran «lo bastante chovinista[s] como para creer que los judíos estén libres de las trampas y perversiones que acechan a la mayor parte de la humanidad», serán oportunamente orillados. Tras haber triplicado su superficie y en plena euforia militar quién iba a querer escuchar cosas como que «un Israel que ha perdido sus antiguos rasgos –judío, liberal e idealista–, se acabará convirtiendo en algo repulsivo, similar a los perseguidores de los judíos».
«Creerse el único grupo propiamente humano, negarse a conocer nada al margen de la propia experiencia, no ofrecer nada a los otros y permanecer deliberadamente encerrado en el propio medio de origen –escribía Tzvetan Todorov– es un indicio de barbarie». Y es justamente esa pérdida de universalismo la que denunciaba Abraham Burg en su inspirador The Holocaust is Over. We Must Rise from its Ashes, ensayo autobiográfico publicado en la primera década de este siglo en el que denuncia la «Shoanización» de la sociedad israelí, la adopción por muchos ciudadanos de esa segunda piel que hace que la Shoah sea percibida como «una herida incurable», «el núcleo de su identidad». Para quien fuera nada menos que portavoz en la Knesset y dirigente de la Agencia Judía, la omnipresencia de la Shoah –a la que describe como el «agujero de la capa de ozono: invisible, pero presente; abstracto, pero poderoso»– acentúa y perpetúa la falsa premisa concentrada en la frase «Todo el mundo está en contra nuestra». En un escenario bélico, poco importa que venga a coincidir con un momento de la historia en que la mayoría de judíos pueden vivir sin ninguna amenaza inmediata a su existencia, esta referencia ubicua se convierte en «el generador que alimenta la mentalidad de confrontación y catastrofismo sionista». Así, aunque el autor es el primero en reconocer que la memoria es esencial para la salud mental de cualquier nación, y aunque no es menos cierto, subraya, que esta debe tener reservado un lugar importante en el imaginario colectivo israelí, el absoluto monopolio de la Shoah en cada aspecto de la vida diaria «transforma esta memoria sagrada en un sacrilegio ridículo y convierte este punzante dolor en una vacuidad kitsch».
Que Israel es más «holocáustico» a día de hoy que tres años después de que las puertas de las fábricas nazis de la muerte se abrieran, señala Burg, lo demuestra la escasa atención que la Shoah recibió durante los primeros años tras el nacimiento del Estado de Israel en comparación con su apabullante presencia en nuestros días en cada manifestación de la vida diaria, como si décadas después de su suicidio en Berlín «la mano de Hitler aún nos tocase». Como recordaba Norman G. Finkelstein en su implacable La industria del Holocausto, en el que analiza cómo a partir de 1967 el poderío militar de Israel y su alianza estratégica con los Estados Unidos abonaron la explotación política e ideológica, pero también económica, del Holocausto, cuando Hannah Arendt publicó en 1963 Eichmann en Jerusalén –libro que, dicho sea de paso, prácticamente desapareció de las librerías israelíes tras su publicación a causa de las presiones recibidas– solo pudo encontrar dos estudios académicos en lengua inglesa en los que apoyarse. Uno de estos, el fundacional La destrucción de los Judíos Europeos de Raul Hilberg, solo llegó a ver la luz tras vencer el autor los intentos de disuasión de su propio director de tesis –Franz Neumann llegó a advertirle: «Será enterrarte en vida»–, y superar sonoros rechazos tanto del establishment judío estadounidense, que consideraba que el libro ponía demasiado énfasis en la colaboración de burócratas judíos con los nazis y en la pasividad de las víctimas, como de las principales editoriales universitarias estadounidenses, que rechazaron de plano el manuscrito. Cuando finalmente fue publicado en una pequeña e independiente editorial de Chicago, la obra apenas si tuvo repercusión, resultando casi todas las reseñas negativas. Aislado en la academia norteamericana, Hilberg tuvo que esperar a la edición alemana de 1982 (y más tarde a la edición definitiva en inglés de 1985) para que le llegara el reconocimiento del que se le había privado.
El hecho, volviendo a Burg, de que Israel se haya convertido de algún modo en «la voz de los muertos», muertos que lejos de no descansar en paz, estarían «ocupados, presentes siempre como una parte de nuestras tristes vidas», además de ser característico de esta «era activa de resentimiento y de arrepentimiento», por utilizar la expresión de Baudrillard, en la que la Humanidad se estaba internando en la última década del pasado siglo –un tiempo en el que la «celebración y la conmemoración», la eclosión de museos, jubileos, festivales, obras completas y de hasta el ínfimo fragmento inédito, no son más que «la forma suave del canibalismo necrófago» de un mundo ensimismado en que todo parece condenado a «la retrospección infinita de todo lo que nos ha precedido»–, resulta especialmente relevante para entender la actitud de Israel ante los palestinos en general y la actual ofensiva en Gaza de manera concreta. Sometidos a un «ensañamiento terapéutico», a un ensañamiento mnésico y arqueológico», a rememorar de forma masiva, a cada instante, cada rostro y cada y figura del Holocausto, los judíos israelíes habrían sido condenados a una especie de «inmortalidad penitenciaria», o lo que es lo mismo, «a la inmortalidad carcelaria de una memoria implacable».
Es el «perpetuum holocaustum» al que Margalit se refería hace más de una década al hablar de «esa postura victimista [que] no deja espacio para compromisos políticos, imprescindibles en todo proceso de paz», de la que se desprenden «morfologías políticas binarias, estáticas y militaristas en las que no hay término medio» y que, en última instancia, ha transformado el «alegórico Nunca-Más» presente en todo acto conmemorativo» en «el demagógico nunca más cederemos los Territorios Ocupados». Quienes saludan con efusividad estos días, sin que las bombas hayan dejado de caer en ningún momento, el acuerdo de paz impuesto por Trump y Netanyahu a los gazatíes tendrían que prestar atención a esto: que «sin un cambio radical en su universo simbólico, y la constitución de nuevos marcos cognitivos, que configuren al Holocausto como espacio de memoria y reflexión y no objeto de manipulación política» no habrá fin a la vista para un conflicto del que es imposible salir indemne. Franco Berardi «Bifo» ha hablado del «vórtice psicótico» al que está siendo arrastrada la sociedad israelí en su conjunto a causa de la orgía de violencia desatada por las políticas colonialistas y alude al modo en que el Estado se dedica a armar a ciudadanos privados, especialmente a los colonos que atacan a los palestinos todos los días en los territorios de Cisjordania, como uno de esos «procesos caóticos en marcha que hacen la vida imposible para todos».
A final –señalaba Burg, subrayando los inquietantes paralelismos entre el Israel contemporáneo y Alemania durante el periodo de anarquía que facilitó el surgimiento del nacionalsocialismo–, «hicimos lo que hacen los demás matones del mundo: convertimos una aberración en una doctrina, y ahora solo entendemos el lenguaje de la fuerza». Muchos años de propaganda han contribuido a levantar ese estado militar cimentado sobre «valores viciados, como el nacionalismo, la beligerancia y la idolatría de una doctrina de seguridad nacional por encima de todos los demás», que condena a sus ciudadanos a vivir en la cuerda floja, «entre la existencia y la aniquilación». El culto al ejército asentado en la sociedad israelí y que se manifiesta en el hecho de que ninguna otra democracia contemporánea haya acumulado tal cantidad de primeros ministros y miembros de gabinete que hubiesen ocupado puestos de relevancia en las fuerzas armadas, en ocasiones habiendo alcanzado la condición de verdaderos héroes de guerra, está directamente relacionado con esa percepción, hábilmente inoculada, de que toda amenaza es existencial, de que Treblinka o Auschwitz están a la vuelta de la esquina, de que solo queda luchar o morir. Como una mini-América en mitad del salvaje Oeste o, por decirlo con la famosa expresión de Ehud Barak, dicho sea de paso el oficial más condecorado en la historia de las FDI, como una «mansión en la jungla», Israel, habiendo interiorizado aquella lección de Maquiavelo de que «Todos los profetas armados [como Moisés] vencieron, y los desarmados se arruinaron», ha explotado brutalmente el «trauma sin fin» que Burg radiografiaba en su obra y que en el verano de 2006, con las esperanzas de Oslo convertidas en cenizas, cruzaba a su juicio una nueva línea al bombardear por primera vez Israel la capital de un país enemigo, Beirut, violando de este modo el símbolo de la soberanía libanesa, su orgullo nacional. «Los cañones sonaban tan fuerte que nos acostumbramos y ya no podíamos diferenciar los sonidos. Este ruido (las cursivas son mías) es el resultado de la distorsión moral en un Estado víctima, el país que se permite sacrificar al otro. El victimismo te libera».
