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AcordeónLoa al legging

Loa al legging

Jan, el marido de Bess en Rompiendo las olas, se encuentra ingresado en el hospital, sin poder moverse, intubado y con visos de quedarse tetrapléjico. Entonces le pide a su mujer, en una escena desgarradora, que venga a visitarlo con ropa ancha para que no se adivinen las curvas de su cuerpo y evitar así un excitación que tendrá que ser reprimida a toda costa. Es la viva estampa de la impotencia y la frustración. Algo parecido siento yo cuando veo a una chica en leggings. Preferiría, llegado el caso, que no usasen esa prenda si no voy a poder catarlas. Sé que es un pensamiento muy talibán y me avergüenzo por ello.

 

Es difícil señalar el momento exacto en el que el legging llegó a nuestras vidas. Algunas usuarias sondeadas para este reportaje afirman que este tipo de prenda volvió a ponerse de moda como ropa de calle (pues siempre ha existido como atuendo deportivo) alrededor del 2005. Antes ya había vivido épocas doradas, como en la década de los 80, cuando Madonna los hizo populares. Hasta ahora, su uso quedaba circunscrito a los gimnasios, lugar erótico por antonomasia gracias a lo ceñido del vestuario, y escenario recurrente en películas porno. Sin embargo, desde que los leggings están de moda, el gimnasio, y toda su ascendencia erótica, pululan por la calle.

 

Otras voces, sin embargo, apuntan que lleva años implantado en tribus urbanas y estratos sociales muy concretos, como el movimiento punk o entre las chicas arrabaleras o ginchas, razón por la cual ha tardado en asentarse a nivel global, explicó bastante convencida una de las usuarias. 

 

En cualquier caso, más que su historia (habría que remontarse a las calzas de la Edad Media) nos interesa su poder de seducción y embaucamiento. ¿Por qué gusta tanto el legging?

 

Para empezar, es una prenda muy fina que subraya y se adapta al cuerpo. Nos remite a nuestra memoria genética más primitiva y animal, la de ir en pelotas, con el matiz de que quien usa leggings pinta, o mejor, colorea su desnudo. Pues más que tapar, esta malla hace las veces de capa de pintura. Es un atuendo que existe casi de manera etérea. Con él, la fisonomía femenina queda velada por una suerte de neblina, como si un acceso repentino de cataratas nos impidiese ver a chicas que van desnudas por la calle. “No dejan de ser”, reconocía alborozado un amigo, “un poco más gruesos y oscuros que el sudor”. 

 

El legendario juego de la insinuación desempeña, por tanto, un papel fundamental en el éxito de esta prenda. 

 

La antropóloga británica Mary Douglas acuñó dos términos para hacer referencia al cuerpo humano: el “cuerpo social” y el “cuerpo físico”. Según Douglas “el cuerpo social restringe el modo en que se percibe el cuerpo físico”. Al hilo de esta afirmación, la socióloga Ana Martínez Barreiro afirma, en su estudio La construcción social del cuerpo en las sociedades contemporáneas, lo siguiente: “El cuerpo es un medio de expresión altamente restringido puesto que está muy mediatizado por la cultura y expresa la presión social que tiene que soportar”.

 

¿Presión? ¿Restringido? ¿Acaso no conforman esos términos la esencia última de esta prenda? La carne queda oprimida, casi asfixiada, por la licra. Castigada por la sociedad. 

 

¿Y si ésa fuera la clave de su éxito? ¿Y si el legging gusta tanto porque no es otra cosa que la metáfora de una cachetada en el culete de la que se ha portado mal o ha sido grosera? Un azote congelado ad infintum justo en el momento del impacto, un “golpe de remo” (Jasper Beardley dixit) eterno. Quizá en esa idea descanse gran parte del notable éxito que ha experimentado este atuendo. 

 

Otra razón, algo más retorcida, la podemos encontrar en la sensación de tensa espera, de quietud frenética, que nos invade cuando vemos un culo y unos muslos prensados. La carne atrapada parece que lucha por salir, vaya usted a saber con qué rijosa intención, y que acabará desbordándose en cualquier momento. Puede que si aplicamos un cortecito en la licra, la chicha aflore a presión, como la nata en una manga pastelera, hasta que la ropa quede vacía y arrugada, igual que cuando se acaba un pellejo de sobrasada. 

