Escribe François Picon en la introducción del catálogo de esta exposición que ya es una joya en sí mismo, una pieza a atesorar: “Dedicar una exposición a Raymond Roussel (1887-1933) pudo parecer durante mucho tiempo una empresa paradójica, puesto que casi nada se sabía del autor. Todo lo que había eran unas cuantas cartas y fragmentos de manuscritos que conservaba Michel Leiris, y unas cuantas fotos que reunió John Ashbery en París en la década de 1950. Junto con los testimonios de los surrealistas, esos escasos documentos eran toda la memoria que quedaba de aquel escritor que, en vida, tuvo buen cuidado de no dejar que trascendiera información alguna acerca de su biografía ni de la génesis de sus obras hasta que se publicó su testamento literario (‘Cómo escribí algunos libros míos’, 1955), redactado, según confesó el mismo, con ‘la esperanza de hallar quizá, en lo referido a mis libros, algún reconocimiento póstumo’ [sic: estilo directo/estilo indirecto]”. El director del Reina Sofía, Manuel J. Borja-Villel, dice unas páginas antes que “como creador de formas alternativas y oblicuas de trascendencia, Roussel destacó como uno de los forjadores de nuevos credos basados en la misma medida en la imaginación y la ciencia”, y resalta como “momento fundacional” la asistencia de Duchamp junto a Apollinaire a la representación teatral de “Impressions d’Afrique” en 1912, una de las obras más significativas de Roussel, “una experiencia ante la que el padre del ‘Gran vidrio’ señalaría: ‘Sentí que, como pintor, era mucho más importante la influencia de un escritor que la de otro pintor’”. Tras la formidable exposición dedicada a Aby Warburg, esta de Roussel es una poderosa razón para entregarse al placer de entrar en un museo a darle la vuelta a los intersticios de un cerebro en ebullición.