Ética de la víctima
La carencia de la capacidad para producir orientaciones éticas y actos políticos adecuados a la situación presente sin el continuo recurso al pasado; la irreprimible necesidad de ser el primero en algo del que emerge esa aristocracia del dolor, esa meritocracia de la mala suerte que resume la frase: «si nos odian, es porque somos mejores»; la herencia de una intensidad no vivida o el «resentimiento por subcontrato» que conlleva el que sean generalmente los descendientes de los muertos o de los supervivientes quienes se arrogan el reconocimiento que sus antepasados no habrían soñado con demandar; y la impunidad o el «certificado de incensurabilidad» que exige para sí el heredero de la víctima a pesar de no haber sido directamente golpeado, eran los principales términos del «léxico mínimo» propuesto por Daniele Giglioli para identificar a la víctima, mezcla de irresponsabilidad, prestigio, inocencia e infalibilidad, como el «héroe de nuestro tiempo».
Este «siniestro cortocircuito que aísla los acontecimientos respecto de la cadena de su acontecer», que «los hipostatiza en valores en vez de explicarlos como hechos», ayuda a configurar una perturbadora «teoría implícita» que reza que «lo humano es lo que puede ser golpeado y se define en cuanto tal». Esa «carencia originaria» que al no reconocer en sí ninguna potencia «solo puede ser tutelada a través de la adquisición del poder», un poder a la fuerza precario, «de ahí su obsesión por el pasado y su terror por el futuro», arroja una poderosa luz sobre estado de victimización permanente en que estaría instalada la comunidad judeoisraelí después de que, como señala Giglioli en su Crítica de la víctima, la Shoah haya pasado de ser «motivo de bochorno, silencio y autocensura a objeto de una verdadera y propia religión civil».
Que en un momento dado el Holocausto pasase a ser categorizado como un fenómeno singularmente judío, prácticamente desvinculado del resto de millones de víctimas, no contribuyó en ningún modo a hacer más humanitarias las políticas de aquel Estado fundado sobre las humeantes cenizas de la II Guerra Mundial. Como señaló Finkelstein, en un nivel básico de análisis, todo acontecimiento histórico es único, aunque solo sea en virtud de sus coordenadas espacio temporales, al tiempo que posee rasgos distintivos y rasgos compartidos con otros hechos históricos. La «anomalía del Holocausto», de la que se derivan tan funestas consecuencias, «es que su singularidad se considere absoluta». Dicho de otro modo, constituirlo como «categoría exclusiva». Esa «singularidad del sufrimiento judío», ese «derecho» sobre los demás, ese «capital moral» –en palabras del historiador Peter Baldwin–, que refuerza las exigencias morales y emocionales que Israel puede hacer a otras naciones equivale de algún modo a declarar que los judíos son «ontológicamente» especiales. Tal es la idea que subyace a toda la obra de uno de los mejores representantes e intérpretes de esa corriente sacralizadora, «mistérica», como la definió Peter Novick, que es Elie Wiesel, el superviviente que más hizo por convertir a la Shoah en un eje central de la identidad judía estadounidense y elemento de la conciencia nacional. Wiesel pensaba que el Holocausto era un acontecimiento radicalmente único, incomparable con otras tragedias históricas, lo que sumado al modo en que para algunos hegemonizaba y politizaba el recuerdo de Auschwitz le valió críticas como la del húngaro Imre Kertész y otros intelectuales centroeuropeos que lo acusaron de convertir la Shoah en una especie de «religión civil» americana, simplificada y moralizante.
Ni que decir tiene que la del autor de La noche sería la visión que más fortuna haría tanto en Israel como en la influyente comunidad judía de Estados Unidos, que incorporó también de este célebre superviviente su advertencia acerca del eterno y amenazante carácter del antisemitismo, que para él no era un fenómeno histórico acotado, sino un mal recurrente, permanente y universal, capaz de adoptar nuevas formas según la época, incluyendo para la presente la máscara del «antisionismo». Para Wiesel, el antisemitismo era el ejemplo más claro de cómo la humanidad podía habituarse al odio y la indiferencia, lo que curiosamente no lo volvió más sensible al sufrimiento de los no judíos. De hecho, su apoyo incondicional a Israel le valió numerosas críticas, sobre todo cuando evitaba pronunciarse claramente sobre la cuestión palestina. En este sentido, si a «la conciencia del mundo» se le reprochaba con justicia que fuera hiperselectivo en función de la causa a tratar poco podíamos esperar de quienes en los dos últimos años han recrudecido su hostilidad ante cualquiera que cuestionase mínimamente la política oficial del Estado judío de Israel, que es hoy, tras adoptar el concepto de «fronteras bíblicas», la política del Gran Israel.
Que en países occidentales como Estados Unidos resultaba casi imposible cuestionar la política del Estado de Israel sin correr el riesgo de verse acusado de antisemitismo le valió al arriba citado Tony Judt –como recogía escasos días antes del 7 de octubre de 2023 Conversaciones sobre la Historia– verse envuelto en una gran polémica y a que varias de sus conferencias públicas fueron suspendidas a última hora por intervenciones de diversos grupos de presión proisraelíes, que llegaron a acusarle de ser un «antisemita de izquierdas». Judt, que había nacido en Londres en 1948 en el seno de una familia judía y que en 1967 se alistó como voluntario e hizo la Guerra de los Seis Días, quedándose al término del conflicto en el Golán protegiendo las fronteras de Israel con Siria, vio en estas acusaciones una forma moderna de intimidación y censura porque impedían abrir un debate necesario sobre algunos temas tabú, como la influencia de la comunidad judía de Estados Unidos en la política exterior estadounidense o, como en el caso del artículo «Demasiado Holocausto mata al Holocausto», extraído a partir una conferencia que el autor de Pensar el siglo XX pronunció en Bremen en 2007, la parálisis de los intelectuales por miedo a ser acusados de antisemitismo. Para Judt «Todo el mundo se ve reducido al silencio; los judíos porque tienen la obligación de apoyar a Israel, y los no judíos por temor a pasar por antisemitas. Resultado: nadie aborda el tema».
Este clima de persecución macartista no era en todo caso un fenómeno reciente. Como recuerda Pankaj Mishra, muy crítico con Occidente por haber construido su relato histórico a partir del Holocausto, dejando de lado otras narrativas del Sur Global vinculadas a la descolonización, ya en fecha tan temprana como 1950, Dorothy Thompson, que había sido la periodista más famosa del mundo en los años treinta y principios de los cuarenta, criticaba la costumbre de «designar a antisemitas a dedo, es decir, a todo aquel que no crea en el sionismo o que critique cualquier fase de la política sionista e israelí». Que Thompson hubiese sido expulsada por Hitler de Alemania en 1934 por escribir artículos contra los nazis o que hubiese apoyado inicialmente la idea de un hogar nacional judío no la inmunizó de ser ella misma puesta en la diana en cuanto, tras observar las tensiones en Palestina y la violencia contra la población árabe, se volvió crítica con el sionismo político y con la creación de un Estado exclusivamente judío o al abordar, en contra del criterio de los grandes grupos de presión judíos estadounidenses, la cuestión de la «doble lealtad» . Como consecuencia, su prestigio cayó en picado y su voz fue marginada dentro de la opinión pública estadounidense. Hoy diríamos que «la cancelaron».