 

La última causa, quizá la más absurda de las que hasta ahora se me han ocurrido, son las similitudes fónicas, en rima asonante, que guardan entre sí los términos “ceñir / gemir”, o “ceñido y gemido”. Lo apretado siempre ha sido intrínseco al sexo. Por ejemplo, la piel se ciñe al pene cuando éste se yergue, etcétera, etcétera.

 

Para intentar dilucidar la razón definitiva del éxito de este atuendo y dejar de desvariar fueron consultadas al respecto 13 mujeres, en una especie de revisión de aquel famoso verso de Krahe: “13 interesadas respondieron a esta encuesta/ de las cuales una, no sabe no contesta”. Ninguna pudo ofrecer respuestas definitivas; alguna, incluso, intentó destrozar el mito, explicando que no les parecía una prenda sexy, sino más bien ordinaria. “Es ropa de gitana preñada”, terciaba con poco tacto y algo desairada una de las chicas entrevistadas al preguntarle por qué no se había dejado atrapar por los encantos de dicha prenda. Pero la mayoría tuvo a bien conservar con celo la leyenda de este atuendo, y reconocer, pizpiretas, que sí, que eran conscientes de lo que nos gustaban a los hombres y que se sentían muy sexys cuando usaban leggings.

 

En cualquier caso, mi obsesión por esta prenda, la misma que me ha arrastrado a escribir esta gilipollez soberana, se remonta tres años atrás. Me dirigía con un amigo a Wroclaw (Polonia). En total, los vuelos (ida y vuelta) nos habían salido por 30 euros. La contrapartida es que igual cogimos 12 aviones. Uno de esos vuelos nos dejó en Liverpool, cerca de las 11 de la noche. Como el próximo avión salía a la mañana siguiente y por supuesto no teníamos dinero para pernoctar en hostal alguno, resolvimos salvar las varias horas de espera empapándonos, macuto al hombro, del ambiente nocturno de Liverpool. No sé qué día de la semana era, pero la calle estaba a reventar de gente joven. Enseguida noté que allí la moda del legging estaba pegando duro. Más que una moda era totalitarismo. Lo hacía, además, en una modalidad deliciosa que hasta entonces yo sólo había visto en disfraces de catwoman: el látex negro. 

 

Este tipo de leggings, cubriendo un buen pernil, recuerdan irremediablemente a la piel de las orcas y a Olivia Newton John en el último baile de Grease, un mito erótico que me estremece desde la primera vez que la vi, con sus tacones rojos, su cigarrito en la boca y ese aura de putita desamparada. 

 

Además, la mayoría de leggings de aquella noche acababan en tacón, y todo el mundo sabe que la ecuación mallas + tacón casi siempre se resuelve con una erección.

 

De entre toda esa marea humana, borracha y salaz que se desparramaba por la ciudad, mis pupilas repararon en un grupo de adolescentes. Recuerdo que eran tres: dos rubias y una morena. Las tres, por supuesto, vestían leggings de látex negro. Eran especialmente guapas y sus caras especialmente lascivas. Además, estaban tocadas por sendas diademas que incluían unas orejitas de gata. Mi compañero de viaje, probablemente un homosexual reprimido, apenas se fijó en ellas. A mí, en cambio, me faltó el aire. Mascullé muchos insultos mentalmente y, casi sollozando, le pregunté al cielo por qué cojones estaban tan buenas, por qué esas mallas de látex y, sobre todo, a santo de qué habían decidido coronarse con esas orejas gatunas (un complemento que les asilvestraba todavía más la mirada y les proporcionaba el broche perfecto a su naturaleza felina). Lo primero que pensé, obviamente, fue en masturbarme en medio de la calle, aún a riesgo de que un poli me interrumpiese para llamarme al orden. Pero como soy muy tímido y me cuesta horrores empalmarme en público resolví archivar aquella imagen y rescatarla para un momento más íntimo. 

