Yo trabajé en un periódico en papel, en una redacción como las de antes. Es decir, que no trabajaba desde casa, tenía que desplazarme hasta una oficina con ordenadores y escribir desde allí: desde el diario Información de Elche. Fue una cosa tremenda, demasiado divertida. El primer día estaba tan asustado que mientras el redactor jefe me presentaba a la plantilla yo les fui dando las gracias a todos, como si me estuviesen felicitando por haber ganado el Planeta. “Julián Palomar, de Deportes”, “muchas gracias”; “Domingo López, Política”, “muchas gracias, de verdad”, repetía incansable mientras estrechaba manos y se me nublaba la vista.
Me senté en el ordenador que me asignaron, respiré hondo tres veces y volví a contraatacar: “Lo primero que me gustaría saber”, dije mientras hacía girar la silla para encarar al tendido con esa vena suicida que me posee cuando estoy paralizado por el miedo, “es qué sección del periódico es esta”. Hasta entonces, mi referente de una redacción era la del Washington Post en Todos los hombres del presidente, que nos habían puesto en primero de carrera, y entendía que aquella sala debía de ser uno de los departamentos más pequeños del diario, quizá el de Cultura. Los redactores dejaron de teclear al unísono y me miraron, ahora ya más preocupados, como si fuese subnormal. “Esto es el periódico”, alcanzó a decir uno mientras salía a descojonarse haciendo ver que llamaba a su mujer. Me imaginé la conversación: “No te lo vas a creer, cari, han cogido al más imbécil de la promoción”.
Esa misma tarde, después de un rato de conversación en la que, desesperado, me la jugué tirándole un par de dardos a Mourinho que los periodistas más veteranos supieron celebrar, el director asomó la cabeza y me dijo que fuese a cubrir una “mesa redonda sobre drogadicción” en el Centro de Congresos. En la charla participaría el juez Madaria, toda una institución en Elche. Antes de lanzarme por la puerta, le pregunté al redactor jefe si quería que le hiciese al magistrado alguna pregunta. Me miró de arriba abajo, recordando las dos horas gloriosas que llevaba entre ellos, y me dijo que no.
Llegué a la sala con mi grabadora Olympus, un bloc de notas, dos bolis Bic recién comprados y, bajo el abrigo, mi camiseta de motivos marineros, una prenda mitiquísima y hecha jirones que uso cuando tengo que coronar alguna gesta. En la puerta de la sala donde se celebraba el coloquio había un tipo leyendo. Le toqué levemente el hombro y cuando alzó la vista me asusté y grité: “¡Vengo del Información!”. El señor me miró alucinado, se levantó a punto de hacer el saludo militar y me invitó a pasar, balbuceando y estirándose la camisa. Con el tiempo he concluido que aquel pobre hombre ni era un trabajador del centro, ni uno de los organizadores de la charla, simplemente una de esas personas que gustan de ocupar sus tardes en centros culturales o asociaciones de vecinos, desde donde se conectan al chat de Terra. El aforo estaba a reventar, conmigo éramos ya 11 personas. Cogí todos los folletos sobre drogadicción que había en la sala, con la desesperación propia de los que somos de pueblo, y ocupé toda una fila de asientos con mis cachivaches. Cuando pararon de hablar ya había gastado los dos bolígrafos de todo lo que escribí, porque, además de apuntar lo que decían, me entretuve en la descripción física de algunos contertulios: “Las sienes de menganito ya se han arrancado al gris, lo que acentúa, todavía más, su aspecto grave y sereno”. Cuando se abrió el turno de preguntas, el pánico me obligó a pedir la vez. “Sí, por favor, para el juez Malaria”. Malaria, como la enfermedad, le llamé al juez, a quien no le quedó más remedio que ensayar una sonrisa atroz, resignado. José de Madaria es como el sumo pontífice de la ciudad, un tío al que no le han tosido en 40 años, y allí estaba yo, imberbe, llamándole Malaria en toda la cara y haciéndole revivir su atormentada infancia.