A partir de ahí la acusación sería utilizada de forma sistemática para desacreditar al rival y para cerrar filas dentro de una sociedad mucho más fragmentada internamente de lo que pudiera parecer a primera vista, sirviendo de munición contra todo aquel que ose discrepar incluso en los casos, como refiere Enzo Traverso aludiendo a su experiencia reciente en el campus de la Universidad de Cornell, en que entre los manifestantes propalestinos se encuentran estudiantes y profesores judíos, incluso israelíes. Ejemplos de que el antisemitismo se ha convertido en un arma que sirve para criminalizar las críticas a Israel, un arma que en manos de los dirigentes del Estado judío tiene el gatillo especialmente flojo, hay miles, pero por citar un caso podemos recordar cuando en 2019, mientras acompañaba al embajador de Estados Unidos en Israel en el encendido de velas de Janucá («Fiesta de las Luces») en la Ciudad Vieja de Jerusalén, al pie del Muro de las Lamentaciones, Netanyahu tuvo que responder ante los periodistas allí congregados sobre el anuncio que horas antes había realizado la Fiscal General de la Corte Penal Internacional en La Haya, Fatou Bensouda. Esta acababa de abrir un investigación sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos por todas las partes implicadas en los territorios ocupados, incluido Israel, ante lo que el primer ministro, sin pestañear y como quien está recitando un catecismo repetido a lo largo de décadas, contestó que la Corte Internacional le estaba diciendo «a los judíos que estamos junto a este muro, junto a esta montaña, en esta ciudad, en esta tierra, que no tenemos derecho a vivir aquí, y que si vivimos aquí cometemos crímenes de guerra». En definitiva, sentenció ante la multitud reunida: «Antisemitismo flagrante».
Este «antisemitismo imaginario» tiene otra particularidad que no es la menor de las paradojas que nos ha sido dado testimoniar, la de ser enarbolado, como señala también Traverso, por los antisemitas de ayer, en el caso italiano «los posfascistas herederos de las leyes raciales de 1938 ahora en el gobierno», quienes en aras de «afirmar su pertenencia al bando occidental, estigmatizar a la izquierda y llevar a cabo políticas xenófobas», habrían desplazado el papel de «chivos expiatorios» que tradicionalmente habían encarnado los judíos a árabes y musulmanes. Es de este modo como habrían terminado los palestinos pagando «la deuda que Europa ha contraído con los judíos a lo largo de los siglos».
Ni que decir tiene que combatir el antisemitismo tras haberse desfigurado y distorsionado su naturaleza de un modo tan descarado, será cada vez más difícil. Al fin y al cabo, para quienes por paranoia, por fanatismo, por cálculo o por cobardía, han decidido divorciarse de la realidad, resulta intrascendente que la Declaración de Jerusalén sobre el Antisemitismo suscrita en 2021 por un grupo internacional de más de 200 especialistas en estudios sobre antisemitismo, Holocausto y Oriente Medio recoja expresamente que criticar o cuestionar políticas del Estado de Israel, oponerse a la existencia de un Estado de carácter étnico-religioso, apoyar soluciones políticas alternativas (como un solo Estado binacional), apoyar las demandas palestinas de justicia y las garantías de sus derechos políticos, civiles y humanos, comparar el caso israelí con otros ejemplos históricos, incluido el colonialismo o el apartheid, incluso promover el boicot y otras formas de protesta no violenta contra el Estado de Israel, no puede ser considerado de ningún modo como antisemitismo. Tampoco pareció importarle lo anterior a ese alcalde de Berlín que tachó escandalizado de «inaceptables» las palabras que Basel Adra y Yuval Abraham, realizadores palestino e israelí, respectivamente, pronunciaron tras resultar premiado su documental No Other Land en la Berlinale de 2024. Con el mismo rubor que le subió a Netanyahu en el episodio citado más arriba, es decir, ninguno, el político de la CDU se permitió decirle a un palestino bajo la ocupación israelí y a un descendiente de víctimas del Holocausto que «el antisemitismo no tiene cabida en Berlín». Y aunque es probable que el regidor ni siquiera se hubiera parado a pensar a quién le decía lo que decía ni en qué contexto, resulta sintomático del acercamiento de la oficialidad alemana a todo lo que tenga que ver con su vergonzoso pasado el que un dirigente, desde un despacho, engole la voz y levante el dedo acusador para señalar a dos jóvenes valientes cuya toma de posición pública les ha expuesto a toda clase de riesgos: en el caso del israelí, a amenazas de muerte, al cambio de residencia familiar y al propio exilio; en el de su colega palestino a tener que ver cómo sus hermanos resultaban heridos por colonos en uno de los ataques a su aldea o cómo los militares –él estaba en paradero desconocido para evitar ser arrestado de nuevo– allanaban su casa con su esposa y su hija de nueve meses dentro. Como dos años antes había manifestado en la misma Berlín, durante una conferencia titulada «Secuestro de la memoria: El Holocausto y la nueva derecha», el analista palestino Tareq Baconi: «al buscar la absolución, estados como Alemania han vuelto a aceptar a los palestinos como daño colateral». Su «opresión y colonización» serían de este modo «un precio justo a pagar para que Alemania pueda expiar sus crímenes pasados», de ahí que «todas las voces que hablan de la liberación palestina o celebran la vida palestina deban ser silenciadas, incluso si esas voces son judías». Tal cual.
En resumidas cuentas, cuando la «conciencia del Holocausto» no es historia ni memoria viva, sino que se transforma, como señalara a finales de los 80 en su explosivo Jewish State or Israeli Nation? el escritor israelí Boas Evron, en «un adoctrinamiento propagandístico oficial» diseñado para «impedir cualquier pensamiento independiente»; cuando «la perpetua enseñanza del Holocausto, desvinculada de su contexto histórico, no educa sino que paraliza», produciendo «generaciones que se sienten sitiadas, cuya identidad se basa en el miedo y en la sospecha»; cuando de todo lo anterior se deriva, de forma consecuente, la legitimación de «todas las acciones del Estado», es que hemos entrado de lleno en la hora Camus: ese momento en que los valores se han invertido hasta el punto de que los inocentes son obligados a justificarse mientras los verdaderos criminales, como hace unos días Netanyahu desde la propia Asamblea General de las Naciones Unidas, o como el presidente de EE.UU. a todas las horas del día, dictan sentencia.
¡Pero si no lleva nada!
En tiempos en los que movimientos como el de los Hilltop Youth suman cada vez más adeptos en la mesiánica misión de redimir la Tierra; en que partidos como Sionismo Religioso de Bezalel Smotrich son claves para la gobernabilidad del país; en que figuras antaño tan incómodas como Ze’ev Jabotinsky –a quien David Ben Gurion, que no fue precisamente un dechado de compasión con sus vecinos árabes, apodaba Vladímir Hitler– gozan de un predicamento rayano en la santidad; en que se prohíbe a ciudadanos israelíes árabes traer a sus cónyuges palestinos de Cisjordania o Gaza a vivir legalmente en Israel mientras se reconoce por ley el fomento de asentamientos judíos como un valor nacional; en tiempos, insisto, como los que precedían al 7 de octubre de 2023, era difícil no pensar que «el liderazgo israelí más fanático de la historia», como lo define Mishra en su ensayo, no fuera a «explotar esa sensación sempiterna de violación, pérdida y horror» que siguió a los atentados para hacer saltar por los aires todas las piezas del tablero. Y quien dice piezas, dice ciudadanos palestinos. Fue así como esa reclamación a la legítima defensa pronto se reveló, en palabras del historiador del Holocausto Omer Bartov, como un intento de «dejar inhabitable toda la Franja de Gaza» , y en una oportunidad, como concluía un informe de la ONU de septiembre de 2024, para que las actividades de asentamiento en Cisjordania, incluyendo la construcción de puestos de avanzada, carreteras, vallas y bloqueos de carreteras, iniciada por colonos con el respaldo o la aquiescencia de las autoridades, alcanzaran cifras récord al mismo tiempo que se reprimía brutalmente a la población (algunas estimaciones hablan ya de que solo en Cisjordania el número de víctimas mortales se acerca a las que provocó Hamás hace dos años).
