“Déjeme que le diga una cosa: conocerle a usted me ha desilusionado completamente”
Años inolvidables, John Dos Passos
Ayer se me paró el reloj a las 18:23. Bueno, hace ya unos días. Y así va a seguir, siempre, marcando las 18:23. Por eso lo he dejado colgando de una balda de mi cuarto y vuelvo a no saber la hora (siempre me quedará mirar el móvil), lo cual resulta desde aquí todo ventajas. Igual que al enfrentarse cara a cara al calendario, cuando uno mira atrás no quiere datos tan concretos, al menos yo. Quiero anécdotas, no latitudes; quiero saber qué espada y en qué forma atravesó tal armadura, o el nombre y el bigote del autor de aquel relato, no me interesa que lo firmase justo al dar los buenos días.
Hace solo dos noches que volví de Tailandia y tengo confundido el sueño. No sé si es el jet lag o son las 18:23, pero ya escribiré con reposo de aquello. Luego, si no, se me atraganta todo.
Quiero un poco de esto y un poco de lo otro, quiero empezar a saber qué pasó y quedarme con la miel en los labios, quiero la mejor mitad y el temblor de suspirar por el resto. Así nunca nos decepcionamos del todo. Como por las personas a las que uno solo llega a conocer de perfil, siento una atracción matemática por los trozos más descuartizados de la historia. Por los que se escapan entre los dedos de los curiosos en forma de pedazos de papel que nunca volverán a unirse; fragmentos dispersos que reducen lo que fuimos a las dimensiones de la página seis de un diario escrito en tinta azul por un corazón roto. Por eso miro hacia la puerta de mi cuarto, esperando a que alguien se asome y me pregunte ¿tienes hora?
Las 18:23, supongo.
Aunque es verano (o justo porque es verano), estoy tirado en la cama a punto de empezar los últimos Diarios de Uriarte, y, sintiendo en la boca el sabor salado a madrugada, me gusta incorporarme y ver que el reloj marca las 18:23. No tendremos más remedio que darnos las buenas tardes.