Los bailarines, los
arquitectos y los escenógrafos, los astronautas y los submarinistas
se mueven por el mundo en tres dimensiones. Los demás estamos
acostumbrados a movemos en dos, a mirar a un lado y otro y atrás
alante
pero no hacia arriba. En torno en el plano pero no en el espacio.
Algo nos parece arte cuando
compramos una entrada y nos sentamos en un auditorio, cuando hay un
cartel con el nombre de la pieza y del artista, cuando en la sección
de la librería y en la portada del libro dice literatura.
Estamos acostumbrados a que se nos avise de lo que nos tiene que
emocionar, apelar a un sentido estético, parecernos bello.
Estamos acostumbrados a
que el arte sea diferente a la vida, prescindible, algo con un aura
diferente a lo cotidiano y que vibra en frecuencias diferentes a lo
útil.
Así que no miramos para
arriba o en torno y vemos la ciudad y sus edificios ni sabemos cuándo
son arte o aportan algo ni nos damos cuenta y nos conmueven o nos
parecen bellos o feos.
Durante años cruzaba la
Primera Avenida con brillantes diplomáticos de la ONU y cuando les
mostraba el edificio y les decía que a mí me parece el más
bonito del mundo no me miraban en desacuerdo, o de acuerdo, sino con
la perplejidad y la sorpresa, aun con cierta sospecha, de quien no
entiende que se pueda hacer un juicio estético sobre un simple
edificio de cristal.
Pasando por Park Avenue
casi nadie comprende que el Seagram sea un edificio emblemático o
una maravilla de la arquitectura. Ni siquiera que es diferente a
otras decenas de rascacielos de cristal de la ciudad.
No nos enseñan a mirar,
no nos han enseñado a apreciar un edificio como obra de arte, la
arquitectura suele quedar para arquitectos.
Nos falta la mirada
arquitectónica.