A lo largo de las pocos más de cien páginas que ocupa Gaza ante la historia y al tiempo que desmonta la construcción de narrativas que posicionan a Israel como «isla democrática» frente a una supuesta barbarie palestina –¿qué clase de democracia es esa, decía Israel Shahak hace más de veinte años, que «va dirigida contra todos los nos judíos y contra aquellos judíos que se opongan a esta ideología»?–, Enzo Traverso, inspirándose de forma directa en Los condenados de la tierra de Frantz Fanon pone el foco en «el carácter liberador de la violencia ejercida por los oprimidos». Esta forma de considerar el derecho palestino a la resistencia no es una justificación de los atentados del 7 de octubre, pero sí una manera de señalar la hipocresía occidental en un contexto (post11 de septiembre) en que la «lucha contra el terrorismo se ha convertido en una especie de imperativo categórico que parece poder prescindir de cualquier argumentación o interpretación crítica».
En un artículo titulado «Ojo por ojo y el mundo está ciego», en el que se encarga de registrar de forma muy reveladora los acontecimientos (los asesinatos, demoliciones, redadas y demás atropellos que constituyen el día a día de la ocupación) que precedieron a los ataques de Hamás y a la subsiguiente declaración de guerra de Israel sobre Gaza, el citado Bifo nos recordaba que si bien la prensa italiana define como «terroristas» a los militantes de Hamás nunca había utilizado «el mismo epíteto para los israelíes que matan a sangre fría a civiles desarmados, que cotidianamente destruyen casas y arrancan olivos». No se trataba, según el filósofo boloñés, de negar que Hamás sea «una organización islamista apoyada por los matarifes iraníes» ni de obviar que su acción esté basada «en una violenta ideología de venganza». Se trataba de recordar que «la venganza es todo lo que les queda a quienes son objeto de violencias y humillaciones sistemáticas. Quienes viven bajo la amenaza constante, quienes han sufrido la destrucción de sus casas, quienes tienen un hermano encarcelado sin motivo, no pueden más que desear venganza». La humillación, dice el autor de Después del futuro, genera monstruos, y del mismo modo que «la humillación de los judíos exterminados por Hitler y abandonados por todos los Estados europeos generó el monstruo del Estado étnico-militarista y colonialista de Israel (…) la humillación de los palestinos aplastados por la dominación militar de los sionistas ha generado Hamás».
El uso de la violencia por parte de Hamás sería en este sentido una «consecuencia de este naufragio (…) conscientemente perseguido por todos los gobiernos israelíes durante treinta años», que termina empujando a quienes llevan padeciendo décadas de dominación cruel e injusta, poco importa cuán desventajosa sea la relación de fuerzas, a empuñar las armas. Que su violencia no sea «bella ni idílica», que resulte, como en este caso, dirá Traverso, «espantosa» no puede oscurecer la evidencia de que «el asesinato de civiles, por lamentable que sea, siempre ha sido el arma de los débiles en las guerras asimétricas». Los casos del FLN argelino, la OLP antes de Oslo o el CNA de Nelson Mandela, organizaciones, dicho sea de paso, que han pasado desde la óptica occidental de ser consideradas como terroristas a, una vez que sus objetivos fueron alcanzados y se diluyeron dentro de la nueva arquitectura institucional estatal, en símbolos de resistencia, muestran que la línea divisoria entre el terrorista y el combatiente no siempre es clara (menos aún en un contexto en que los soldados del ejército de un país teóricamente democrático se comportan como fanáticos terroristas).
¿O acaso no cambian las narrativas imperantes no solo según el punto de vista o, vamos a decir, la posición en el espacio, sino dependiendo del momento temporal hasta el punto de que lo que hoy es un acto de barbarie mañana es calificado de heroico de igual modo que lo que un día fue una misión civilizadora –véanse la larga y sangrienta historia de la colonización europea– pasa con el tiempo a encajar sin ningún género de dudas dentro de la calificación jurídica de genocidio? «Una de las características del liberalismo occidental –dice Omar El Akkad en un ensayo titulado de forma insuperable como One Day, Everyone Will Have Always Been Against This (Algún día todo el mundo habrá estado en contra de esto)–, es asumir, en retrospectiva, que la resistencia virtuosa es la única expectativa cortés de quienes sufren el colonialismo. Mientras ocurre lo terrible —mientras se sigue robando la tierra y se sigue asesinando a los nativos—, cualquier forma de oposición es terrorista y debe ser aplastada por el bien de la civilización. Pero décadas, siglos después, cuando se ha robado suficiente tierra y asesinado a suficientes nativos, ya no hay peligro de venerar la resistencia en retrospectiva».
El Akkad ahonda de este modo en la sinrazón de esa dialéctica, tan común entre las clases dirigentes de Israel y sus aliados, especialmente Estados Unidos, que normaliza la desigualdad de valor entre vidas aplicando una doble vara de medir en todos los órdenes que provoca que, por ejemplo, ante un eventual atentado tenga tanto peso el miedo de resultar alcanzado –lo que justificaría la aplicación, en nombre de la razón de Estado, de todo un sistema represivo que incluye desde el estrangulamiento económico de la población hasta la aplicación de salvajes ataques preventivos– como el hecho de que haya gente efectivamente asesinada en masa, «como si ser asesinado fuese el único orden natural y correcto de su existencia». La ventaja de observar la destrucción de Gaza desde esta óptica descolonizadora, como en su día hiciera el propio Edward Said en obras como Orientalismo o La cuestión palestina, es que no consiente en minimizar las hondísimas implicaciones morales, políticas e intelectuales que especialmente para Occidente acarrea el genocidio en curso. De este modo y a medio camino entre la memoria personal, el ensayo y el reportaje El Akkad pone a lo que solía llamarse (cierto que solo reprimiendo la risa) el «mundo libre» ante su espejo. Un espejo que como el de Dorian Gray, perfecta metáfora de la política internacional de la Unión Europea, muestra al que se atreve a mirarlo como lo que realmente es: un maldito asco.
Nacido en Egipto y crecido en Catar, con residencia legal en EE.UU., tras haber pasado su adolescencia y parte de su primera juventud en Canadá, El Akad ha podido comprobar en primera persona cómo el tono de tu piel, tu acento, la particular grafía de tu apellido y, por supuesto, el sello de tu pasaporte condicionan de manera drástica tu forma de habitar el mundo. El hecho de ser de algún modo un privilegiado, de haber tenido éxito profesional, de haber sido, gracias a lo anterior y pese a los mil y un microrracismos diarios con los que ha tenido que lidiar, aceptado, o al menos tolerado en sus países de «acogida», lejos de volverle insensible a la realidad de muchos de los habitantes de la periferia global, y particularmente del mundo árabe, le ha colocado, valga la expresión, en una situación de privilegio para desenmascarar la falsedad criminal de unas sociedades que incluso cuando alardean de su política de brazos abiertos lo que exigen por encima de todo del inmigrante es que sea «agradecido». Que se «integre», que no moleste, que tenga siempre un sí, bwana en los labios. O que se vuelva por donde ha venido.