Regresé a la redacción a las 9 y me puse a escribir en una de esas plantillas de QuarkXPress que espero volver a usar algún día antes de morir. Tardé una hora en llenar un 5×5, lo que no está nada mal. Cuando terminé, le pregunté a mi jefe si quería echarle un vistazo al texto para comentar los fallos y, ya de paso, para que me enseñase a escribir. Me dijo que no podía, que guardase el documento en el escritorio y que la semana que viene lo corregíamos juntos.
Dos días después, alrededor de las 2 de la madrugada, decidí irme a la cama leyendo el Información. Lo compré por la mañana, pero no lo había abierto en todo el día. Fui pasando páginas mientras leía concienzudo a mis nuevos amigos y apuntaba juicios implacables en los márgenes, hasta que llegué a la número 13, mitad superior, y vi mi nombre. Pegué un alarido de nena, muy parecido al de Nicole Kidman al comienzo de Los otros, como si en vez de verme publicado hubiese manchado las bragas de sangre por primera vez. Cogí el móvil temblando, al borde del colapso, e intenté llamar, uno por uno, a todos mis contactos. Pero no podía, se me caía constantemente al suelo. Me senté en una esquina de la habitación a intentar tranquilizarme. Al final atiné a llamar a mi madre que la pobre, todo corazón, me dijo si quería que despertase a mi padre, que venía de trabajar 12 horas seguidas, pero le colgué a mitad de frase y salí como un loco blandiendo la hoja de periódico, para ponérsela en la cara a mis compañeros de piso, hombres de más de 40 años, camioneros en su mayoría, que estaban jugando al poker on line en la cocina. Mientras se pasaban la hoja después de leer el titular y asentir graves con la cabeza yo bailaba y aporreaba los armarios, fuera de control. Me acosté febril y en tal estado de agitación que por poco se me olvida leer la noticia. En cuento lo hice, quise desaparecer. Me invadió una vergüenza súbita, como si me hubiesen sacado desnudo en la portada, y decidí que no iba a salir a la calle nunca más. La noticia está tan mal escrita, tan mal puntuada y es de hace tan poco tiempo que no puedo dejar de replantearme ciertas cosas. Además se coló una errata.
El segundo día me mandaron a cubrir el mercado de Navidad que montan en la ciudad. “Va a ser el A pie de calle, así que esmérate”, me dijo el redactor jefe. No daba crédito: era la segunda vez que pisaba el periódico y ya me estaban encargando el reportaje del día. “En un mes”, pensé mientras bajaba las escaleras, “me darán la corresponsalía de París, aunque todavía no exista”. Entré a la carpa como Don Fanucci, saludando a todo el mundo, probando los manjares que me ofrecían tenderos rollizos y revolviéndole el pelo a los niños. Después de recoger las declaraciones del alcalde salí a la calle y el olor a castaña asada activó en mí un resorte hasta entonces desconocido. Me tiré sobre un banco y allí mismo, desatado, empecé a redactar en la libreta las mejores líneas que he escrito en mi vida. Estaba en trance, con los ojos en blanco y llenando páginas mientras la gente me tiraba fotos. Regresé eufórico a la redacción. Por el camino a punto estuve de morrear a dos o tres mujeres, como si acabasen de liberar París. Abrí la puerta de una patada, mandé que me trajeran un whisky y empecé a teclear sobre el procesador de Word.
Llevaba un buen rato escribiendo cuando el jefe me dijo que iban mal de espacio y que lo mío se iba a quedar en una columnita. Sentí un odio profundo hacia él, un odio puro que me subía de las tripas y que casi me hace cometer una locura. “Pues qué pena…”, alcancé a decir con un hilo de voz, a punto de reventar. “Uy, sí”, contestó. Al final, desolado, me limité a colocar los días que estaría el mercado, el horario y los productos “más solicitados”.