 

Esa escena supuso para mí un punto de inflexión. Aquella madrugada en Liverpool fui consciente del poder embriagador que encierra esta prenda salvaje. En seguida resolví dedicarme, con disciplina y ahínco, al furtivo arte de la caza al legging, a vigilaros y observarlos, a intentar comprenderlos. Empresa que, sin embargo, tuve abandonar al poco tiempo, cuando un encuentro definitivo con la prenda provocó que mi obsesión fetichista mutase en paroxismo, y de ahí, en fiebre y anginas. Ocurrió una mañana de enero, hace ahora dos años. 

 

Era la primera vez que iba a la nueva biblioteca de la facultad de Empresariales. Se trata de un edificio enorme, de corte vanguardista, con espaciosas salas y amplias e  impolutas vidrieras. Me encontraba en el último piso, desde donde se contempla el paseo marítimo, el puerto y el Mediterráneo, que aquel día brillaba con el azul propio de una límpida tarde de enero. 

 

Estuve mirando al personal al menos una hora (siempre hago lo mismo cuando llego a un lugar concurrido). Cuando decidí comenzar a estudiar el sol ya se ponía y sus últimos rayos se refractan con facilidad a través del ventanal, llenando la sala de una luz naranja e irreal que alargó durante varios minutos las seis en punto de la tarde. Miraba embobado la puesta de sol en las estanterías, en los libros y en las caras de los estudiantes, cuando cruzó delante de mí una chica de unos veinte años, alta, de pelo largo y castaño. Llevaba un fular verde enrollado al cuello y un suéter rosa de algo parecido a la lana. Calzaba unas botas negras que hacía sonar con fuerza, generando un taconeo que enseguida encontré lascivo y provocador. Pero lo que más me llamó la atención de su aspecto fue la malla de licra marrón que usaba. Eran unos leggings. 

 

Es cierto que la principal característica de esta prenda es la capacidad que tiene para ensalzar, compactar y redondear el trasero, así como estilizar y tensar las piernas de quien la usa. Pero en el caso de esta chica los leggings no eran para nada necesarios, más bien pura ambición, ansias por mejorar lo perfecto, un broche casi cínico. Como si el Barça de Guardiola [este artículo se escribió antes de que el míster dijera adéu] fichase a David Silva. 

 

Resultaba todo un disparate ver cómo la malla se adaptaba a lo largo de esas interminables y esbeltas zancas; cómo la licra se aferraba a la piel con furia y desesperación, en un acto descarnado y agónico. Me consideré un elegido por presenciar cómo la malla renunciaba a cubrir el culo y se empeñaba, simplemente, en pintarlo de marrón. Se apretaba contra él hasta conformar la misma cosa, un todo delicioso, terso y elástico. Tras esa tela se podía escuchar con inusitada facilidad y transparencia el rumor de rosa encerrada al que hacía referencia Federico García Lorca. La chica llevaba el tren inferior envasado al vacío. Una locura. 

 

Además, el legging había ido cavando entre las nalgas, poco a poco y con saña, una cueva eterna a la que no se le adivinaba fin, una fosa abisal, profunda y oscura, que lentamente se alejaba acompañada por el ruido de botas que dejé de escuchar durante varios segundos pese a que era atronador.

 

Quedé obsesionado con la aparición, por lo que no había visto, por lo que se me había insinuado. Y deseé con todas mis fuerzas que la joven no usase ropa interior, porque de esta manera su pubis estaría, seguro, librando otra batalla, más encarnizada y emotiva todavía, contra la licra, que poco a poco conquistaba terreno, milímetro a milímetro, ayudada por las indiscutibles leyes de la elasticidad y por la propia naturaleza de la zona púbica, que al ser horadada, lubricada y penetrable, se aliaba sin quererlo con el enemigo invasor, al que solo podía hacer frente con una  endeble y fina película de vello negro, recién rasurado e indefenso, que intentaba, sabiéndose a todas luces derrotado, que el marrón de la licra no se confundiese y comenzase a mezclarse con el rosa viscoso de la carne.

 

 

 

Jorge Martínez García ha trabajado como redactor y locutor de un magazine radiofónico online en Wroclaw (Polonia), como montador y transfert de piezas informativas para el telediario de la 7RM (televisión murciana) y como redactor del diario Información en Elche. En la actualidad colabora en Diario SIGLO XXI. En FronteraD ha publicado El Barça como justificación y Paca

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