Por este motivo y tomando a Gaza como su máxima expresión, no es para el autor la crueldad ni la indiferencia lo más repugnante de la actitud sostenida por Occidente en estos dos últimos años. Muchos gobiernos –apunta– son crueles, muchos gobiernos son indiferentes. Es esa «autoconcepción» que exige «la apariencia de pureza en todo momento»; es ese «implacable despliegue de virtud»; son esos «discursos y declaraciones de elocuente preocupación por los derechos humanos y la libertad»; es esa «exigencia de que quienes violan los derechos humanos o niegan la libertad rindan cuentas»; es, en definitiva, comprobar cómo ese paquete humanitario retóricamente tan bien armado se hunde en el propio charco de saliva del que ha brotado lo que provoca que cualquier ideal se desvanezca en el momento en que «amenaza con trascender los límites de los discursos y declaraciones». Al fin y al cabo: «¿De qué sirven las palabras si se separan de la realidad?»
Estar en el lado correcto de la Historia cuando el tiempo para actuar ya ha pasado, ensalzar a las víctimas con flores regadas con lágrimas de cocodrilo, indignarse, mucho, a posteriori, es la particular forma que han encontrado quienes enarbolan la defensa de los valores que, se presume, nos hacen diferentes –esos que deben demostrar conocer los bárbaros que aspiran a vivir entre nosotros: léase a aprovecharse de nosotros– para mantener una conciencia impoluta. No es muy difícil comprobar cómo esta plantilla es utilizada una y otra vez. En el caso de Gaza esa contorsión que te permite con una mano utilizar hasta el empacho palabras como «democracia» o «libertad» mientras con la otra metes el derecho internacional humanitario bajo toneladas de edificios derruidos repletos de cadáveres es directamente ambiental. Desde el apoyo militar incondicional de Estados Unidos, hasta la recepción con honores dispensada a un fanático como Netanyahu en la Casa Blanca o en su equivalente húngaro, desde las genuflexiones de Alemania a los calculados equilibrios de algunos países árabes, «el primer genocidio streameado del mundo» está brindándonos lecciones de sociopatía con escasos equivalentes en la historia reciente. Pero por mencionar uno de esos ejemplos que la Historia debería juzgar con especial dureza –frase retórica que no dará de comer a ningún niño hambriento–, podríamos recordar la reacción de países como Estados Unidos, Canadá o Reino Unido, entre otros, cuando en enero de 2024 y en respuesta a la orden de la Corte Internacional de Justicia instando a Israel a prevenir actos que pudieran constituir genocidio y permitir la entrada de ayuda humanitaria, decidieron cortar las ayudas a la UNRWA por la supuesta participación, jamás probada, de una docena de sus 30.000 trabajadores en los ataques de Hamás.
En lo que respecta a la realidad histórica de Occidente, esta «terrible degeneración», que dejaría una vez más al descubierto la «corrupción de sus ideales o de su orientación ética declarada», no constituiría para El Akad ninguna novedad. Pero incluso aunque estuviese en lo cierto, esa «inversión de valores», como la ha calificado en su último libro el sociólogo Didier Fassin, que hace aceptable que la vida de civiles palestinos valga varios cientos de veces menos que la vida de civiles israelíes, debe ser escrupulosamente explicada. Del mismo modo que exige respuesta saber cómo es posible que la demanda de un inmediato cese al fuego para parar la masacre de niños después de que miles de ellos hubiesen sido ya asesinados, quemados, amputados, traumatizados, pueda ser denunciada como antisemitismo; o por qué la crítica a un gobierno compuesto por ministros de ultraderecha que pronuncian discursos que deshumanizan a personas cuya mera existencia es negada se considera incitación al odio; o cómo tantos de los que podían hablar, por no decir oponerse, apartaron la mirada de la aniquilación de un territorio, de su historia, de sus monumentos, de sus hospitales, de sus escuelas, de sus viviendas, de sus infraestructuras, de sus carreteras y de sus habitantes, en muchos casos incluso alentando la continuación de la aniquilación.
Fassin, que dedica su Moral Abdication. How the World Failed to Stop the Destruction of Gaza a señalar cómo determinados gobiernos occidentales, «con raras excepciones como España», élites empresariales y medios de comunicación apoyaban o al menos miraban para otro lado ante la destrucción masiva de la Franja al tiempo que imponían una narrativa oficial que criminalizaba el disenso con acusaciones de antisemitismo, considera que la extendida percepción de que el ataque en el sur de Israel fue más cruel que la guerra en la Franja de Gaza estaba probablemente vinculada al hecho de que, en el primero, los agresores y sus víctimas eran visibles en el acto de matar, mientras que, en el segundo, el bombardeo e incluso el asedio mantuvieron fuera de la vista a quienes los ordenaron y a quienes ejecutaron las órdenes. Serían los asesinatos «bárbaros» de Hamás frente a los asesinatos «inteligentes» del Tzahal de los que habla Traverso.
Que masacres como la de Nuseirat, ocurrida el 8 de junio de 2024 en este campo de refugiados del centro de la Franja cuando fuerzas israelíes mataron al menos a 276 palestinos, causando cerca de 700 heridos, durante una operación en la que fueron liberados ¡cuatro rehenes! (eso sí, con nombres y apellidos e historias dignas de ser contadas); o la llamada «Masacre de la Harina», ocurrida unos meses antes, cuando más de cien palestinos de entre los que se habían congregado al oeste de la ciudad de Gaza para recibir ayuda humanitaria perdieran la vida después de que las fuerzas israelíes dispararan contra la multitud, apenas si alcanzaran repercusión mediática, tiene que ver sin duda, y así lo cree también el autor de La razón humanitaria, con esta falta de individuación de las víctimas, que son contadas al peso, muchas veces dentro de sus asépticas y anónimas fundas blancas. El filósofo español Santiago Alba Rico ha hablado en ocasiones sobre cómo el bombardeo aéreo reúne dos características «incomprensibles» para el ser humano. La primera es que ni siquiera necesita «deshumanizar» a sus víctimas antes de matarlas, pues más que «enemigos», al ser privadas de una existencia individual («ni siquiera bajo la forma de un número tatuado en la muñeca») son simples «residuos» o «restos»; la segunda característica es que «si produce “restos”, no permite establecer ningún vínculo entre ellos y la fuente lejana e inalcanzable, que los ha causado», lo que hace que los verdugos –aquí resuella el concepto de «desnivel prometeico» teorizado por Anders– no experimenten tampoco ningún sentimiento, en todo caso «la satisfacción de tachar todos los puntos», por esas existencias «que desaparecen bajo un gesto de su dedo». Cuanto más artificial es un procedimiento, dirá Alba Rico en otro de sus sugestivos artículos, más naturales nos parecen sus consecuencias. Y a nadie se le escapa –si bien en este caso resultan factores que no se pueden deslindar– que si junto a la «técnica» utilizada, introducimos en la ecuación el color de verdugos y víctimas así como su respectiva posición dentro del «orden mundial», nos resultará más fácil calcular el «valor» de cada herido y de cada muerto, que en el caso de los gazatíes tiende desde esa mirada cenital dramáticamente a cero.
En este sentido, la comparación que establece Fassin con el genocidio perpetrado por los alemanes en África occidental a principios del siglo XX, solo reconocido de manera oficial por las autoridades germanas en 2021, es enormemente pertinente en tanto le permite denunciar la doble moral de la potencia europea, que mientras expía sus pecados por el genocidio en Namibia, apoya uno equivalente en Gaza. Invocando aquí al especialista israelí en el Holocausto Amos Goldberg, Fassin, que alerta de las profundas «consecuencias morales» que tanto para Israel –donde la mayoría de la población apoyó entusiasmada la «Operación Espadas de Hierro»– como para sus aliados occidentales acarrea lo que cada vez menos personas se atreven a negar que sea, por utilizar la expresión del historiador israelí Raz Segal, «un genocidio de libro», subraya el perturbador paralelismo destacando cómo el «sentido de superioridad racial y cultural» característico de toda dominación colonial que hizo posible, en un contexto de «rebelión local», la matanza de hereros y namas, es el que viene guiando desde hace décadas la actuación del Estado de Israel en la Palestina histórica.