Así, anclado en la ciclotimia, iba pasando las jornadas en el periódico. No había matices, era todo o nada. Un día salía de la redacción como un César y al siguiente pensaba seriamente en suicidarme, como cuando, al poco de comenzar, conocí el que sería mi talón de Aquiles durante los siguientes meses: el breve. Aún no entiendo por qué rellenar esa cajita me costaba horrores. De hecho, cuanto más largo era un texto, más del tirón me salía y viceversa. La primera vez que me tocó hacer uno, sobre un recital de poesía callejero, casi me estalla la cabeza. Tardé dos horas en escribir 50 palabras. Cuando estuvo listo lo imprimí y lo dejé sobre la mesa de mi jefe, para que lo corrigiera. A los dos minutos me llamó por teléfono desde su mesa, sufriendo un amago de angina de pecho. Llegué a la carrera y me encontré, horrorizado, el breve lleno de tachones y una palabra en rojo, monstruosa y flanqueda por signos de exclamación, que cruzaba la página de punta a punta: ¡FECUNDO! “¿De verdad has puesto la palabra fecundo en un breve?”, me preguntó sombrío mientras yo humillaba la cabeza y elegía mentalmente las palabras con las que le diría a mi padre que me había cansado del periodismo y que lo que de verdad quería era ser pescador, como él. Desde entonces en la redacción pasé a ser “Fecundo, el becario” y ya no escribía o salía a cubrir eventos, sino que fecundaba o salía a fecundar.
Pese a estos tropiezos, el periódico fue lo único bueno que me pasó en todo el año. Apenas iba a la universidad por la puta moda de tener que estar cada dos por tres haciendo exposiciones en público, cosa para la que aún no estoy preparado, así que sólo me presentaba por allí cuando tenía prácticas y para sacar libros de la biblioteca. Casi no hice amigos y el mejor colega que me eché, un argentino, acabó partiéndome la cara una noche de borrachera en la que le dije que Batistuta siempre me pareció un jugador muy sobrevalorado.
Cuando no estaba trabajando, me pasaba el día tirado en la cama, dormitando o leyendo, como un Oblómov ocioso y lleno de angustia.
Aunque suene muy cursi, yo sólo era feliz en el periódico. Me harté de escribir, y más cuando llegó el verano, con jornadas maratonianas que me sorprendían redactando, entera, la página 3 del diario. “No jodas que un puto becario está con la tercera”, terciaba con tacto el fotógrafo mientras yo trackeaba como si no hubiese un mañana.
Al final terminé por creerme los elogios que me dedicaron algunos compañeros (y que no voy a reproducir aquí pese a mi megalomanía legendaria), incluidos los que decían que había posibilidades de que me quedara, aunque fuera los fines de semana, aunque fuera para hacer sustituciones. Estas frasecitas, en pleno 2011 y tratándose de un periódico, eran pura blasfemia. Al final se impuso la cordura y después de verano ya estaba en la calle con unas postales del Misteri, el Palmeral y la dama de Elche.
Me arrepiento de todas y cada una de las piezas que redacté excepto de una. Y ahora no puedo leerlas sin querer arrancarme los ojos, pese que hace un año y medio me parecían de una calidad indiscutible. Tanto, que los domingos reunía a toda la familia en torno al periódico y les obligaba a leer mi noticia sobre, pongamos, el aumento del precio en los parquímetros mientras yo bajaba a la playa a lanzar unas piedras, atormentado. Cuando regresaba, el espectáculo siempre era el mismo: mi padre descorchando una botella, sorbiéndose las lágrimas y repitiendo: “tenemos un escritor, tenemos un escritor”, mi hermana subiendo el enlace a facebook y mi madre llamando por teléfono al resto de la familia mientras les leía a gritos la noticia, como se pasaban antes las crónicas de guerra.
Jorge Martínez ha trabajado en la 7RM, en el diario Información de Elche y ha escrito o escribe para el Magazine de Perarnau, Jot Down y el suplemento ‘El Viajero’ de El País. En la actualidad vive en Toronto y trabaja en un periódico local de la ciudad. En FronteraD ha publicado El manglar de la memoria, Loa al legging, El Barça como justificación y Paca