Las consecuencias de todo esto son devastadoras. «Si ni siquiera -como apunta Patricia Simón– intentan respetar y preservar el entramado legal que nos dimos tras la Segunda Guerra Mundial para impedir que se repitiera la atrocidad total, si los cacareados valores universales de Europa no se aplican cuando las víctimas son árabes, musulmanas o de piel oscura, ¿no será que la Unión Europea también practica una suerte de apartheid político y legal? Si nuestros países fabrican las armas con las que se desventra a la infancia de Gaza, ¿no son acaso nuestros líderes cómplices de genocidio?»
Cuando la propia democracia, entendida como el más pequeño denominador común de todas nuestras sociedades liberales, «esta democracia de los Derechos del hombre» significa para la libertad real lo que Disneylandia significa para la fantasía» igual hemos llegado al tiempo, anunciado por Baudrillard en El fin de la ilusión, al que pertenecen estos entrecomillados, del «canibalismo caritativo»: un periodo en que «la promiscuidad universal de las imágenes» lejos de sacarnos de nuestro exilio, nos encierra en nuestra indiferencia, en que la «miseria de los pueblos» –por efecto de las catástrofes ambientales engordadas por nuestra propia acción o, como en el caso de los palestinos, por ser la inopinada escoria del inacabado proceso de descolonización europea– sirve de «alimento psicológico de los países ricos y de alimento mediático de nuestra vida cotidiana.»
El bando de la vida
En su conmovedor The Eyes of Gaza, en el que a través de fragmentos de diario y pequeñas crónicas documenta los primeros 45 días de la presente ofensiva, la joven periodista Plestia Alaqad, al tiempo que intenta memorizar los rostros de los que quedan a su lado «para que alguien los haya conocido antes del final», y ante la visión de «camiones de helados llenos con cadáveres», de edificios destruidos, de objetos cotidianos convertidos en evidencias de la tragedia, como una botella de leche debajo de los escombros, «llena todavía», se pregunta: «¿por qué estudiamos historia si claramente nadie aprende de ella?»
No le falta razón.
A pesar de las limpiezas étnicas de los años 90 en lugares tan distintos y distantes como Ruanda o los Balcanes, de crímenes de lesa humanidad como los perpetrados por EE.UU y sus aliados tras la invasión de Iraq en 2003 –que tan debilitado dejó al movimiento pacifista mundial, lo que en parte explicaría la lentitud de la respuesta civil a lo que está sucediendo hoy en Gaza–, parecíamos haber olvidado, como Bauman advirtió al poner el foco en la civilización moderna, que tras la Shoah la posibilidad del genocidio lejos de reducirse se hacía más probable. En el caso de Palestina las señales no podían ser más visibles, pues como hemos tenido la ocasión de ver en las páginas precedentes por mucho que la maquinaria se haya ahora acelerado hace décadas que los engranajes técnicos, pero sobre todo sociales de esta limpieza étnica, venían siendo engrasados.
En trabajos como Bystander Society: Conformity and Complicity in Nazi Germany and the Holocaust Mary Fulbrook analiza, en este caso a través del estudio de la sociedad alemana durante el nazismo, cómo la conformidad de la mayoría, incluso dentro una sociedad aparentemente «no implicada», es el acelerante indispensable para que lo a priori impensable termine haciéndose real. A través de testimonios personales, diarios, memorias y experiencias cotidianas de testigos directos de los hechos, Fulbrook explora cómo la mayoría de los ciudadanos –el «muddled middle», la mayoría confusa, insegura, que actúa por conformismo o miedo–, a medida que crecía la hostilidad institucional que acompañó a la racialización de la identidad, iban evolucionando de indiferentes o pasivos a ser colaboradores en diferentes grados, incluso cuando no eran perpetradores directos de la represión, hasta transformarse en cómplices de la violencia estatal.
Del pormenorizado análisis de Fulbrook, al que se le ha reprochado en todo caso cierto grado de ambigüedad por el uso de categorías como «espectador», «cómplice» o «perpetrador» así como por los sesgos que pudieran introducir los testimonios personales que le sirven de base a la autora, deberíamos en todo caso tomar muy en consideración dos aspectos íntimamente relacionados con los acontecimientos que aquí nos convocan. El primero es que no debemos subestimar los momentos tempranos, esa fase en la que una sociedad comienza a normalizar determinadas discriminaciones legales que si bien pueden parecer menores al principio a menudo terminan siendo el preámbulo de un drama mucho mayor; el segundo, profundamente relevante con el telón de fondo que nos presta Palestina, es que el silencio, la indiferencia y la pasividad no son simplemente «no actuar», sino que tienen efectos reales, además de acarrear un peso moral.
Como decía Abraham Burg, «Al principio –los extremistas son vistos con desdén, ya que son solo una “pequeña minoría”, “lunáticos”, etc. Pero, por desgracia, el desdén no los detiene. Las personas en el centro son demasiado indiferentes y autocomplacientes como para prestarles demasiada atención, y se acostumbran a las imágenes y sonidos del extremismo. Una vez que los ruidos de la derecha forman parte de la agenda pública, resulta imposible erradicarlos.» Burg hacía alusión aquí a los ultranacionalistas que a lo largo de los años 20 y primeros 30 del siglo pasado exigían procesar a los «criminales de Noviembre» que habían firmado el armisticio y que, a sus ojos, habían traicionado a Alemania, pero este mismo retrato podría ser aplicado a otros sujetos y comunidades en momentos más recientes. No faltan ejemplos en la Europa de nuestros días, pero nos limitaremos ahora a señalar a quienes llevan años alimentando la deshumanización del otro, haciendo pagar a inocentes el precio de una persecución de la que no son responsables, desplazando su angustia y afán de venganza de sus antiguos verdugos a quienes no les habían hecho nada salvo estar ahí, en la tierra que venían cultivando desde hacía siglos, hasta el punto de transformar el «Arabs Out» o «Transfer Now» en un nuevo «Juden Raus».
Cuando en 2018 el periodista israelí Ronen Bergman, en una obra que tomaba su título de una frase del Talmud (Rise and Kill First) y en la que analizaba cómo el asesinato selectivo se volvió una herramienta estructural del Estado, apuntaba que Israel había asesinado «a más gente desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora que cualquier otro país del mundo occidental», los menos prevenidos pudieron mostrar incredulidad. Dos años y más de 66.000 muertos después del ataque de Hamás esa «contranarrativa», en palabras de Panjak Mishra, según la cual «la memoria de la Shoah se ha pervertido para permitir un asesinato masivo al tiempo que oscurece una historia más amplia, la de la violencia occidental moderna fuera de Occidente», se ha vuelto por la fuerza misma de los hechos muy difícil de rebatir. Al fin y al cabo, si en la «tierra de los poetas y los filósofos», tras un no demasiado lapso de tiempo a través del cual la percepción de la realidad se transformó y el delirio se hizo norma «fue posible», dirá Burg con el corazón desgarrado, por qué no había de suceder algo parecido en «la tierra de los profetas», en una nación en estado de guerra permanente, incapaz de abandonar su prisión mental, conducida por «rabinos y generales» y perfectamente alineada desde el punto de vista político, económico y cultural –que los más fervientes partidarios de Israel sean a la vez los más autoritarios y en ocasiones antisemitas es otra de esas aparentes contradicciones con las que tenemos que convivir– con los elementos más reaccionarios de la administración estadounidense.
«La profunda ruptura que percibimos hoy –señala categóricamente Mishra– es la ruptura final de la historia final del mundo desde la cota cero de 1945: la historia en la que la Shoah era la referencia universal para el calamitoso derrumbe de la moralidad humana». Gaza nos ha hecho darnos cuenta de que estamos «en un mundo decrépito que ya no cree en sí mismo». Peor aún, que «pisotea sin menoscabo los derechos y los principios de consideró sagrados». O que al menos –pensemos en los esfuerzos diplomáticos empleados por EE.UU para dotar de cierta legitimidad a la invasión de Irak de 2003– aparentó querer respetar. Ante este espejo que Israel sostiene frente a todos nosotros, pueblos e individuos, la cuestión reside ahora en qué podemos y/o debemos hacer. ¿Permitir que ese reflejo cegador continúe expandiéndose, en una sociedad tras otra, como una fuente inagotable de maldad o, por el contrario, ocho décadas después de la Shoah, poner los medios a nuestro alcance para que «la ofensa incurable», como la llamó Primo Levi, no se lleve por delante más vidas palestinas, además de la escasa dignidad que resta intacta en el mundo? Dicho de otro(s) modo(s): ¿es posible evitar todavía que la monotonía de la crueldad se convierta una espantosa variante del voyeurismo o estamos, por el contrario, incapacitados para dejar a un lado nuestra condición de espectadores, con todo lo que ello comporta, y defender los principios que habían de servirnos de guía? Ante el desolador espectáculo de la destrucción, ¿cuánto tiempo más pueden las democracias más ricas y poderosas del mundo permanecer cruzadas de brazos? Esto es, ¿qué más tiene que pasar para que el Derecho Internacional invocado sin titubeos en su día contra Rusia, o más atrás contra la Sudáfrica del apartheid, se invoque en este caso? ¿Nos limitaremos a esperar que Israel se aburra de matar? ¿A que el plan de paz para Gaza diseñado por los halcones de la Casa Blanca al dictado de los halcones de Netanyahu saque en el mejor de los casos del primer plano informativo la tragedia mientras la ocupación y la represión de los palestinos sigue perpetuándose solo que sin tanto estrépito? ¿O acaso alguien piensa que el reconocimiento nominal de un Estado en la práctica inviable, «como si fuera posible convivir con los que están intentando aniquilarte, y sin que estos hayan manifestado estar dispuestos a compartir un territorio en igualdad de condiciones», según la precisa observación de Carla Fibla, sirve para algo frente a los incesantes bombardeos que a diario sacuden Gaza, frente a los golpes de excavadora que destruyen Cisjordania, frente a los asesinatos, detenciones, humillaciones e ilegalidades que a cada minuto hacen temblar los cimientos de nuestra civilización?
Frente a un horror que enmudece, la «palabrería hueca», según la expresión reciente de Jesús Núñez –cuya didáctica y combativa labor en la arena de los platós de televisión nunca nos deberíamos cansar de agradecer–, solo hace más profunda nuestra parálisis. Una parálisis, como recoge acertadamente Patricia Simón, que ha sido alimentada a lo largo de meses y meses en los que nos hemos visto «reducidos a espectadores de la barbarie, a estatuas de sal carcomidas por la impotencia y por la estupefacción de comprobar que, por no tener, no teníamos ni mecanismos para obligar a nuestros representantes públicos a romper relaciones diplomáticas con un Estado genocida, a aprobar sanciones económicas, a romper relaciones comerciales». Esa «incapacidad para frenar el primer genocidio televisado en directo», mezclada con todo tipo de lúgubres reflexiones sobre «hasta qué punto tiene sentido pensar sobre lo que no debería estar ocurriendo en lugar de dedicar todas nuestras energías a intentar impedirlo», o «cómo conservar el compromiso intelectual y ético con la defensa de los derechos humanos cuando recordamos que cada generación asiste, incluso varias veces a lo largo de su vida, a esta determinación –entregada, incansable, meticulosa– de las personas por exterminarnos las unas a las otras», ha ido horadando nuestras almas y poniendo a prueba la resistencia de nuestros cada vez más precarios vínculos sociales, amenazando con convertirnos en células de impotencia aisladas y desconectadas unas de otras. Decía Gramsci en un artículo juvenil, mientras denunciaba la indiferencia ante el genocidio armenio, que «Para que un hecho nos interese, nos toque, es necesario que se torne parte de nuestra vida interior (…), que no se origine lejos de nosotros, que sea de personas que conocemos, de personas que pertenezcan al círculo de nuestro espacio humano». ¿Hasta qué punto eran los gazatíes «de los nuestros» cuando solo una, bien es cierto que incansable, minoría parecía alzar la voz en su defensa? ¿No debía bastar con que compartieran con todos los demás la misma humanidad doliente? ¿O es que, como se preguntaba en cierta ocasión Amin Maalouf, hemos alcanzado ese «umbral de incompetencia ética» que hace que muchos puedan paladear con sosiego los frutos de la modernidad que a otros les son sistemáticamente negados? Si cuando el escritor libanés escribió El desajuste del mundo, hace más de una década, era cierto el aserto de que «El tiempo no es nuestro aliado, es nuestro juez, y ya estamos con un aplazamiento de condena», ¡cuántas relojes no han avanzado fatalmente desde entonces en Palestina dejando tras de sí un reguero irreversible de desesperación, muerte y violencia!
Y sin embargo, a pesar de la iniquidad de trato incluso en la muerte, de la «terrible inmunidad» que ha desarrollado «un mundo que se encoge de hombros ante una masacre» –¿cómo explicar ese 40% de españoles que, según las encuestas, siguen pensando a día de hoy que la respuesta de Israel ha sido «proporcionada»?–, cuyos «músculos de la indiferencia» no han parado de fortalecerse, la «resistencia activa» importa. Como dice El Akkad, no se trata de justificarse ante la Historia para cuando un día los engranajes se hayan detenido y el silencio que aguarde entonces, «tanto para quienes elogiaron este asesinato como para quienes no dijeron nada», sea mucho más imperdonable. Ni de estar prevenidos para ese momento, «en el invierno de la vida», en que las atrocidades del presente tomen «la forma de un ajuste de cuentas silencioso e inaudito (…) entre quien no dijo ni hizo nada y su propia alma». Se trata de actuar para que esos comités de verdad y reconciliación con que la especie expía sus culpas no tengan que ser convocados, para que no tenga que haber descendientes contritos pidiendo perdón en nombre de sus antepasados ni departamentos de estudios poscoloniales preguntándose cómo fue posible que ocurriera lo que estaba a la vista de todo el mundo, para que no haya más poetas como Mahmud Darwish dedicándole nuevos versos a nuevos Muhammad naciendo eternamente, con su nombre maldito, «sin país… sin tiempo para ser niño». Se trata de evitar, al menos por una vez, que el asesinato sistemático de un pueblo se vuelva «inaceptable». «Cada pequeño acto de resistencia entrena el músculo utilizado para realizarlo, de la misma manera que apartar la mirada del horror fortalece ese músculo en particular y lo prepara para ignorar un horror aún mayor que está por venir.»
Sí, nos gustaría pensar que «hay más gente comprometida en la solidaridad que en la aniquilación». Que hay quienes se resisten a mirar para otro lado. Que levantan la voz, que actúan, que asumen riesgos. No hace falta llegar al extremo de Aaron Bushnell, quien el 25 de febrero de 2024, vestido con su antiguo traje de militar, se quemó a lo bonzo a las puertas de la Embajada de Israel en Washington, dejando como últimas palabras un desgarrador «¡Palestina libre!» Bastaría para empezar con ser de los dos policías que se le acercaron en aquel terrible momento el que hizo el ademán de socorrerlo y no el que no dejó de apuntarle con un arma mientras se consumía como una antorcha. En algunos de las obras mencionadas a lo largo de este artículo, pese a la rabia y al tono, cómo no, por lo general desesperanzado aparecen nutridos ejemplos de esta propensión a estar del lado correcto de la Historia. Pensemos por un momento en ese médico palestino que no abandonó a sus pacientes, ni siquiera bajo las bombas; en aquel escritor islandés que recaudó fondos para sacar a los desplazados de Gaza; en los médicos y enfermeros estadounidenses que arriesgaron sus vidas para atender a los heridos en medio de un campo de exterminio; en el marionetista que, herido y obligado a abandonar su hogar, siguió fabricando muñecos para entretener a los niños; en esa congresista que se mantuvo firme ante la censura, la constante crítica y la indiferencia de sus propios colegas; en esos manifestantes que arriesgaron sus carreras e incluso la residencia legal para alzar la voz; en la hermana de aquel israelí asesinado durante el asalto de Hamás que cinco días después del ataque declaró que lo más importante para ella y para su hermano era que su muerte no sirviera «para justificar la muerte de gente inocente». Pensemos, sí, en todos aquellos que filmaron, fotografiaron y documentaron todo esto, incluso mientras les sucedía, incluso mientras enterraban a sus muertos, incluso perdiendo la vida. Aquellos, sean los más de 200 periodistas gazatíes asesinados en la Franja hasta el día de hoy –lo que superaría según la relatora especial de la ONU para los territorios palestinos ocupados Francesca Albanese la suma total de reporteros que dejaron sus vidas en la Primera y Segunda Guerra Mundial, más Vietnam, Yugoslavia y Afganistán– o los profesionales de The Washington Post que en julio pasado publicaron, en ocasiones acompañados de pequeñas fichas biográficas, los nombres de los por entonces más de 18.500 menores asesinados, gracias a los que hoy podemos saber algo sobre el triste, injusto y evitable destino de Anas al-Sharif, de 28 años, corresponsal de Al Jazeera en Gaza, alcanzado junto a varios colegas por un ataque aéreo cerca de la puerta principal del hospital Al-Shifa, en Gaza City, y que dejó escrito a modo de testamento: «Viví el dolor en todos sus detalles, probé de nuevo el sufrimiento y la pérdida repetidas veces, pero nunca dudé en transmitir la verdad»; de la pequeña Hind Hajab, de seis años, quien el 29 de enero de 2024, mientras huía en coche con su tía, su tío y sus primos de Ciudad de Gaza resultó atacada por la artillería israelí, y que tras conseguir contactar, ya sola rodeada de los cadáveres de sus familiares, con los servicios de emergencia de la Media Luna Roja Palestina y suplicar que vinieran a rescatarla, fue igualmente asesinada dentro de un vehículo al que días más tarde le contaron 335 impactos de bala; de Ayloul Qaud, de siete años, «la niña más hermosa que he visto en mi vida, por dentro y por fuera», en palabras de su tía Hiba Muqdad, quien destacó de ella que cuando iba por la calle de su mano «se negaba a comprar nada, sabiendo que los demás niños de la calle no tenían ni para comer»; de Sannd Abu al-Shaer, asesinado a los apenas 70 días cuando un ataque aéreo lo mató a él y a su hermano de 8 años, Abdul, y a su hermano de 5 años, Tariq; de Hala Abu Saada, de 14 años, a quien le encantaba dibujar y bailar el dabke, una danza folclórica palestina, que murió junto con su madre, su hermano y sus cinco hermanas en un ataque el 16 de octubre de 2024; de Refaat Alareer escritor, poeta, profesor y activista palestino asesinado el 6 de diciembre de 2023, a los 44 años, a causa de un bombardeo aéreo israelí en el que fallecieron otros seis miembros de su familia y que además de ser una figura muy respetada de la vida cultural gazatí, alcanzó una especial resonancia por su poema «If I Must Die»*, dedicado a su hija mayor, un poema que tras haber sido publicado por primera vez en 2011 y, como una premonición ante el peligro que se cernía sobre todos, fue fijado por el autor en su cuenta de X unos días antes de su muerte; de Shymaa Alareer, a quien describen cómo una joven dulce y atenta con todos los que la rodeaban, muy parecida a su padre en carácter y sensibilidad, «una artista por derecho propio», y quien poco después de dar a luz quiso compartir con su padre Refaat, ya fallecido, la noticia del nacimiento de su hijo, su nieto, con estas palabras publicadas en sus redes sociales: «Sí, padre, este es tu nieto. Tiene un mes. Este es tu nieto Abd al-Rahman, a quien siempre te imaginé abrazando. Pero nunca imaginé que te perdería así, incluso antes de que lo vieras.»; o, entre tantos y tantos otros, de Abd al-Rahman, de dos meses, asesinado junto a su padre Mohammed Siyam y a su madre Shymaa Alareer en un edificio perteneciente a la organización de ayuda internacional Global Communities en el barrio Al-Rimal de Gaza City, cuyo abuelo, poeta, asesinado cuatro meses antes, había dejado escrito en su obra Gaza responde, publicada en mitad de otra sangrienta ofensiva israelí: «Escribir es un testimonio, una memoria que sobrevive cualquier experiencia humana y una obligación de comunicarnos con nosotros mismos y con el mundo. Vivíamos por una razón, para contar las historias de nuestras pérdidas, de nuestra supervivencia y de nuestra esperanza».
Que nadie se lleve a engaño. Los vivos tenemos mucho más que hacer que contar a los muertos. Pero dar fe de cómo vivieron, cómo pensaron, cómo y por qué murieron; explicar las condiciones históricas que convirtieron a civiles inocentes, ¡a bebés y ancianos!, en objetivo militar; pronunciar con claridad, en medio de un clima de confusión deliberadamente inducida, el nombre de sus asesinos, es condición imprescindible no diré nunca que para dar sentido a sus muertes –bestiales y absurdas– pero sí al menos para no traicionar su legado. A pesar de la impotencia acumulada, de saber incluso, como ya nos advirtiera Susan Sontag, que la misma repetición de imágenes puede llegar a saturar nuestro sentido de la compasión, sus historias, retazos apenas de vidas arrebatadas por un odio fundido en lo que se asemeja a veces a un fuego eterno, deben servir para trascender esa «culpa metafísica», como la llamó Karl Jaspers en 1946 para referirse a esa aflicción que experimentan quienes, ante una barbarie inconcebible en su entorno, sienten que no hicieron lo suficiente para impedir que otros seres humanos sufrieran injustamente. Aunque como dijimos más arriba esta no sea propiamente una «guerra», debemos asegurarnos de elegir bien nuestro bando, que nunca puede ser aquel en el que milita una organización de fanáticos islamistas como Hamás, pero tampoco el de un Estado terrorista de inspiración teocrática como el actual Israel. Como señala Didier Fassin, tal vez todo se resuma en estar en «el único bando posible», el de quienes exigen que se acabe la masacre simplemente porque no se mata a inocentes; el de quienes piden el fin del asedio total simplemente porque no se mata de hambre a seres humanos; el de quienes condenan la devastación de hospitales simplemente porque no se priva a los enfermos y heridos de atención médica; el bando de quienes critican la destrucción de escuelas y monumentos simplemente porque no se despoja a un pueblo de su cultura y su historia.
Ese es el bando en el que hay que estar. Frente a los necrófagos (pero también por los que han sido brutalmente ejecutados): el «bando de la vida».
* Si he de morir / If I Must Die
Si he de morir
tú has de vivir
para contar mi historia
para vender mis cosas
y comprar un trozo de tela
y algunos hilos,
(hazla blanca y con una cola larga)
para que un niño, en algún lugar de Gaza
mientras mira al cielo a los ojos
esperando al padre que partió en un destello–
sin despedirse de nadie
ni siquiera de su carne
ni siquiera de sí mismo–
vea la cometa, la cometa que tú hiciste, flotando en lo alto
y piense por un instante que un ángel está allí
trayendo el amor de vuelta
Si he de morir
que mi muerte traiga esperanza
que se convierta en leyenda





